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jueves, 16 de julio de 2020

Enrique Raab y la magia de la crónica





Escribir por escribir. Para libertar tensión, para soltar amarras. Para volver a sentir el teclado en los dedos sin las arduas imposiciones diarias que los ubican en ese lugar. A cada momento. Escribir para hacer catarsis. Para olvidar. Para seguir recordando.

Tomarse 20 días para caminar las calles y callejuelas de Portugal. Para oler sus olores, saborear sus comidas, mirar a los ojos de quienes pasan caminando o simplemente corriendo.

Enrique Raab escriba sobre Portugal. La belleza está en las palabras y las imágenes. La magia de la crónica está en lograr un efecto visual. Palabras convertidas en imágenes. Fotogramas de realidad sucediéndose en cada renglón hasta formar una idea compacta. Un párrafo tras otro transmitiendo colores, olores y sensaciones. La magia de la crónica es poder ver y sentir aquello que, por definición, solo puede ser leído.

Raab escribe como un militante. Como el político que es. Como el hombre que mira los días desde la óptica del cambio y la revolución. Qué es lo que se vive en Portugal. Por eso sus palabras se encadenan al nerviosismo que vive el país. Por eso pueden hundirse en la historia del Portugal contemporáneo (de su contemporaneidad, no de la nuestra) y relatar en detalle los múltiples intentos de derrocar la larga y dura dictadura de Salazar.

Esa mirada se posa sobre los hombros y las cabezas de los miles de militantes que inundan actos y estadios, que gritan consignas. Que las repiten en tono formal y anquilosado o agitando a los cuatro vientos. Y en esos gritos y cantos nadan programas, perspectivas, políticas. Raab las distingue, las presenta al lector. Las hace balbucear palabras pero dejarse entender.

La magia de la crónica está en saber caminar aquellas calles y callejuelas. En entender la tristeza portuguesa. En pretender explicarla, desafiando los sentidos comunes que cruzan Europa de punta a punta.

John Berger, preguntándose por las razones de los relatos, dijo una vez: “A veces parece que el relato tenga una voluntad propia, la voluntad de ser repetido, de encontrar un oído, un compañero. Como los camellos cruzan el desierto, así los relatos cruzan la soledad de la vida, ofreciendo hospitalidad al oyente, o buscándola. Lo contrario de un relato no es el silencio o la meditación, sino el olvido”.

Desde el tiempo marchito hace cuatro décadas, el relato raabiano (si se nos permite el término) vino corriendo a buscarme. Y me encontró leyéndolo feliz, con frío, en el sillón del living.


domingo, 23 de febrero de 2020

El peso de las palabras




¿Las palabras tienen peso? Y sí es así. ¿cómo las afecta la ley de gravedad? Imposible saberlo. Porqué en todo caso el peso de las palabras se desplaza en el tiempo. Se mueve en imaginarias e intangibles balanzas, que se cargan a cuesta de las muchas conciencias existentes. En última instancia, el peso de las palabras es completamente subjetivo. Sería imposible ponerse de acuerdo entre dos personas acerca del significado de las palabras “te amo”. Incluso si esas dos personas efectivamente se amaran (lo cuál abriría el debate sobre qué es el amor). Te y Amo serían dos cosas radicalmente distintas. Posiblemente hasta opuestas, partiendo de que no existen oposiciones que no tengan, a la vez, un punto de contacto, un lugar de soldadura desde el que se abren en abanico.

Ese peso, al determinarse de manera subjetiva, se vuelve inestable, etéreo, frágil. Tan maleable como las interpretaciones mismas. Vara de lo imposible, registro de lo inexistente o lo inasible.

Entonces. ¿para que decimos lo que decimos? Cuando volcamos palabras al universo de aire, ruido y olor que nos rodea. Cuando enunciamos aquello que ya hace rato circula de neurona en neurona, caminando a velocidad hacia nuestros labios y lengua, luego de haber subido por la laringe.

Las palabras pesan por partida doble. Comunicación no es lo que uno dice sino lo que el otro entiende (algo que enseñaban en Comunicación de Córdoba). Falso de toda falsedad. Comunicación son las dos cosas. Son dos necesidades enfrentadas. Son dos medidas para pesar el peso de las palabras. Allí donde hablo digo algo que pesa en mi conciencia, en mi ser, en mis sentimientos. Allí donde escucho calibro las mismas variables. Escucho y leo pesando el peso de las palabras. Aquellas que informan, aquellas que alagan, aquellas que insultan.

