Germán Rozenmacher vivió muy pocos
años. Apenas 35. En 1961, a la edad de 26 años escribió Cabecita Negra,
considerado uno de los cuentos excepcionales de la literatura argentina. Guillermo
Saccomanno, hace algunos años, escribió acá que Cabecita negra “debe leerse en la misma línea que unos
pocos textos ejemplares de nuestra historia literaria. “El matadero”, para
empezar. “Casa tomada”, también. Y contemporáneo a su escritura, “Esa mujer”.
Brecht escribió que un fascista es un pequeño burgués asustado. Y eso es el
señor Lanari, un ferretero próspero que una noche se topa con la chusma, una
piba y un cana que violarán su respetable intimidad de clase media”. La
personalidad de Lanari (si se nos permite el uso de ese concepto a partir de
las pocas páginas de un cuento) está marcada profundamente por los rasgos de
una época definida en términos de la antinomia política y social que implicó el
peronismo. Rozenmacher escribe, claramente, desde los oprimidos y
humillados (como se evidencia en otros cuentos de mismo libro como
Ataúd o Los pájaros salvajes).
Si Cabecita negra es una especie de “respuesta”
a Casa Tomada de Cortázar, si es una “vuelta de tuerca” sobre ese cuento o si sólo reflejan ambos
el mismo trasfondo histórico social o la “estructura
de sentimiento” diría Raymond Williams (algo se puede leer en este
post de Laura Vilches) quedará para otro post. Por ahora, pueden disfrutar el
cuento.
EC
Cabecita
negra
A Raúl Kruschovsky
El señor Lanari no podía dormir. Eran las tres y media de la mañana y fumaba
enfurecido, muerto de frío, acodado en ese balcón del tercer piso, sobre
la calle vacía, temblando, encogido dentro del sobretodo de solapas levantadas.
Después de dar vueltas y vueltas en la cama, de tomar pastillas y de ir
y venir por la casa frenético y rabioso como un león enjaulado, se había
vestido como para salir y hasta se había lustrado los zapatos.
Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos, los nervios tensos, agazapado
escuchando el invisible golpeteo de algún caballo de carro verdulero cruzando
la noche, mientras algún taxi daba vueltas a la manzana con sus faros rompiendo
la neblina, esperando turno para entrar al amueblado de la calle Cangallo,
y un tranvía 63 con las ventanillas pegajosas, opacadas de frío, pasaba
vacío de tanto en tanto, arrastrándose entre las casas de uno o dos a siete
pisos y se perdía, entre los pocos letreros luminosos de los hoteles, que
brillaban mojados, apenas visibles, calle abajo.
Ese insomnio era una desgracia. Mañana estaría resfriado y andaría abombado
como un sonámbulo todo el día. Y además nunca había hecho esa idiotez de
levantarse y vestirse en plena noche de invierno nada más que para quedarse
ahí, fumando en el balcón. ¿A quién se le ocurriría hacer esas cosas? Se
encogió de hombros, angustiado. La noche se había hecho para dormir y se
sentía viviendo a contramano. Solamente él se sentía despierto en medio
del enorme silencio de la ciudad dormida. Un silencio que lo hacía moverse
con cierto sigiloso cuidado, como si pudiera despertar a alguien. Se cuidaría
muy bien de no contárselo a su socio de la ferretería porque lo cargaría
un año entero por esa ocurrencia de lustrarse los zapatos en medio de la
noche. En este país donde uno aprovechaba cualquier oportunidad para joder
a los demás y pasarla bien a costillas ajenas había que tener mucho cuidado
para conservar la dignidad. Si uno se descuidaba lo llevaban por delante,
lo aplastaban como a una cucaracha. Estornudó. Si estuviera su mujer ya
le habría hecho uno de esos tés de yuyos que ella tenía y santo remedio.
Pero suspiró desconsolado. Su mujer y su hijo se habían ido a pasar el fin
de semana a la quinta de Paso del Rey llevándose a la sirvienta así que
estaba solo en la casa. Sin embargo, pensó, no le iban tan mal las cosas.
No podía quejarse de la vida. Su padre había sido un cobrador de la luz,
un inmigrante que se había muerto de hambre sin haber llegado a nada. El
señor Lanari había trabajado como un animal y ahora tenía esa casa del tercer
piso cerca del Congreso, en propiedad horizontal, y hacía pocos meses había
comprado el pequeño Renault que estaba abajo, y había gastado una fortuna
en los hermosos apliques cromados de las portezuelas. La ferretería de la
Avenida de Mayo iba muy bien y ahora tenía también la quinta de fin de semana
donde pasaba las vacaciones. No podía quejarse. Se daba todos los gustos.
