lunes, 30 de diciembre de 2013

Crisis energética, fin de ciclo y la cuestión del estado. Apuntes en (nuevo) diciembre caliente


Eduardo Castilla
Diciembre. Hace pocos días decíamos que diciembre rememora el “caos”, la miseria o el estallido social. El mes que cierra 2013 no parece ser la excepción, sino la confirmación de una suerte de regla implícita, casi como un fatalismo del almanaque.
Pero diciembre del 2013 no es igual a los diciembres anteriores. Incluso a aquellos que lo han precedido, estos años recientes. Para cientos de miles de habitantes del país, especialmente para quienes viven en Capital Federal -pero también en Córdoba, Santa Fe o Tucumán, por citar sólo un par de ejemplos- diciembre termina con una brutal sensación de abandono. A los cortes de luz les suceden los cortes de agua. Una quincena de calores brutales -reflejo de la caotización del clima por la destrucción del planeta que empuja la clase capitalista- es insoportable sin la energía que alimenta heladeras, ventiladores o aires acondicionados.
Desde los lujosos salones donde la luz no se corta, funcionarios y empresarios acusan a los consumidores. La “década ganada” viene con reproches. El cinismo de una clase social -y la casta política que gestiona en su nombre- mide más alto que los termómetros de todo el país.

Irracionalidad y saqueo. La crisis de los apagones no es fortuita. Los servicios públicos, bajo la lógica del capital, pueden convertirse en verdaderos flagelos para el pueblo trabajador. Ya lo mostró la masacre de Once en el sector del transporte. La ganancia es el motor puro de la actividad capitalista. Como lo denuncia muy bien mi amigo Nicolás Del Caño, en esta entrevista, las privatizaciones están en la base de la brutal degradación de los servicios a simples negociados en el corto plazo. No hay planificación (como pide Cobos en la misma entrevista, haciendo de cuenta que la UCR no gobernó nunca Argentina) porque la entrega al capital extranjero y sus socios locales se hizo bajo una lógica de saqueo rápido, de la mano de una clase capitalista y un estado, que entregaron las últimas “joyas de la abuela” para ser parte del ciclo neoliberal.
La sumatoria de “neoliberalismo + desechos de Estado” (FR dixit) se diferencia poco, en lo sustancial, del estado al servicio de los “capitanes de la industria” alfonsinista, que llevó a una crisis brutal a las empresas públicas. De allí que la única salida realista implique la estatización de los servicios públicos bajo control de los trabajadores y comités de usuarios, como se señala aquí. El control capitalista sobre los servicios públicos, sea de manera directa, sea a través de su personal político, implica caos e irracionalidad que terminan, muchas veces, en la pérdida de vidas del pueblo trabajador (ver acá).

Sujetos I. ¿Puede el estado burgués nacional convertirse en el sujeto actuante de la modernización nacional? Los apagones, paradójicamente, echan luz sobre la utopía de dicha estrategia. Sin haber tocado los intereses de los grandes sectores del imperialismo que controlan la economía nacional, sin haber re-nacionalizado los resortes fundamentales de la economía, sin haber abandonado el papel de “pagadores seriales” de la Deuda Externa, era imposible convertir al estado en sujeto de una transformación social duradera.
La intelectualidad kirchnerista apostó al rol del estado como sujeto de la reconstrucción nacional. Pero la creencia de que el estado argentino podría “recrear una burguesía nacional” o, imponer la soberanía como norma, sólo podía basarse en la más abierta de las ingenuidades o en una ceguera autoimpuesta.
Lejos de transformaciones duraderas que permitieran mejorar el nivel de vida de las masas, el estado burgués bajo gestión del kirchnerismo gira, progresivamente, hacia el fortalecimiento de sus funciones coercitivas. Milani, Granados, Proyecto X son los nombres de un giro político conservador, donde la “banda de hombres armados al servicio del capital” ocupa, crecientemente, el lugar de los derechos humanos.

