Mostrando entradas con la etiqueta Nación. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Nación. Mostrar todas las entradas

lunes, 1 de diciembre de 2014

Las “corpos” que vos matasteis gozan de buena salud (editorial de editoriales en La Izquierda Diario)

Las “Corpos” más vivas que nunca. Una batalla contra la justicia que carece de épica. Una casta política que lucha entre sí mientras sigue viviendo como empresarios. Bergoglio, Verbitsky y un debate en la izquierda kirchnerista que no cesa. Un nuevo silencio: el debate sobre la situación de las personas trans.

 

Sebastián Quijano


La batalla judicial
A esta altura de la década “ganada” resulta necesario hacer una contabilidad más fina. A pesar de la sumatoria de discursos contra las corporaciones, éstas mantienen su poder. La Corpo judicial copa el escenario político. El enemigo de turno es el juez Bonadío. Pero el ataque va más allá (completo acá)

sábado, 3 de agosto de 2013

Cabecita negra. Germán Rozenmacher

Germán Rozenmacher vivió muy pocos años. Apenas 35. En 1961, a la edad de 26 años escribió Cabecita Negra, considerado uno de los cuentos excepcionales de la literatura argentina. Guillermo Saccomanno, hace algunos años, escribió acá que Cabecita negra “debe leerse en la misma línea que unos pocos textos ejemplares de nuestra historia literaria. “El matadero”, para empezar. “Casa tomada”, también. Y contemporáneo a su escritura, “Esa mujer”. Brecht escribió que un fascista es un pequeño burgués asustado. Y eso es el señor Lanari, un ferretero próspero que una noche se topa con la chusma, una piba y un cana que violarán su respetable intimidad de clase media”. La personalidad de Lanari (si se nos permite el uso de ese concepto a partir de las pocas páginas de un cuento) está marcada profundamente por los rasgos de una época definida en términos de la antinomia política y social que implicó el peronismo. Rozenmacher escribe, claramente, desde los oprimidos y humillados (como se evidencia en otros cuentos de mismo libro como Ataúd o Los pájaros salvajes). 
Si Cabecita negra es una especie de “respuesta” a Casa Tomada de Cortázar, si es una “vuelta de tuerca” sobre ese cuento o si sólo reflejan ambos el mismo trasfondo histórico social o la “estructura de sentimiento” diría Raymond Williams (algo se puede leer en este post de Laura Vilches) quedará para otro post. Por ahora, pueden disfrutar el cuento. 

EC 



Cabecita negra

A Raúl Kruschovsky

El señor Lanari no podía dormir. Eran las tres y media de la mañana y fumaba enfurecido, muerto de frío, acodado en ese balcón del tercer piso, sobre la calle vacía, temblando, encogido dentro del sobretodo de solapas levantadas. Después de dar vueltas y vueltas en la cama, de tomar pastillas y de ir y venir por la casa frenético y rabioso como un león enjaulado, se había vestido como para salir y hasta se había lustrado los zapatos.

Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos, los nervios tensos, agazapado escuchando el invisible golpeteo de algún caballo de carro verdulero cruzando la noche, mientras algún taxi daba vueltas a la manzana con sus faros rompiendo la neblina, esperando turno para entrar al amueblado de la calle Cangallo, y un tranvía 63 con las ventanillas pegajosas, opacadas de frío, pasaba vacío de tanto en tanto, arrastrándose entre las casas de uno o dos a siete pisos y se perdía, entre los pocos letreros luminosos de los hoteles, que brillaban mojados, apenas visibles, calle abajo.

