viernes, 20 de diciembre de 2013

El 2001, la izquierda y algunas cuestiones de estrategia




Eduardo Castilla
A  12 años todavía se escucha el ruido de las cacerolas. Las fotos de esa gran batalla que protagonizaron decenas de miles de jóvenes -y no tan jóvenes- son un recuerdo más que fresco. El 2001 vive en el recuerdo de millones.
En la memoria colectiva diciembre está asociado a saqueos y “caos”. Pero, como desarrollara Raymond Williams, la memoria es siempre selectiva. No recordamos todo lo sucedido. Así como los individuos, las clases sociales recuerdan, en última instancia, aquello que está asociado a sus intereses. A su vez, el estado y las clases dominantes reconstruyen política e ideológicamente su propia tradición, intentando integrarla como parte del imaginario social.
De allí que, como sobre todo gran hecho histórico, hubo y habrá  “disputas” alrededor del 2001. ¿Fue, como dice el relato K en su intento de mostrar una “país normal”, ese infierno al que no queremos volver? ¿Fue un montaje organizado por el peronismo? ¿Fue el Argentinazo, como dijo cierta izquierda, proclive a las exageraciones conceptuales, y siempre presta a alianzas de todo tipo?
Para grandes franjas de las masas pobres el 2001 fue un infierno. Pero no las jornadas del 19 y 20 en sí mismas, sino los años anteriores, los de desocupación y miseria, los de una pobreza espantosa, los de la represión abierta contra la protesta social. Sobre esa base, instalada en la conciencia de millones, pudo, en parte, imponerse el relato K. Pero también, para cientos de miles de personas, fue el mes en que las masas tomaron las calles y echaron a un gobierno, en que nacieron las asambleas populares y los movimientos piqueteros tomaron la escena. Fue la política en las calles

Jornadas revolucionarias

En este post que escribimos hace unos años junto a FR, dimos cuenta de algunas de las principales definiciones acerca de las Jornadas de diciembre de 2001. Sirve volver al mismo para no extender demasiado este texto.
Pero es preciso destacar que esa gran acción de masas encontró su principal límite en la ausencia de la clase trabajadora como sujeto organizado que actuara con sus propios métodos y mediante sus organizaciones. La burocracia sindical impidió que la clase obrera entrara en escena y pudiera ser el factor que terminara de volcar la balanza en función de las masas. La alianza que se había forjado entre las clases medias que peleaban contra la confiscación de su sus ahorros y los sectores del movimiento de desocupados -que se habían constituido en un poderoso actor ya desde años anteriores- encontró sus límites en el rol de sus direcciones y su propia debilidad social para afectar el poder capitalista y  hacer real su programa.
La posibilidad de que los bancos “devolvieran los ahorros” estaba limitada por la inacción de los mismos trabajadores bancarios, los únicos capaces de golpear, desde adentro, el poder de esos monopolios del capital financiero. Terminar con el hambre de manera inmediata estaba atado a la posibilidad de tomar las grandes cadenas de supermercados, las alimenticias e incluso, las tierras de los grandes terratenientes, para ponerlas al servicio de satisfacer las demandas de enormes franjas de hambrientos. Pero faltaba el poder de los trabajadores de esos sectores, capaces de golpear sobre las ganancias capitalistas e imponer medidas de ese tipo.  
Esa debilidad no puede dejar de ser sopesada. Hubo una izquierda alegre que habló de Argentinazo y revolución, aportando a construir el imaginario de un camino de rosas hacia la revolución social o el socialismo. Pero sin partir de las enormes limitaciones que tenían aquellas jornadas de diciembre del 2001 y de la ausencia de la clase trabajadora, no se podía más que terminar embelleciendo a los sujetos actuantes (asambleas populares y movimientos piqueteros) separándolos de la perspectiva de hacer avanzar a franjas de la clase trabajadora ocupada.
Esta fue la apuesta estratégica del PTS. Desde allí, las batallas de Zanón y Brukman fueron centrales. La continuidad y desarrollo de estos pequeños grandes ejemplos de poder obrero, era necesaria en caso de que se generalizaran las tendencias al control obrero (por la continuidad de la catástrofe social y el cierre de empresas) o, por el contrario, como base para la construcción de corrientes nacionales de oposición en el movimiento obrero. Sin esa definición estratégica que, al mismo tiempo, implicó que decenas de militantes ingresaran a realizar un trabajo clandestino “gris y cotidiano” (Lenin) en muchas fábricas, no hubieran sido posibles los avances posteriores, como la conquista de comisiones internas, cuerpos de delegados o la construcción de fuertes corrientes de oposición en muchos gremios. La pelea estratégica hoy planteada por recuperar los sindicatos no podría darse sin ese trabajo molecular previo.