Sujetos II. Si el sujeto de una transformación duradera de las relaciones sociales no está arriba, en el estado al servicio de los capitalistas ¿está abajo, entre las clases oprimidas y explotadas? La respuesta es un sí, a condición de ver la marejada de contradicciones que tal definición implica. Señalemos sólo algunas.
La clase obrera es el sujeto maldito de la burguesía, presente a lo largo de la historia argentina, desde la conformación de lo que podemos llamar estado-nación. Bajo la forma política y organizativa representando por anarquistas y sindicalistas revolucionarios, bajo los sindicatos rojos del PC, bajo el peronismo, en tanto columna vertebral de un proyecto de conciliación de clases, el movimiento obrero está ahí, parado como el verdugo en el umbral. Señalemos al margen que la forma política no debe opacar el contenido social. Para ser precisos, igualar peronismo a movimiento obrero (como lo hizo una franja enorme de la izquierda en los 70’) implica el desarme estratégico.
La fuerza social de la clase trabajadora se reconstituyó al calor del crecimiento de la última década. Si, como reza el manifiesto comunista, “la burguesía crea a sus propios sepultureros”, ésta fue la verdadera "ganancia" de la década.
La potencialidad revolucionaria de la clase obrera (su rol de sepulturero del capital) está dada por su capacidad de golpear sobre el poder burgués, pero esa potencialidad está atada a la posibilidad de la independencia política en relación a las fracciones políticas de la clase dominante. Esa independencia “no puede ser un estado pasivo. Solamente se expresa mediante actos políticos, o sea mediante la lucha contra la burguesía. Esta lucha debe inspirarse en un programa claro, que requiere una organización y tácticas para su aplicación” (Trotsky). Dicha lucha no puede librarse sólo desde la arena parlamentaria, supone la organización real de las fuerzas obreras, la conquista de sus sindicatos de manos de la correa de transmisión de la burguesía que es la burocracia sindical, para convertirlos en herramientas de la lucha de clases.

Fin de ciclo. La emergencia de un partido revolucionario de vanguardia de la clase trabajadora deviene, cada vez más, posibilidad histórica real. El agotamiento de las condiciones internacionales y nacionales que dieron su fuerza al ciclo kirchnerista, la debilidad de las variantes políticas de oposición burguesa y la crisis histórica de la burocracia sindical son parte de los eslabones de una cadena que permite que dicha perspectiva no sea un abstracción. 
La concreción de esa posibilidad está atada, en parte, al desarrollo de condiciones objetivas de mayor crisis capitalista y mayor lucha de clases. Las tendencias al retorno de la política a las calles se confirman aquí.La crisis intenacional es una espada de Damocles que pende sobre el curso de la economía argentina. La inestabilidad parece ser el signo que marcará el 2014.
En ese marco, la maduración subjetiva de la clase trabajadora es un problema de índola estratégica. Pero el desarrollo de la misma no puede observarse sólo en los fenómenos de superficie. Como se pudo verificar aquí, una tendencia profunda, recorre el movimiento obrero argentino. 
Desarrollar esa tendencia, ampliarla, convertirla en fuerza política propia con capacidad de golpear al poder burgués es una tarea central para la izquierda revolucionaria. La conquista de los sindicatos y la utilización revolucionaria de las bancas conquistadas por el FIT son herramientas que deben ser puestas en ese objetivo. Son posiciones conquistadas que deben preparar el camino de la "maniobra".