Pronto su hijo se recibiría de abogado y seguramente se casaría con alguna
chica distinguida. Claro que había tenido que hacer muchos sacrificios.
En tiempos como éstos, donde los desórdenes políticos eran la rutina, había
estado al borde de la quiebra. Palabra fatal que significaba el escándalo,
la ruina, la pérdida de todo. Había tenido que aplastar muchas cabezas para
sobrevivir porque si no, hubieran hecho lo mismo con él. Así era la vida.
Pero había salido adelante. Además cuando era joven tocaba el violín y no
había cosa que le gustase más en el mundo. Pero vio por delante un porvenir
dudoso y sombrío lleno de humillaciones y miseria y tuvo miedo. Pensó que
se debía a sus semejantes, a su familia, que en la vida uno no podía hacer
todo lo que quería, que tenía que seguir el camino recto, el camino debido
y que no debía fracasar. Y entonces todo lo que había hecho en la vida había
sido para que lo llamaran “señor”. Y entonces juntó dinero y puso una ferretería.
Se vivía una sola vez y no le había ido tan mal. No señor. Ahí afuera, en
la calle, podían estar matándose. Pero él tenía esa casa, su refugio, donde
era el dueño, donde se podía vivir en paz, donde todo estaba en su lugar,
donde lo respetaban. Lo único que lo desesperaba era ese insomnio. Dieron
las cuatro de la mañana. La niebla era espesa. Un silencio pesado había
caído sobre Buenos Aires. Ni un ruido. Todo en calma. Hasta el señor Lanari
tratando de no despertar a nadie, fumaba, adormeciéndose.
De pronto una mujer gritó en la noche. De golpe. Una mujer aullaba a todo
lo que daba como una perra salvaje y pedía socorro sin palabras, gritaba
en la neblina, llamaba a alguien, gritaba en la neblina, llamaba a alguien,
a cualquiera. El señor Lanari dio un respingo, y se estremeció, asustado.
La mujer aullaba de dolor en la neblina y parecía golpearlo con sus gritos
como un puñetazo. El señor Lanari quiso hacerla callar, era de noche, podía
despertar a alguien, había que hablar más bajo. Se hizo un silencio. Y de
pronto gritó de nuevo, reventando el silencio y la calma y el orden, haciendo
escándalo y pidiendo socorro con su aullido visceral de carne y sangre,
anterior a las palabras, casi un vagido de niña, desesperado y solo.
El viento siguió soplando. Nadie despertó. Nadie se dio por enterado. Entonces
el señor Lanari bajó a la calle y fue en la niebla, a tientas, hasta la
esquina. Y allí la vio. Nada más que una cebecita negra sentada en el umbral
del hotel que tenía el letrero luminoso “Para Damas” en la puerta, despatarrada
y borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida
y sola y perdida, y las piernas abiertas bajo la pollera sucia de grandes
flores chillonas y rojas y la cabeza sobre el pecho y una botella de cerveza
bajo el brazo.
—Quiero ir a casa, mamá —lloraba—. Quiero cien pesos para el tren para irme
a casa.
Era una china que podía ser su sirvienta sentada en el último escalón de
la estrecha escalera de madera en un chorro de luz amarilla.
El señor Lanari sintió una vaga ternura, una vaga piedad, se dijo que así
eran estos negros, qué se iba a hacer, la vida era dura, sonrió, sacó cien
pesos y se los puso arrollados en el gollete de la botella pensando vagamente
en la caridad. Se sintió satisfecho. Se quedó mirándola, con las manos en
los bolsillos, despreciándola despacio.
—¿Qué están haciendo ahí ustedes dos? —la voz era dura y malévola. Antes
de que se diera vuelta ya sintió una mano sobre su hombro.
—A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría. Por alterar el orden en la vía
pública.
El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad
al vigilante.
—Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman
y hacen barullo y no dejan dormir a la gente.
Entonces se dio cuenta de que el vigilante también era bastante morochito
pero ya era tarde. Quiso empezar a contar su historia.
—Viejo baboso —dijo el vigilante mirando con odio al hombrecito despectivo,
seguro y sobrador que tenía adelante—. Hacete el gil ahora.
El voseo golpeó al señor Lanari como un puñetazo.
—Vamos. En cana.
El señor Lanari parpadeaba sin comprender. De pronto reaccionó violentamente
y le gritó al policía.