Debería haber terminado Las palabras y las cosas. Posiblemente tendría en la punta de los dedos algunas palabras más para agregar peso en este breve escrito.


jueves, 3 de agosto de 2017

Hay muchas maneras de equivocarse...



Hay muchas maneras de equivocarse. Una es, simplemente, ser hombre. No hombre en el sentido genérico (cuestionable) de “humanidad”. Sino hombre en el sentido de “macho”. Se puede decir que no es una “equivocación” en el sentido estricto del término y no se faltará a la verdad.

Se puede decir que es una determinación social y tampoco se faltará a la verdad. Pero la verdad es más que pura sociología. Muchas veces. Otra es simple determinación. La noche que la botella de cerveza se estrelló contra las vías de ese tren abandonado, no hubo determinación sino decisión.

La noche en que los vidrios estallaron violentamente contra los pedazos de metal que hacía años no servían más que para acumular herrumbre no había nada que pudiera justificar ese accionar, salvo el simple hecho (no tan simple) de ser macho. Simplemente había que demostrar que uno podía hacer que ese vidrio compacto estallara. Ahí estaba el poder, perdonando y apropiándose de Foucault.

Esa noche, como ocurre cuando uno es hombre, hubo una equivocación.


Esta noche, llegando a Mitre y Boulogne Sur Mer, me acordé de cuando fui un boludo y de cuando fui un imbécil. 

viernes, 19 de mayo de 2017

Un libro perdido en el mar de los libros futuros

“Una de las aspiraciones de Macedonio era convertirse en inédito. Borrar sus huellas, ser leído como se lee a un desconocido, sin previo aviso. Varias veces insinuó que estaba escribiendo un libro del que nadie iba a conocer nunca una página. En su testamento decidió que el libro se publicara en secreto, hacia 1980. Nadie debía saber que ese libro era suyo. En principio había pensado que se publicara como un libro anónimo. Después pensó que debía publicarse con el nombre de un escritor conocido. Atribuir su libro a otro: el plagio al revés. Ser leído como si uno fuera ese escritor. Por fin decidió usar un pseudónimo que nadie pudiera identificar. El libro debía publicarse en secreto. Le gustaba la idea de trabajar en un libro pensado para pasar inadvertido. Un libro perdido en el mar de los libros futuros. La obra maestra voluntariamente desconocida. Cifrada y escondida en el porvenir, como una adivinanza lanzada a la historia. La verdadera legibilidad siempre es póstuma”. (Ricardo Piglia, Prisión perpetua). 

miércoles, 10 de febrero de 2016

Los Censores (Luisa Valenzuela)




¡Pobre Juan! Aquel día lo agarraron con la guardia baja y no pudo darse cuenta de que lo que él creyó ser un guiño de la suerte era en cambio un maldito llamado de la fatalidad. Esas cosas pasan en cuanto uno descuida, y así como me oyen uno se descuida tan pero tan a menudo. Juancito dejó que se le viera encima la alegría --sentimiento por demás perturbador -- cuando por un conducto inconfesable le llegó la nueva dirección de Mariana, ahora en París, y pudo creeer así que ella no lo había olvidado. Entonces se sentó ante la mesa sin pensarlo dos veces y escribió una carta. La carta. Esa misma que ahora le impide concentrarse en su trabajo durante el día y no lo deja dormir cuando llega la noche (¿qué habrá puesto en esa carta, qué habrá quedado adherido a esa hoja de papel que le envió a Mariana?).