domingo, 29 de diciembre de 2013

La conjura de los necios. Recomendación literaria



Eduardo Castilla
El negro Jones barre el piso mugriento del Noche de Alegría, Lana Lee insulta a Darlene mientras ésta intenta ensayar su número con una cacatúa. Afuera, el joven George esconde pornografía para llevar a los colegios mientras el policía Mancuso husmea por toda la ciudad buscando apresar su “propio” delincuente. Santa Battagalia le ofrece otra copa a Irene Reilly que no para de maldecir a su hijo.
Es que su hijo está allí, está en la calle Bourbon, pasando por la puerta del Noche de Alegría, está en el Barrio Francés, intentando vender bocaditos de salchicha, está en Levy Pants, vaciando las cajoneras e intentando provocar un levantamiento que termine con González (¿o es Gómez, como diría la señorita Trixie?)
Ignatius J. Reilly es una criatura despreciable. Un individualismo que aflora a flor de piel, que no deja de aparecer en cada escena, que hace a todos y todas lo que en su bien convenga. Ese es Reilly, el personaje central de la novela de John Kennedy Toole, La conjura de los necios. En esa obra se conjugan la tragedia individual de un potencial genio de la literatura, con la acidez abierta sobre la sociedad de EEUU y, en particular, sobre Nueva Orleans.
Toole se suicidó en 1969 creyendo que su novela era un fracaso. Él la consideraba una obra maestra. Y lo es.  Fue su madre la que lo convirtió en un best-seller, después de recorrer pasillos y golpear muchas puertas, hasta lograr que el escritor Walker Percy leyera el manuscrito, deseando poder decir, desde la primera hoja, que aquello no servía. Pero servía. 

Los bajos fondos. Como se lo llama en ese lenguaje policial que ha infestado parte importante del periodismo, la misma literatura y el lenguaje coloquial, aunque no sea la forma de hablar más común en nuestro país. Sea como sea, allí transcurre parte importante de la historia. Entre la dueña de un bar que se dedica a otros negocios non santos (a los que no haremos mención para no contar partes de la historia) y su empleado de limpieza, Jones que se queja hasta el hartazgo de su pésima paga (“menos que el salario mínimo”) y que “teoriza” la opresión y explotación que sufren los sectores de color (“si les pusieran una escoba en la mano al nacer, seguramente barrerían”) se teje un brutal negociación, donde la cárcel es el destino alternativo para Jones si decide no seguir limpiando los mugrosos pisos del Noche de Alegría.
El problema negro, es decir, la opresión de millones en el EEUU de los años 60’, emerge en las bromas de Jones sobre sí mismo, en la rebelión por mejores salarios de los obreros de Levy Pants y en la idea de su dueño, Gus Levy de establecer un premio a sus obreros negros, como una forma de recuperar la alicaída imagen de su empresa.
Lúmpenes. Gus Levy y su señora son la viva imagen de una burguesía lumpenizada. Gus Levy no puede pasar por su fábrica sin descomponerse. Levy es el típico dandy, que pasea por la costa, hace viajes, participa en clubes, y deja la empresa en manos de sus empleados. Allí, en la administración, se concentran una troupe de personajes decadentes. El señor González, gerente general que estaría dispuesto a dar su vida por Levy Pants; y Trixie, viejísima, ansiosa por jubilarse, odiando cada día de su vida en la fábrica, confundiendo a todos y todas. El alma caritativa de la señora Levy se “apiada” de Trixie, a la cual, a pesar de sus súplicas se niega a jubilar. La “caridad” burguesa es una soga que aprieta el cuello de la pobre vieja que no para de insultar y maldecir. 

McCarthy. El legendario senador norteamericano que impulsó la Comisión de Actividades Antiestadounidenses es un fantasma que recorre el libro, desde las primeras páginas, cuando el señor Robichaux (a quién luego conoceremos con más detalle) ve comunistas por todos lados, en especial entre la policía, hasta las preguntas insidiosas de Irene Reilly a su hijo acerca de sus actividades. Imposible escribir en EEUU sin hacer referencia a aquello que marcaba la historia reciente del país de una manera abrumadora.
Pero el macartismo aparece de la mano de la ironía. La ridiculez le da un marco. Los folletos grotescos con preguntas para los hijos, la paranoia de Robichaux que ve comunistas en todos lados, la acusación contra Ignatius que, por el contrario, es monárquico (¡en EEUU!). 

