Eduardo Castilla
El negro Jones barre el piso mugriento del Noche de Alegría, Lana Lee insulta
a Darlene mientras ésta intenta ensayar su número con una cacatúa. Afuera, el joven
George esconde pornografía para llevar a los colegios mientras el policía Mancuso
husmea por toda la ciudad buscando apresar su “propio” delincuente. Santa
Battagalia le ofrece otra copa a Irene Reilly que no para de maldecir a su
hijo.
Es que su hijo está allí, está en la calle Bourbon, pasando por la puerta
del Noche de Alegría, está en el Barrio Francés, intentando vender bocaditos de
salchicha, está en Levy Pants, vaciando las cajoneras e intentando provocar un
levantamiento que termine con González (¿o es Gómez, como diría la señorita
Trixie?)
Ignatius J. Reilly es una criatura despreciable. Un individualismo que
aflora a flor de piel, que no deja de aparecer en cada escena, que hace a todos
y todas lo que en su bien convenga. Ese es Reilly, el personaje central de la
novela de John Kennedy Toole, La conjura
de los necios. En esa obra se conjugan la tragedia individual de un
potencial genio de la literatura, con la acidez abierta sobre la sociedad de
EEUU y, en particular, sobre Nueva Orleans.
Toole se suicidó en 1969 creyendo
que su novela era un fracaso. Él la consideraba una obra maestra. Y lo es. Fue su madre la que lo convirtió en un
best-seller, después de recorrer pasillos y golpear muchas puertas, hasta
lograr que el escritor Walker Percy leyera el manuscrito, deseando poder decir,
desde la primera hoja, que aquello no servía. Pero servía.
Los bajos fondos. Como se lo llama en ese lenguaje policial que ha infestado
parte importante del periodismo, la misma literatura y el lenguaje coloquial,
aunque no sea la forma de hablar más común en nuestro país. Sea como sea, allí
transcurre parte importante de la historia. Entre la dueña de un bar que se
dedica a otros negocios non santos (a
los que no haremos mención para no contar partes de la historia) y su empleado
de limpieza, Jones que se queja hasta el hartazgo de su pésima paga (“menos que
el salario mínimo”) y que “teoriza” la opresión y explotación que sufren los
sectores de color (“si les pusieran una escoba en la mano al nacer, seguramente
barrerían”) se teje un brutal negociación, donde la cárcel es el destino
alternativo para Jones si decide no seguir limpiando los mugrosos pisos del
Noche de Alegría.
El problema negro, es decir,
la opresión de millones en el EEUU de los años 60’, emerge en las bromas de
Jones sobre sí mismo, en la rebelión por mejores salarios de los obreros de
Levy Pants y en la idea de su dueño, Gus Levy de establecer un premio a sus
obreros negros, como una forma de recuperar la alicaída imagen de su empresa.
Lúmpenes. Gus Levy y su señora son la viva imagen de una burguesía
lumpenizada. Gus Levy no puede pasar por su fábrica sin descomponerse. Levy es
el típico dandy, que pasea por la costa, hace viajes, participa en clubes, y
deja la empresa en manos de sus empleados. Allí, en la administración, se
concentran una troupe de personajes decadentes. El señor González, gerente
general que estaría dispuesto a dar su vida por Levy Pants; y Trixie,
viejísima, ansiosa por jubilarse, odiando cada día de su vida en la fábrica, confundiendo
a todos y todas. El alma caritativa de la señora Levy se “apiada” de Trixie, a
la cual, a pesar de sus súplicas se niega a jubilar. La “caridad” burguesa es
una soga que aprieta el cuello de la pobre vieja que no para de insultar y
maldecir.
McCarthy.
El legendario senador norteamericano que impulsó la Comisión de Actividades
Antiestadounidenses es un fantasma que recorre el libro, desde las primeras
páginas, cuando el señor Robichaux (a quién luego conoceremos con más detalle)
ve comunistas por todos lados, en especial entre la policía, hasta las
preguntas insidiosas de Irene Reilly a su hijo acerca de sus actividades. Imposible
escribir en EEUU sin hacer referencia a aquello que marcaba la historia
reciente del país de una manera abrumadora.
Pero el macartismo aparece de la
mano de la ironía. La ridiculez le da un marco. Los folletos grotescos con
preguntas para los hijos, la paranoia de Robichaux que ve comunistas en todos
lados, la acusación contra Ignatius que, por el contrario, es monárquico (¡en
EEUU!).
Ignatius. Arriba, abajo, por los costados, adentro. En todos lados
está Ignatius J. Reilly. Un personaje aborrecible. Aunque no a la manera
clásica (si es que existe tal cosa). Ignatius despierta el odio de todos: del
Sr. Clyde, dueño del negocio de venta de salchichas; de Lana Lee, dueña del
bar; de Dorian Greene, a quién le
arruina una fiesta hermosa de la comunidad homosexual.
Pero sobre todo, despertará el odio de su madre. Un odio cargado de
ternura, aunque resulte paradójico. Algunas de las mejores páginas (las mejores
en mi opinión) son las que incluyen uno de los diálogos finales entre una madre
que ha sufrido el maltrato brutal de su hijo, un terrible desprecio, constantes
humillaciones y el autor de ese destrato. Allí se pone en juego, en el nivel
máximo, la contradicción del rol materno en esta sociedad.
Si la novela revela a una Irene Reilly que no puede dejar de pensar en su
hijo, en el dinero que gastó para que fuera a la universidad, en su fracaso
trabajando como vendedor de salchichas (y en el “qué dirán” en el barrio), el
diálogo final saca con una fuerza inusitada el resentimiento que puede generar
ese rol: la “frustración de ser madre”, el fracaso de haberle dado todo a un
hijo que la trata como un trapo de piso, mandándola a terminar los quehaceres
domésticos o a emborracharse. En esas páginas puede sentirse el odio de esa
madre hacia su hijo, una furia que brota por todos los poros y en cada palabra.
Ignatius J. Reilly. Es un genio y un loco. En todo caso, más un
loco. Un loco que se asigna a sí mismo un rol fundamental en transformar el
orden existente. La novela respira estancamiento, fracaso. No sólo fracasan
aquellos que la sociedad oprime y condena como Jones, Darlene o la señora Angie
-que hace su verdadera aparición en las últimas páginas como un huracán de
descontento y fracasos- sino aquellos que tienen riquezas y poder. Fracasa Gus
Levy como empresario, fracasa su esposa en su obra caritativa con la señorita
Trixie.
En ese fracaso de los años 60’ se
cruzan dos modelos de “transformación social”. El de Ignatius, que aspira a un
régimen de tipo monárquico, pero en el camino se propone constituir un partido de
“sodomistas y homosexuales” que instalen “la paz mundial” y el de Mirna
Minkoff, su alter ego, su rival, la raíz de sus sueños húmedos y del uso del guante
de látex. Mirna es la política y la sexualidad. La liberación a través del sexo
para la liberación política. Ignatius es al autor de grandes planes que llenan
sus cuadernos Gran Jefe. Ambos son la contracara de una sociedad consumista y
así lo hacen saber. Su correspondencia exuda resentimiento, delirios de
grandeza, desprecio por el otro y una profunda preocupación por parte de Mirna.
La conjura de los necios es una
obra de literatura genial. La sensación de Walker Percy de no poder parar de
leerla es contagiosa. No se puede parar. Cada carta de Ignatius a Mirna, cada
respuesta al Sr. González (que bien podría ser Gómez), cada maldición de Trixie
o cada chantaje de la Sra. Levy son imperdibles. Va la recomendación de
lectura.
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