Juan sabe que no va a haber problema con el texto, que el texto es irreprochable, inocuo. Pero ¿y lo otro? Sabe también que a las cartas las auscultan, las huelen, las palpan, las leen entre líneas y en sus menores signos de puntuación, hasta en las manchitas involuntarias. Sabe que las cartas pasan de mano en mano por las vastas oficinas de censura, que son sometidas a todo tipo de pruebas y pocas son por fin las que pasan los exámenes y pueden continuar camino. Es por lo general cuestión de meses, de años si la cosa se complica, largo tiempo durante el cual está en suspenso la libertad y hasta quizá la vida no sólo del remitente sino también del destinatario. Y eso es lo que lo tiene sumido a nuestro Juan en la más profunda de las desolaciones: la idea de que a Mariana, en París, llegue a sucederle algo por culpa de él. Nada menos que a Mariana que debe de sentirse tan segura, tan tranquila allí donde siempre soñó vivir. Pero él sabe que los Comandos Secretos de Censura actuan en todas partes del mundo y gozan de un importante descuento en el transporte aéreo; por lo tanto nada les impide llegarse hasta el oscuro barrio de País, secuestrar a Mariana y volver a casita convencidos de a su noble misión en esta tierra.

Entonces hay que ganarles de mano, entonces hay que hacer lo que hacen todos: tratar ese sabotear el mecanismo, de ponerle en los engranajes unos granos de arena, es decir ir a las fuentes del problema para tratar ele contenerlo.

Fue con ese sano propósito con que Juan, como tantos, se postuló para censor. No por vocación como unos pocos ni por carencia de trabajo como otros, no. Se postuló simplemente para tratar de interceptar su propia carta, idea para nada novedosa pero consoladora. Y lo incorporaron de inmediato porque cada día hacen falta más censores y no es cuestión de andarse con melindres pidiendo antecedentes.

En los altos mandos de la Censura no poían ignorar el motivo secreto que tendría más de uno para querer ingresar a la repartición, pero tampoco estaban en condiciones de ponerse demasiado estrictos y total ¿para qué? Sabían lo difícil que les iba a resultar a esos pobres incautos detectar la carta que buscaban y, en el supuesto caso de logrlo, ¿qué importancia podían tener una o dos cartas que pasan la barrera frente a todas las otras que el nuevo censor frenaría en pleno vuelo? Fue así como no sin ciertas esperanzas nuestro Juan pudo ingresar en el Departamento de Censura del Ministerio de Comunicaciones.

El edificio, visto desde fuera, tenía un aire festivo a causa de los vidrios ahumados que reflejaban el cielo, aire en total discordancia con el ambiente austero que imperaba dentro. Y poco a poco Juan fue habituándose al clima de concentración que el nuevo trabajo requería, y el saber que estaba haciendo todo lo posible por su carta--es decir por Mariana--le evitaba ansiedades. Ni siquiera se preocupó cuando, el primer mes, lo destinaron a la sección K, donde con infinitas precauciones se abren los sobres para comprobar que no encierran explosivo alguno.

Cierto es que a un compañero, al tercer día, una Carta le voló la mano derecha y le desfiguró la cara, pero el jefe de sección alegó que había sido mera imprudencia por parte del damnificado y Juan y los demás empleados pudieron seguir trabajando como antes aunque bastante mis inquietos. Otro compañero intentó a la hora de salida organizar una huelga para pedir aumento de sueldo por trabajo insalubre pero Juan no se adhirió y después de pensar un rato fue a denunciarlo ante la autoridad para intentar así ganarse un ascenso.

Una vez no crea hábito, se dijo al salir del despacho del jefe, y cuando lo pasaron a la sección J donde se despliegan las cartas con infinitas precauciones para comprobar si encierran polvillos venenosos, sintió que había escalado un peldaño y que por lo tanto podía volver a su sana costumbre de no inmiscuirse en asuntos ajenos.
De la J, gracias a sus méritos, escaló rápidamente posiciones hasta la sección E donde ya el trabajo se hacía más interesante pues se iniciaba la lectura y el análisis del contenido de las cartas. En dicha sección hasta podía abrigar esperanzas de echarle mano a su propia misiva dirigida a Mariana que, a juzgar por el tiempo transcurrido, debería de andar más o menos a esta altura después de una larguísima procesión por otras dependencias.

Poco a poco empezaron a llegar días cuando su trabajo se fue tornando de tal modo absorbente que por momentos se le borraba la noble misión que lo había llevado hasta las oficinas. Días de pasarle tinta roja a largos párrafos, de echr sin piedad muchas cartas al canasto de las condenados. Días de horror ante las formas sutiles y sibilinas que encontraba la gente para transmitirse mensajes subversivos, días de una intuición tan aguzada que tras un simple "el tiempo se han vuelto inestable" o "los precios siguen por las nubes" detectaba la mano algo vacilante de aquel cuya intención secreta era derrocar al Gobierno.