Ignatius. Arriba, abajo, por los costados, adentro. En todos lados está Ignatius J. Reilly. Un personaje aborrecible. Aunque no a la manera clásica (si es que existe tal cosa). Ignatius despierta el odio de todos: del Sr. Clyde, dueño del negocio de venta de salchichas; de Lana Lee, dueña del bar; de Dorian Greene, a quién le arruina una fiesta hermosa de la comunidad homosexual.
Pero sobre todo, despertará el odio de su madre. Un odio cargado de ternura, aunque resulte paradójico. Algunas de las mejores páginas (las mejores en mi opinión) son las que incluyen uno de los diálogos finales entre una madre que ha sufrido el maltrato brutal de su hijo, un terrible desprecio, constantes humillaciones y el autor de ese destrato. Allí se pone en juego, en el nivel máximo, la contradicción del rol materno en esta sociedad.
Si la novela revela a una Irene Reilly que no puede dejar de pensar en su hijo, en el dinero que gastó para que fuera a la universidad, en su fracaso trabajando como vendedor de salchichas (y en el “qué dirán” en el barrio), el diálogo final saca con una fuerza inusitada el resentimiento que puede generar ese rol: la “frustración de ser madre”, el fracaso de haberle dado todo a un hijo que la trata como un trapo de piso, mandándola a terminar los quehaceres domésticos o a emborracharse. En esas páginas puede sentirse el odio de esa madre hacia su hijo, una furia que brota por todos los poros y en cada palabra. 

Ignatius J. Reilly. Es un genio y un loco. En todo caso, más un loco. Un loco que se asigna a sí mismo un rol fundamental en transformar el orden existente. La novela respira estancamiento, fracaso. No sólo fracasan aquellos que la sociedad oprime y condena como Jones, Darlene o la señora Angie -que hace su verdadera aparición en las últimas páginas como un huracán de descontento y fracasos- sino aquellos que tienen riquezas y poder. Fracasa Gus Levy como empresario, fracasa su esposa en su obra caritativa con la señorita Trixie.
En ese fracaso de los años 60’ se cruzan dos modelos de “transformación social”. El de Ignatius, que aspira a un régimen de tipo monárquico, pero en el camino se propone constituir un partido de “sodomistas y homosexuales” que instalen “la paz mundial” y el de Mirna Minkoff, su alter ego, su rival, la raíz de sus sueños húmedos y del uso del guante de látex. Mirna es la política y la sexualidad. La liberación a través del sexo para la liberación política. Ignatius es al autor de grandes planes que llenan sus cuadernos Gran Jefe. Ambos son la contracara de una sociedad consumista y así lo hacen saber. Su correspondencia exuda resentimiento, delirios de grandeza, desprecio por el otro y una profunda preocupación por parte de Mirna.  
La conjura de los necios es una obra de literatura genial. La sensación de Walker Percy de no poder parar de leerla es contagiosa. No se puede parar. Cada carta de Ignatius a Mirna, cada respuesta al Sr. González (que bien podría ser Gómez), cada maldición de Trixie o cada chantaje de la Sra. Levy son imperdibles. Va la recomendación de lectura.

miércoles, 25 de diciembre de 2013

Un ejemplo de militancia revolucionaria: Nicolás del Caño pasó la Nochebuena con los municipales en lucha de Lavalle

Una demostración concreta de parlamentarismo revolucionario. Una banca al servicio de impulsar activamente el triunfo de las luchas obreras. Una ruptura con el estatus quo de la política burgues. 
Reposteamos esta nota publicada en el portal del PTS. 


Nicolás del Caño pasó la Nochebuena con los municipales en lucha de Lavalle


Nicolás del Caño pasó la Nochebuena con los municipales en lucha de Lavalle
El diputado nacional del PTS en el Frente de Izquierda, Nicolás del Caño, suspendió su presencia en el encuentro familiar de las fiestas navideñas para acompañar en la cena de Nochebuena a los empleados de Maestranza del Municipio de Lavalle, que llevan más de dos semanas en conflicto. Del Caño señaló: "El lunes 23 los trabajadores fueron recibidos sin ningún tipo de propuesta seria por parte del municipio. El reclamo de los empleados es mínimo: un aumento de emergencia de dos mil pesos y el pase a planta del personal contratado. Sin embargo, estos funcionarios políticos que cuentan con sueldos privilegiados que superan holgadamente el costo de la canasta familiar pasarán estas fiestas celebrando indiferentes frente al reclamo de obreros que cobran sueldos de que van de los 1.500 a los 2.700 pesos y llevan hasta dieciocho años como contratados; nosotros estuvimos con los municipales que permanecen en su puesto de lucha junto a sus familias. Exigimos que el Gobierno provincial intervenga inmediatamente para atender el reclamo de los trabajadores. Llamamos a todas las organizaciones de trabajadores y estudiantes a organizar una gran movilización de apoyo a los compañeros".