—Cuidado señor, mucho cuidado. Esta arbitrariedad le puede costar muy cara.
¿Usted sabe con quién está hablado? —Había dicho eso como quien pega un
tiro en el vacío. El señor Lanari no tenía ningún comisario amigo.
—Andá, viejito verde andá, ¿te creés que no me di cuenta que la largaste
dura y ahora te querés lavar las manos? —dijo el vigilante y lo agarró por
la solapa levantando a la negra que ya había dejado de llorar y que dejaba
hacer, cansada, ausente y callada mirando simplemente todo. El señor Lanari
temblaba. Estaban todos locos. ¿Qué tenía que ver él con todo eso? Y además
¿qué pasaría si fuera a la comisaría y aclarara todo y entonces no le creyeran
y se complicaran más las cosas? Nunca había pisado una comisaría. Toda su
vida había hecho lo posible para no pisar una comisaría. Era un hombre decente.
Ese insomnio había tenido la culpa. Y no había ninguna garantía de que la
policía aclarase todo. Pasaban cosas muy extrañas en los últimos tiempos.
Ni siquiera en la policía se podía confiar. No. A la comisaría no. Sería
una vergüenza inútil.
—Vea agente. Yo no tengo nada que ver con esta mujer —dijo señalándola.
Sintió que el vigilante dudaba. Quiso decirle que ahí estaban ellos dos,
del lado de la ley y esa negra estúpida que se quedaba callada, para peor,
era la única culpable.
De pronto se acercó al agente que era una cabeza más alto que él, y que
lo miraba de costado, con desprecio, con duros ojos salvajes, inyectados
y malignos, bestiales, con grandes bigotes de morsa. Un animal. Otro cabecita
negra.
—Señor agente — le dijo en tono confidencial y bajo como para que la otra
no escuchara, parada ahí, con la botella vacía como una muñeca, acunándola
entre los brazos, cabeceando, ausente como si estuviera tan aplastada que
ya nada le importaba.
—Vengan a mi casa, señor agente. Tengo un coñac de primera. Va a ver que
todo lo que le digo es cierto —y sacó una tarjeta personal y los documentos
y se los mostró—. Vivo ahí al lado —gimió casi, manso y casi adulón, quejumbroso,
sabiendo que estaba en manos del otro sin tener ni siquiera un diputado
para que sacara la cara por él y lo defendiera. Era mejor amansarlo, hasta
darle plata y convencerlo para que lo dejara de embromar.
El agente miró el reloj y de pronto, casi alegremente, como si el señor
Lanari le hubiera propuesto una gran idea, lo tomó a él por un brazo y a
la negrita por otro y casi amistosamente se fue con ellos. Cuando llegaron
al departamento el señor Lanari prendió todas las luces y le mostró la casa
a las visitas. La negra apenas vio la cama matrimonial se tiró y se quedó
profundamente dormida.
Qué espantoso, pensó, si justo ahora llegaba gente, su hijo o sus parientes
o cualquiera, y lo vieran ahí, con esos negros, al margen de todo, como
metidos en la misma oscura cosa viscosamente sucia; sería un escándalo,
lo más horrible del mundo, un escándalo, y nadie le creería su explicación
y quedaría repudiado, como culpable de una oscura culpa, y yo no hice nada
mientras hacía eso tan desusado, ahí a las 4 de la madrugada, porque la
noche se había hecho para dormir y estaba atrapado por esos negros, él,
que era una persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado
por la locura, en su propia casa.
—Dame café — dijo el policía y en ese momento el señor Lanari sintió que
lo estaban humillando. Toda su vida había trabajado para tener eso, para
que no lo atropellaran y así, de repente, ese hombre, un cualquiera, un
vigilante de mala muerte, lo trataba de che, le gritaba, lo ofendía. Y lo
que era peor, vio en sus ojos un odio tan frío, tan inhumano, que ya no
supo qué hacer. De pronto pensó que lo mejor sería ir a la comisaría porque
aquel hombre podría ser un asesino disfrazado de policía que había venido
a robarlo y matarlo y sacarle todas las cosas que había conseguido en años
y años de duro trabajo, todas sus posesiones, y encima humillarlo y escupirlo.
Y la mujer estaba en toda la trampa como carnada. Se encogió de hombros.
No entendía nada. Le sirvió café. Después lo llevó a conocer la biblioteca.
Sentía algo presagiante, que se cernía, que se venía. Una amenaza espantosa
que no sabía cuándo se le desplomaría encima ni cómo detenerla. El señor
Lanari, sin saber por qué, le mostró la biblioteca abarrotada con los mejores
libros. Nunca había podido hacer tiempo para leerlos pero estaban allí.