Tanto celo de su parte le valío un rápido ascenso. No sabemos si lo hizo muy feliz. En la sección B la cantidad de cartas que le llegaba a diario era mínima--muy contadas franqueaban las anteriores barreras-- pero en compensación había que leerlas tantas veces, pasarlas bajo la lupa, buscar micropuntos con el microscopio electrónico y afinar tanto el olfato que al volver a su casa por las noches se sentía agotado. Sólo atinaba a recalentarse una sopita, comer alguna fruta y ya se echaba a dormir con la satisfacción del deber cumplido. La que se inquietaba, eso sí, era su santa madre que trataba sin éxito de reencauzarlo por el buen camino. Le decía, aunque no fuera necesariamente cierto: Te llamó Lola, dice que está con las chicas en el bar, que te extrañan, que te esperan. Pero juan no quería saber nada de excesos: todas las distracciones podían hacerle perder la acuidad de sus sentidos y él los necesitaba alertas, agudos, atentos, afinados, para ser perfecto censor y detectar el engaño. La suya era una verdadera labor patria. Abnegada y sublime.


Su canasto de cartas condenadas pronto pasó a ser el más nutrido pero también el más sutil de todo el Departamento de Censura. Estaba a punto ya de sentirse orgulloso de sí mismo, estaba a punto de saber que por fin había encontrado su verdadera senda, cuando llegó a sus manos su propia carta dirigida a Mariana. Como es natural, la condenó sin asco. Como también es natural, no pudo impedir que lo fusilaran al alba, una víctima más de su devoción por el trabajo.

domingo, 11 de octubre de 2015

Rozenmacher y La Casa Tomada (Ricardo Piglia)



Leyendo el muy buen libro de Carlos Gamerro nos encontramos con la cita de un artículo de Ricardo Piglia. Como (casi) no podía ser de otra manera, lo que está en el centro del análisis es el peronismo. 


Aquí abajo el artículo completo, encabezando el cuento Cabecita negra de Germán Rozenmacher: 



https://es.scribd.com/doc/190979270/Rozenmacher-y-La-Casa-Tomada-Piglia

martes, 22 de septiembre de 2015

La pornogauchesca que no fue



"Si nos guiamos por la gauchesca, lo gauchos no cogen: bailan un pericón, y ya la china quedó preñada. Este pudor, claro está, es el de los señores victorianos que escribían, no de los modelos "reales" de sus personajes". 

"el poema de Hernández es sin duda más pudoroso que una novela victoriana"

Carlos Gamerro, Facundo o Martín Fierro. Los libros que inventaron la Argentina.  

EC

sábado, 29 de agosto de 2015

El dedo de Ramiro





Ramiro no paraba de mirarse el dedo. Le dolía. Por más que intentara usarlo de otra manera, que cambiara la mano de lugar, no había caso. Dolía.  

No sabía cómo se había cortado. Posiblemente fuera la sequedad de la piel. A lo mejor fue cuando estaba lijando. A lo mejor solo se cortó y no sabía cómo. La cuestión es que Ramiro miraba el dedo mientras se bañaba. El jabón le hacía arder. Era una cosa incómoda. No podía no bañarse ese día. Tenía que ir a esa reunión y hacía dos días que no pasaba bajo el agua. 

-Ojalá pudiera sacarme el dedo- pensó. Así no ardería. Sus pensamientos le parecieron absurdos, pero lógicos. Si se podía sacar el dedo mientras se bañaba, el dolor desaparecía.

“Sacarse el dedo”. Como se le podía ocurrir semejante pavada. Sin embargo no pudo reprimirse. Aunque le parecía profundamente ilógico se tomó del dedo. Uso casi toda la otra mano. Agarró el dedo pulgar rodeándolo con la mano derecha e hizo fuerza en sentido horario. O por lo menos él creía que era horario. Siempre había tenido problemas con eso. ¿Qué era horario y qué anti horario? Era algo que le molestaba mucho pensarlo. Cuando tenía que decidir, se imaginaba un reloj de pared. Miraba una pared imaginaria y pensaba en las agujas del reloj girando lentamente. Siempre giraban más lento de lo que él necesitaba para saber cuál era el sentido por el que se interrogaba. Se impacientaba. Puteaba al reloj. Puteaba algo que no existía. Pero puteaba. 

