Agobiado por la dramática y densa temporalidad del futuro, Marcos Reviglio despertó el 7 de julio de 1987. Había muerto el 3 de agosto de 2134. Se miró las manos encallecidas. Tenían el mismo mustio color que el día que fue desintegrado, dos siglos y pico hacia adelante. Repasó mentalmente sus recuerdos. Intentó entender las razones del viaje, de aquel retorno imposible -y tal vez innecesario- hacia un tiempo que no era ni podía ser el suyo.
Recordó las últimas palabras de su antecesor en el cargo: “No existe el tiempo perfecto. Solo existe el tiempo”. Se incorporó en un lecho que le pareció demasiado duro, demasiado terso, demasiado rústico. Sintió el cuerpo como posiblemente no lo había sentido en aquello que, tiempo adelante, él y otros llamaron “vida”. Su cuerpo era, ahora, su carne. Eran sus huesos y sus músculos sometidos a un mundo donde el clima era una presencia real, no una simple virtualidad, lista a ser delineada por un simple pensamiento. Un simple pensamiento que, en fracción de segundos, definía un entorno pretérito, ajeno, prestado y robado al mismo tiempo.
Ahora, en ese tiempo -pasado y presente a la vez- sentía la presión de sus pies sobre el suelo; intuía (creía sentir) el latido de su corazón; escuchaba su propia respiración, con ese aire prestado que ingresaba y salía rítmicamente, en un ritual que parecía aprendido en cuestión de segundos. Ahí, en esas formas ritualizadas de la corporeidad, estaban miles de años de carga genética, anidados en cada porción de su musculatura; en cada tramo de su piel.
Decidió caminar. Dirigirse, sin sentido, en cualquier dirección. Alejarse de ese cuarto gris en el que había una cama, un colchón manchado y una silla. Abrió la puerta, casi sin esfuerzo. El mecanismo, primitivo a sus ojos, implicaba mover manualmente una manivela hacia abajo. Se encontró frente a lo que intuyó un pasillo: cemento, madera y metal, elementos olvidados por su memoria original. Rescatados, en tanto imagen histórica, en las proyecciones mentales que se destinaban a la labor educativa.
Caminó por ese pasillo. Sintió nuevas sensaciones: se encontró usando sus piernas, un aditamento corporal que no había utilizado en años. Que, posiblemente, no hubiera utilizado la mayor parte de su “vida”.
Halló una escalera. Eligió descender. El final de la escalera le presentó otra puerta. Repitió lo aprendido instantes antes. Una ancha calle se abrió ante sus ojos. Recordó, en ese instante, que tenía ojos. O que, en todo caso, acaba de adquirirlos. En su tiempo, esa temporalidad futura, la idea de una imagen parecía vetusta, precámbrica. Internalizando sensaciones, saberes y placeres, el mundo se contemplaba a sí mismo sin mirarse. Se observaba sin verse.
Abrió los ojos todo lo que pudo. Quería tragar ese mundo perimido.
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