Contacto:
Nicolás del Caño (0261) 470 6345 | @NicolasDelCano | Página oficial
Prensa FIT Mendoza: (0261) 245 6001

martes, 24 de diciembre de 2013

Notas breves sobre la “cuestión policial” y la izquierda


Eduardo Castilla
Fetichismo de la forma salarial. Como definimos en el anterior post hay, claramente, una fetichización de la forma salarial por parte de amplios sectores de la izquierda, incluidos nuestros aliados en el FIT, como IS y PO. Esto es lo que lleva a buscar los medios de tener una política “práctica” e “inmediata” hacia los reclamos policiales. Pero, como afirmaba Rosa Luxemburgo, la búsqueda de resultados “prácticos inmediatos” suele llevar a abandonar el camino de la teoría marxista.
Es evidente que la extensión de la venta de la fuerza de trabajo en todo el mundo, incluso a sectores amplios de las clases medias, define la preeminencia de la forma salarial globalmente. Pero la acumulación capitalista se basó, en diversos momentos de la historia, en otras formas. Por citar sólo un ejemplo, la esclavitud jugó un rol central en el capitalismo basado en la producción de algodón, en el sur de EEUU, antes de la guerra de Secesión.
La forma salarial define un aspecto de la conformación de la clase trabajadora. Abstraerla y absolutizarla (como hace mecánicamente parte de la izquierda) conlleva a un absurdo. Siguiendo ese criterio, deberían apoyar el aumento salarial de cualquier sector, por ejemplo los aumentos que se dan diputados, senadores o demás integrantes de la casta política,  o el aumento de premios que reciben los Ceos que dirigen las grandes multinacionales. Esto es un ejemplo llevado al absurdo, pero la abstracción de un elemento dentro de la esfera económica, liquida la complejidad de las relaciones sociales que hacen al funcionamiento del capitalismo: la forma salarial encubre (o recubre) una función represiva en el caso de la policía o las fuerzas armadas. En el caso de un Ceo, la forma salarial encubre o contiene una función de mando del capital. La izquierda, bajo una lógica sindicalista, termina simplificando la realidad. 

Coerción y consenso. Hemos leído en las redes sociales que si el policía es el encargado de sostener la dominación por medio de la represión, entonces el maestro es el responsable de hacerlo por medio de la ideología. Ergo, si no apoyamos el reclamo salarial de la policía, no deberíamos apoyar el reclamo salarial docente. Dialéctica, chau gracias.
La complejidad del estado capitalista está dada por la conjunción de elementos que hacen a la constitución de un orden social. Si la dominación adquiere también formas consensuales e ideológicas, es porque no puede ejercerse por la simple vía represiva. Asimismo, la educación tal como la conocemos hoy, es a la vez una necesidad para la clase dominante y una conquista para las masas explotadas que dieron grandes luchas por la gratuidad de la misma.
El estado capitalista es, a la vez, una enorme maquinaria burocrática puesta al servicio de la dominación capitalista (su comité de “asuntos comunes”) y el órgano de represión de la clase dominante sobre el conjunto de las masas pobres. El funcionamiento de la sociedad impone una serie de necesidades a la clase capitalista que hacen a la provisión o gestión de servicios de carácter público. “Además del aparato de “opresión” por excelencia -el Ejército regular, la Policía  y la burocracia- el Estado moderno tiene un aparato que está íntimamente vinculado con los bancos y los consorcios, un aparato que realiza, si vale la expresión, un vasto de trabajo de contabilidad y registro. Este aparato no puede ni debe ser destruido. Lo que hay que hacer es arrancarlo del control de los capitalistas” (Lenin, Tomo II, 274).
Es Lenin quien resalta la dualidad de las funciones del estado capitalista moderno. Dualidad entre función “puramente opresiva” y el aparato de registro y control pero del que constituye parte el sistema educativo en la actualidad (ver acá).
La labor revolucionaria supone la destrucción (o el debilitamiento constante) de la función represiva. No así de la función educativa. La lucha por demandas educativas puede incluso ser una trinchera para el desarrollo de la lucha de clases abierta, como ha ocurrido en la historia en más de una ocasión. Al mismo tiempo, los docentes, con sus peleas, han ocupado en muchas ocasiones el rol de articuladores de diversos sectores oprimidos y explotados.
Si aceptamos el formalismo (docente=policía) que proponen algunos militantes de izquierda, deberíamos plantear entonces el absurdo de la disolución del sistema educativo. Como esto liquidaría el funcionamiento de las fotocopiadoras de la FUBA, estamos seguros que no escucharemos semejante propuesta.