Cuando por fin logró que en su cerebro se procesara como era cada sentido (horario o el otro más difícil de decir) había olvidado porqué lo estaba pensando.
Recordó el pulgar. Le volvía a doler. Debía haber vuelto a entrar jabón. Lo siguió girando. Extrañamente el dedo giraba. Se movía. 

Cuando dio la primera vuelta entera se asustó. ¿No tendrían que haber crujido los huesos? ¿No debería haber llegado un insondable dolor? Pero el dedo seguía girando. Dio dos vueltas. De golpe parecía como si el dedo fuera más largo. En realidad había empezado a separarse de la base de la mano. 

Entre el dedo y la mano había como una especie de rosca. Cuanto más giraba el dedo más se agigantaba el espacio entre las dos cosas. Volvió a girarlo y ya casi había un centímetro de rosca. De golpe, el dedo cedió. Se quedó, literalmente, con su pulgar izquierdo en la mano. 

Lo examinó. Era su propio dedo. Era piel y carne. No sangraba. En la mano la había quedado el resto de los dedos y una rosca. Lo dejó cuidadosamente en un costado de la bañera. Atrás del frasco de shampoo. Tomó otro dedo. Eligió el meñique para no afectar a los más importantes. Lo giró. Y el dedo empezó a moverse. No hizo fuerza. Solo giraba y giraba y el dedo iba saliendo. A diferencia del primer dedo, en este caso no interrumpió el proceso. Se quedó con su meñique izquierdo en su mano derecha en menos de un minuto.
Una sensación de pavor le recorrió el cuerpo. ¿Cómo podía ocurrir? ¿Acaso todos los seres humanos eran iguales? Sentía la necesidad de decírselo a alguien. Pero en su casa no había nadie. Todos estaban trabajando. Faltaban dos horas como mínimo para que llegara alguien.

¿Y si llamaba a un amigo? “Vení, te muestro que me puedo desenroscar los dedos”. “Dejá de romper las pelotas” sería la contestación del otro lado. Esa sería la más amable. Seguramente se desataría  una andanada de críticas. “Otra vez estás del orto a la diez de la mañana”. “No fumé nada, lo juro” sería la respuesta. 

Tomó su brazo izquierdo con la mano derecha. Empezó a hacer fuerza en una dirección. Primero le dolió. Estuvo a punto de dejar de hacerlo pero el brazo empezó a ceder. Primero lentamente, luego con más velocidad. A los pocos minutos tenía su brazo izquierdo en la mano derecha. 

Lo miraba y se miraba el hombro. No había sangre. Solo una rosca. “No soy humano” pensó. “No estoy sangrando”. Recordó que de chico sangraba cuando se lastimaba. Hace minutos nomás se había quejado del dedo lastimado. Y ahora tenía un brazo en la mano. 

Debería haber cerrado la ducha. 

Se sentó en el borde de la bañera. Agarró la pierna izquierda con el único brazo que le quedaba. La pierna también giraba. Fue difícil el movimiento en este caso. La pierna describía un amplio círculo cuando giraba. A lo mejor debería haber doblado la rodilla. Ya era tarde. La pierna quedó estirada y cuando la giraba daba una vuelta enorme. Era más difícil que con el brazo. Pero se la sacó. Ahora en el piso de la bañera estaban su brazo y su pierna izquierda. Además del dedo.  

“Paro con esto” pensó. “Me fui a la mierda” se dijo a sí mismo en una suerte de consejo. Pero la curiosidad lo mataba. Empezó a sacarse la otra pierna. El mismo problema. Un enorme círculo tras otro en el aire hasta que salió.
Ahora solo tenía un torso y un brazo. Sin puntos de apoyo fue a parar al fondo de la bañera. Puteó. No se lastimó pero puteó. 