12 años

Rosa Luxemburgo escribía que “la obra reformista de cada período histórico se realiza únicamente en el marco de la forma social creada por la revolución”. Salvando las enormes distancias, se puede decir que la obra reformista del kirchnerismo estuvo dada por el marco creado por las jornadas revolucionarias del 2001. Sólo eso permite entender la “izquierdización” de dos menemistas como eran Néstor y Cristina.
El kirchnerismo, cuya tarea esencial fue la restauración de la autoridad estatal (tarea que logró parcialmente)                se vio obligado a enarbolar un conjunto de “promesas” que hoy aparecen claramente desgastadas. Asistimos al fin del “nunca menos” con los topes las paritarias y la continuidad del trabajo precario; a la continuidad de la entrega nacional de la mano de acuerdos con empresas como Chevron o con el mismo CIADI; al fin del relato anclado en los derechos humanos, con  la designación del genocida Milani al frente del Ejército y la capitulación en toda la línea a las fuerzas policiales amotinadas; a la persistencia de la crisis energética que viven hoy cientos de miles de personas con los constantes cortes de luz. La lista de promesas incumplidas puede extenderse.
Al ascenso-debacle del kirchnerismo la acompañó otra tendencia de vital importancia para las organizaciones de izquierda revolucionaria. El desarrollo y fortalecimiento objetivo y subjetivo de la clase trabajadora. Fortalecimiento que encontró su expresión en el crecimiento numérico que dio lugar a la existencia de más de 13 millones de asalariados en todo el país, con una fuerte concentración en sectores estratégicos de las grandes multinacionales, donde  la clase obrera es capaz de poner en jaque el poder de  los grandes monopolios extranjeros que dominan la vida nacional.
Esa fuerza social fue cuajando en fuerza subjetiva. Se pasó del primer nivel de la relación de fuerzas (al decir de Gramsci) al segundo, aquel que mide las relaciones de fuerza puramente políticas. Dentro de ese nivel la clase obrera empezó a avanzar un paso histórico a partir del creciente peso del FIT. No lo hizo -a la vieja usanza- separando representación política de representación sindical (aquello sobre lo que ha debatido aquí bajo la definición de “doble conciencia”). Por el contrario, tendió a unirlas. La brecha entre lo político y sindical tiende a cerrarse en el marco del agotamiento histórico del peronismo.
Esa fuerza obrera subjetiva tiene expresión, además, en decenas de comisiones de internas, cuerpos de delegados opositores a la burocracia sindical, así como en las duras y extendidas luchas como las que vemos recorrer el país, algunas de las cuales, ocurridas en Córdoba, han sido reseñadas en este blog (ver aquí y aquí).