Cadena de mando. La izquierda ha venido insistiendo en que levantar una política hacia las fuerzas represivas permite avanzar en la ruptura de la cadena de mando. Ya hemos discutido este argumento, junto a Paula Schaller, aquí y aquí. La ruptura de la cadena de mando no tiene un carácter progresivo por sí misma.
Pero ahora se pretende contraponer la disolución de las fuerzas represivas a la ruptura de la cadena de mando. Según la izquierda sindicalista, no existen condiciones para lo primero, pero sí para lo segundo. Lamentamos informarles que no existen condiciones para ninguna de las dos cosas de manera inmediata.
Precisamente porque sin la acción revolucionaria de la clase obrera o de las masas, cualquier ruptura de la cadena de mando no puede ser más que parcial y reaccionaria, como de hecho se evidenció en los motines de este mes o en el levantamiento de gendarmes y prefectos del 2012. Una ruptura abierta de la cadena de mando tiene que estar asociada a la posibilidad real de tumbar el orden existente. Si no, cada motín policial, inevitablemente termina con un retorno a la “normalidad” de su función represiva.
Adelantaremos nuestra respuesta al (más que probable) “argumento” de que lo mismo ocurre en el caso de las huelgas, donde los trabajadores salen a luchar por reclamos parciales y luego retornan a la rutina del trabajo.
Para la clase trabajadora, cada huelga es una escuela de guerra, que “enseña a los obreros a comprender cuál es la fuerza de los patrones y la de los obreros: enseña a pensar, no sólo en su patrón ni en sus camaradas más próximos, sino en todos los patrones, en toda la clase capitalista y en toda la clase obrera (…) abre los ojos, no sólo en lo que se refiere a los capitalistas sino también en lo que respecta al gobierno y a las leyes” (Lenin, Tomo I, p.65-66). Por el contrario, cada motín  policial “triunfante” fortalece la autonomía de una corporación al servicio de la represión estatal.

Cierre. Como queda claro, en su afán de “tener política” hacia las fuerzas armadas, gran parte de la izquierda termina abandonando algunos postulados básicos del marxismo. Ya vimos en el pasado como la necesidad de intervenir de manera “práctica” en la realidad, llevaba a vastos sectores a apoyar las demandas de las patronales del campo.
Ahora escuchamos nuevamente la cantinela del “sectarismo” ante los fenómenos reales. Preferimos, como afirmaba Trotsky, “conservar las posiciones ideológicas”, cuestión que “ante los ojos de los mentecatos” aparece como sectarismo.
El “realismo” de cierta izquierda termina mezclando botas con mamelucos y balas con tuercas. Por suerte, amplias capas de los trabajadores y la juventud de los barrios pobres, saben perfectamente que es la policía. Sólo una izquierda bastante ajena a la lucha de clases real y a la vida de las masas obreras, puede opinar que, para los trabajadores, la policía es un aliado potencial.