En el movimiento, su mano izquierda había ido a parar en el agujero por donde desagotaba la bañera. Se dio cuenta que no sabía cómo se llamaba eso. A veces había escuchado decir que “se había tapado la rejilla” pero no estaba seguro de que fuera ese el nombre correcto. En ese momento, lo único que le preocupaba es que su mano se había atorado en el agujero ese de mierda y el agua empezaba a subir. Intentó correrla con su único brazo pero estaba casi inmovilizado en el fondo de la bañera. 

No tenía brazos ni piernas para hacer fuerza y girar. Tenía que ponerse el otro brazo pero no llegaba a agarrarlo porque había quedado justo debajo de su torso. No había forma de girar ni de agarrar el brazo. Intentaba agarrarse del borde de la bañera con el brazo derecho pero estaba mojado así que resbalaba.
Volvió a putear. “Dedo de mierda”. El dedo no estaba por ningún lado. “¿Se habrá ido por el desagote?”

 El agua subía. El brazo derecho no tenía ya mucha utilidad. Faltaban casi dos horas para que llegara alguien. Todos estaban trabajando. 

EC

jueves, 6 de agosto de 2015

Agosto y nostalgia (o al revés)






Seguramente no le ocurre a todo el mundo o no todo el mundo lo piensa o racionaliza. Posiblemente yo tampoco lo había hecho hasta esta noche y no tiene la menor importancia. En todo caso puede funcionar como una suerte de pausa entre tanto ajetreo político que te impone la, valga la redundancia, política.
Agosto puede ser –junto a diciembre- una suerte de mes emblemático en la vida de una persona. En este caso de esta persona. Agosto es el mes en que me fui a vivir solo a los 19 años. Agosto es el mes en fue asesinado León Trotsky, hecho que, a pesar de no haber vivido –como resulta obvio-, se puede definir como completamente asimilado a la propia vida. No hay 20 de agosto que no considere como un día trascendental. Es la fuerza de las ideas. Agosto es, también, el mes en el que empecé a militar. Un cambio no menor (más bien gigantesco), aunque no tuve la certeza de la magnitud hasta 2 años después.
Pero sobre todo hoy, ahora, Agosto es el mes en que mi vieja cumplía años. Hoy hubiera estado cumpliendo 68 si no se la hubiera llevado un cáncer.
Difícil especular con que podría estar haciendo. A esta altura ya estaba jubilada hace rato y se merecía un descanso después de estar 35 años frente al grado. 


Sí, mi vieja era maestra. Era docente. Y le gustaba su laburo. Le gustaba como la gusta a la enorme mayoría de los y las docentes que conozco. Le gustaba hacer que los chicos entiendan y conozcan. Y como le gustaba le ponía toda la onda. Tengo el recuerdo borroso de los “premios” que le daban en la escuela, onda “mejor compañera”. No es un dato menor. Yo conocí a varias de sus compañeras y no calificaban ni por las tapas para la terna. Evidentemente mi vieja calificaba y con creces. 


Mi vieja nunca fue de izquierda. Radical, como una franja enorme de los cordobeses. No tan gorila como otros pero sí un poquito. Así y todo siempre nos dio una mano. En los tiempos en que en Córdoba empezábamos a poner de pie algo parecido al trotskismo, allá por mediados de los ´90, mi vieja era candidata a todo. Después entraron mis hermanos, cuando cumplieron 18. Armábamos lista con mi familia y un par más. Solo así podías presentarte. Y aparte militaban. A su manera, con su propia “interpretación” de nuestra campaña.

No pude hacerme amigo de mi vieja. Solo los últimos años, cuando ya estaba enferma, pude tener un vínculo más cercano. Una cagada. ¿Podría haberlo evitado? Es una pregunta muy difícil de responder. Somos lo que somos después de nuestros errores y algunos pocos (en mi caso) aprendizajes. Como no existe la posibilidad de volver el tiempo atrás y corregir, tengo que decir que era lo que se podía. 

Supongo que, a más de 700 kilómetros, mis hermanos, como lo hago yo en este momento, la estarán llorando. Supongo que pensarán ¡que mierda que no haya conocido a sus nietos! (uno se llama León, alto nombre!). Yo también lo pienso. Que mierda. A ellos, a Andrea y Roxana, a los pequeños León y Caleb (que de pequeño tiene poco) va dedicado este mini-post. 

EC