Los problemas de estrategia y la izquierda

A 12 años de las jornadas revolucionarias, el problema estratégico que se planteó en las jornadas del 2001 sigue abierto.  Aún la clase obrera no ha conquistado, de conjunto, una fuerza que le permita intervenir en la escena política con un programa propio. Ese es el objetivo estratégico que implica luchar por conquistar los sindicatos, en la perspectiva de utilizarlos como fuerza real capaz de movilizar a la clase trabajadora en función de sus intereses para imponerlos con la lucha.
Sólo sobre esa base se puede empezar a forjar la alianza estratégica de todos los oprimidos, empezando por los sectores pobres que, en parte, emergieron en los saqueos en las últimas semanas y continuando por aquellos sectores de las clases medias que puedan ser ganados por la clase trabajadora, en delimitación de las franjas reaccionarias, como quienes actuaron golpeando a los jóvenes de los barrios pobres.
Sólo así la clase obrera puede tornarse clase hegemónica. La posibilidad de una alianza social capaz de actuar frente a la emergencia de una crisis mayor, dando una salida a favor de los intereses de las masas pobres y explotadas, depende de la articulación objetiva y subjetiva que pueda darle el movimiento obrero.
La actuación de la izquierda y la misma existencia del FIT pueden ser un eslabón central en esa tarea, a condición de proponerse conquistar un poder real de clase que pueda golpear sobre los poderes reales del capital. Sin partir de esta cuestión, las discusiones acerca de la “continuidad” o la “ruptura” del FIT por la agenda parlamentaria pierden cualquier tipo de valoración estratégica. La presión constante a la “unidad” de las fuerzas del FIT, a “cuidarlo”, se hace en función de una agenda táctica parlamentaria, separada de este problema estratégico.
Si en la época imperialista, “época de profundas y bruscas oscilaciones, de cambios frecuentes y brutales” (Trotsky), la táctica se subordina a la estrategia, entonces las ásperas disputas (PO) alrededor de la conformación de un interbloque, carecen de toda perspectiva estratégica. Por el contrario, la brusquedad de los cambios políticos, impone la necesidad (urgente) de dar pasos en la discusión sobre cómo construir un fuerte partido revolucionario de la clase trabajadora a partir de las victorias parciales que implican la conquista de disputados nacionales o provinciales. 

Sindicalismo y pacifismo

A tono con lo anteriormente señalado, un peligro se cierne sobre la izquierda: extender el ciclo vital de la década kirchnerista, década que fue relativamente pobre desde el punto de vista de las convulsiones sociales. El catastrofismo en el análisis y el pacifismo en la perspectiva política general pueden ir de la mano perfectamente. Pero el fin de ciclo es el origen de los giros bruscos y la garantía de la continuidad de éstos. Ese es el escenario que hay que vislumbrar, no el de la simple “política parlamentaria”.
En ese sentido, la negativa de delimitarse tajantemente de los motines de las fuerzas represivas (o incluso a brindarles apoyo como llegó a hacer IS) implica dejar de lado la preparación estratégica para enfrentar a las fuerzas represivas. Cualquier definición que no le indique, claramente, a la clase trabajadora que el conjunto del aparato policial es su enemigo, oculta que su disolución sólo vendrá producto del enfrentamiento agudo entre las masas en lucha y las fuerzas represivas. La experiencia histórica demuestra que sólo así puede quebrarse, de manera abierta, la “cadena de mando”, cuando las masas demuestran estar dispuestas a entregar “hasta la última gota de su sangre” (Trotsky).
El fetichismo de la lucha sindical -lo que hemos visto en estos días por gran parte de la izquierda- igualando el reclamo salarial de la policía con el reclamo del resto de los trabajadores, alienta un pacifismo abierto, donde la perspectiva de choques con las fuerzas represivas desaparece. El sindicalismo extremo (que sólo ve condiciones económicas y no problemas políticos) anula la perspectiva de la organización consciente de la clase trabajadora para su autodefensa.
A 12 años de la Jornadas revolucionarias que tiraron a De la Rúa la necesidad de volver una y otra vez a las discusiones de estrategia sigue planteada. La "venganza de Juan B. Justo" (ver acá) no dejar de acechar.

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