Escribir es una forma de habitar la distancia con nuestros sueños. Ansioso redactor, Edgar Copenhague repasa palabras sobre la hoja. Escribe, borra y vuelve a escribir, repitiendo el milenario rito de delinear líneas y garabatos sobre una superficie. Las ideas se le aparecen en toneladas, apilándose unas sobre otras, caóticamente dispersas, necesitadas por plasmarse en algún soporte, de encontrar alguna cuota de materialidad; deseosas de aferrarse, aunque sea un fragmento ínfimo de tiempo, a algo más que el torrente desordenado que las traslada.
El tiempo se deshace entre sus dedos. Es un hilo que se angosta progresivamente, camino a la desaparición. Es un espectro fantasmal que intenta enlazar el pasado y el presente, sin pensar siquiera en el futuro. Un movimiento vertiginoso entre la nada y el todo, donde el todo es, al mismo tiempo, una parte infinita de la nada. ¿Cómo no encontrar el todo en la nada, si esa nada es la más absoluta de las totalidades? ¿Qué es el mundo si no es nada en movimiento, que representa sino efímeras cuotas de algo: de verdad, de familia, de cielo, de sinusitis, de silencios. Partículas de algo que está más allá y no se ve. De algo que podría ser Dios si Dios existiera. Pero Dios solo puede ser su propia negación.
Digo que el tiempo se escurre entre los dedos, que abandona esta habitación, en intensa e infinita fuga, con destino incierto, en búsqueda de mares helados y salares eternos. Tiempo vagabundo, tiempo en movimiento, tiempo y espacio imbricados. Tiempo de infinita espacialidad.
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