El señor Lanari tenía cultura. Había terminado el colegio nacional y tenía
toda la historia de Mitre encuadernada en cuero. Aunque no había podido
estudiar violín tenía un hermoso tocadiscos y allí, posesión suya, cuando
quería, la mejor música del mundo se hacía presente.
Hubiera querido sentarse amigablemente y conversar de libros con el hombre.
Pero ¿de qué libros podría hablar con ese negro? Con la otra durmiendo en
su cama y ese hombre ahí frente suyo, como burlándose, sentía un oscuro
malestar que le iba creciendo, una inquietud sofocante. De golpe se sorprendió
de que justo ahora quisiera hablar de libros y con ese tipo. El policía
se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se abrió la campera y se puso
a tomar despacio.
El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna
vez las patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo mismo. La
misma vejación, la misma rabia. Hubiera querido que estuviera ahí su hijo.
No tanto para defenderse de aquellos negros que ahora se le habían despatarrado
en su propia casa, sino para enfrentar todo eso que no tenía ni pies ni
cabeza y sentirse junto a un ser humano, una persona civilizada. Era como
si de pronto esos salvajes hubieran invadido su casa. Sintió que deliraba
y divagaba y sudaba y que la cabeza le estaba por estallar. Todo estaba
al revés. Esa china que podía ser su sirvienta en su cama y ese hombre del
que ni siquiera sabía a ciencia cierta si era un policía, ahí, tomando su
coñac. La casa estaba tomada.
—Qué le hiciste — dijo al fin el negro.
—Señor, mida sus palabras. Yo lo trato con la mayor consideración. Así que
haga el favor de ... —el policía o lo que fuera lo agarró de las solapas
y le dio un puñetazo en la nariz. Anonadado, el señor Lanari sintió cómo
le corría la sangre por el labio. Bajó los ojos. Lloraba. ¿Por qué le estaba
haciendo eso? ¿Qué cuentas le pedían? Dos desconocidos en la noche entraban
en su casa y le pedían cuentas por algo que no entendía y todo era un manicomio.
—Es mi hermana. Y vos la arruinaste. Por tu culpa, ella se vino a trabajar
como muchacha, una chica, una chiquilina, y entonces todos creen que pueden
llevársela por delante. Cualquiera se cree vivo ¿eh? Pero hoy apareciste,
porquería, apareciste justo y me las vas a pagar todas juntas. Quién iba
a decirlo, todo un señor...
El señor Lanari no dijo nada y corrió al dormitorio y empezó a sacudir a
la chica desesperadamente. La chica abrió los ojos, se encogió de hombros,
se dio vuelta y siguió durmiendo. El otro empezó a golpearlo, a patearlo
en la boca del estómago, mientras el señor Lanari decía no, con la cabeza
y dejaba hacer, anonadado, y entonces fue cuando la chica despertó y lo
miró y le dijo al hermano:
—Este no es, José. — Lo dijo con una voz seca, inexpresiva, cansada, pero
definitiva. Vagamente el señor Lanari vio la cara atontada, despavorida,
humillada del otro y vio que se detenía bruscamente y vio que la mujer se
levantaba, con pesadez, y por fin, sintió que algo tontamente le decía adentro
“Por fin se me va este maldito insomnio” y se quedó bien dormido. Cuando
despertó, el sol estaba tan alto y le dio en los ojos, encegueciéndolo.
Todo en la pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le dolía terriblemente
la boca del estómago. Sintió un vértigo, sintió que estaba a punto de volverse
loco y cerró los ojos para no girar en un torbellino. De pronto se precipitó
a revisar los cajones, todos los bolsillos, bajó al garaje a ver si el auto
estaba todavía, y jadeaba, desesperado a ver si no le faltaba nada. ¿Qué
hacer?, a quién recurrir? Podría ir a la comisaría, denunciar todo, pero
¿denunciar qué? ¿Todo había pasado de veras? “Tranquilo, tranquilo, aquí
no ha pasado nada”, trataba de decirse pero era inútil: le dolía la boca
del estómago y todo estaba patas para arriba y la puerta de calle abierta.
Tragaba saliva. Algo había sido violado. “La chusma, dijo para tranquilizarse,
”hay que aplastarlo, aplastarlo”, dijo para tranquilizarse. “La fuerza pública”,
dijo, “tenemos toda la fuerza pública y el ejército”, dijo para tranquilizarse.
Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás
estaría seguro de nada. De nada.