Ese insomnio era una desgracia. Mañana estaría resfriado y andaría abombado como un sonámbulo todo el día. Y además nunca había hecho esa idiotez de levantarse y vestirse en plena noche de invierno nada más que para quedarse ahí, fumando en el balcón. ¿A quién se le ocurriría hacer esas cosas? Se encogió de hombros, angustiado. La noche se había hecho para dormir y se sentía viviendo a contramano. Solamente él se sentía despierto en medio del enorme silencio de la ciudad dormida. Un silencio que lo hacía moverse con cierto sigiloso cuidado, como si pudiera despertar a alguien. Se cuidaría muy bien de no contárselo a su socio de la ferretería porque lo cargaría un año entero por esa ocurrencia de lustrarse los zapatos en medio de la noche. En este país donde uno aprovechaba cualquier oportunidad para joder a los demás y pasarla bien a costillas ajenas había que tener mucho cuidado para conservar la dignidad. Si uno se descuidaba lo llevaban por delante, lo aplastaban como a una cucaracha. Estornudó. Si estuviera su mujer ya le habría hecho uno de esos tés de yuyos que ella tenía y santo remedio. Pero suspiró desconsolado. Su mujer y su hijo se habían ido a pasar el fin de semana a la quinta de Paso del Rey llevándose a la sirvienta así que estaba solo en la casa. Sin embargo, pensó, no le iban tan mal las cosas. No podía quejarse de la vida. Su padre había sido un cobrador de la luz, un inmigrante que se había muerto de hambre sin haber llegado a nada. El señor Lanari había trabajado como un animal y ahora tenía esa casa del tercer piso cerca del Congreso, en propiedad horizontal, y hacía pocos meses había comprado el pequeño Renault que estaba abajo, y había gastado una fortuna en los hermosos apliques cromados de las portezuelas. La ferretería de la Avenida de Mayo iba muy bien y ahora tenía también la quinta de fin de semana donde pasaba las vacaciones. No podía quejarse. Se daba todos los gustos. Pronto su hijo se recibiría de abogado y seguramente se casaría con alguna chica distinguida. Claro que había tenido que hacer muchos sacrificios. En tiempos como éstos, donde los desórdenes políticos eran la rutina, había estado al borde de la quiebra. Palabra fatal que significaba el escándalo, la ruina, la pérdida de todo. Había tenido que aplastar muchas cabezas para sobrevivir porque si no, hubieran hecho lo mismo con él. Así era la vida. Pero había salido adelante. Además cuando era joven tocaba el violín y no había cosa que le gustase más en el mundo. Pero vio por delante un porvenir dudoso y sombrío lleno de humillaciones y miseria y tuvo miedo. Pensó que se debía a sus semejantes, a su familia, que en la vida uno no podía hacer todo lo que quería, que tenía que seguir el camino recto, el camino debido y que no debía fracasar. Y entonces todo lo que había hecho en la vida había sido para que lo llamaran “señor”. Y entonces juntó dinero y puso una ferretería. Se vivía una sola vez y no le había ido tan mal. No señor. Ahí afuera, en la calle, podían estar matándose. Pero él tenía esa casa, su refugio, donde era el dueño, donde se podía vivir en paz, donde todo estaba en su lugar, donde lo respetaban. Lo único que lo desesperaba era ese insomnio. Dieron las cuatro de la mañana. La niebla era espesa. Un silencio pesado había caído sobre Buenos Aires. Ni un ruido. Todo en calma. Hasta el señor Lanari tratando de no despertar a nadie, fumaba, adormeciéndose.

De pronto una mujer gritó en la noche. De golpe. Una mujer aullaba a todo lo que daba como una perra salvaje y pedía socorro sin palabras, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, a cualquiera. El señor Lanari dio un respingo, y se estremeció, asustado. La mujer aullaba de dolor en la neblina y parecía golpearlo con sus gritos como un puñetazo. El señor Lanari quiso hacerla callar, era de noche, podía despertar a alguien, había que hablar más bajo. Se hizo un silencio. Y de pronto gritó de nuevo, reventando el silencio y la calma y el orden, haciendo escándalo y pidiendo socorro con su aullido visceral de carne y sangre, anterior a las palabras, casi un vagido de niña, desesperado y solo.

El viento siguió soplando. Nadie despertó. Nadie se dio por enterado. Entonces el señor Lanari bajó a la calle y fue en la niebla, a tientas, hasta la esquina. Y allí la vio. Nada más que una cebecita negra sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero luminoso “Para Damas” en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida, y las piernas abiertas bajo la pollera sucia de grandes flores chillonas y rojas y la cabeza sobre el pecho y una botella de cerveza bajo el brazo.

—Quiero ir a casa, mamá —lloraba—. Quiero cien pesos para el tren para irme a casa.

Era una china que podía ser su sirvienta sentada en el último escalón de la estrecha escalera de madera en un chorro de luz amarilla.

El señor Lanari sintió una vaga ternura, una vaga piedad, se dijo que así eran estos negros, qué se iba a hacer, la vida era dura, sonrió, sacó cien pesos y se los puso arrollados en el gollete de la botella pensando vagamente en la caridad. Se sintió satisfecho. Se quedó mirándola, con las manos en los bolsillos, despreciándola despacio.

—¿Qué están haciendo ahí ustedes dos? —la voz era dura y malévola. Antes de que se diera vuelta ya sintió una mano sobre su hombro.

—A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría. Por alterar el orden en la vía pública.

El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante.

—Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente.

Entonces se dio cuenta de que el vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde. Quiso empezar a contar su historia.

—Viejo baboso —dijo el vigilante mirando con odio al hombrecito despectivo, seguro y sobrador que tenía adelante—. Hacete el gil ahora.

El voseo golpeó al señor Lanari como un puñetazo.

—Vamos. En cana.

El señor Lanari parpadeaba sin comprender. De pronto reaccionó violentamente y le gritó al policía.

—Cuidado señor, mucho cuidado. Esta arbitrariedad le puede costar muy cara. ¿Usted sabe con quién está hablado? —Había dicho eso como quien pega un tiro en el vacío. El señor Lanari no tenía ningún comisario amigo.

—Andá, viejito verde andá, ¿te creés que no me di cuenta que la largaste dura y ahora te querés lavar las manos? —dijo el vigilante y lo agarró por la solapa levantando a la negra que ya había dejado de llorar y que dejaba hacer, cansada, ausente y callada mirando simplemente todo. El señor Lanari temblaba. Estaban todos locos. ¿Qué tenía que ver él con todo eso? Y además ¿qué pasaría si fuera a la comisaría y aclarara todo y entonces no le creyeran y se complicaran más las cosas? Nunca había pisado una comisaría. Toda su vida había hecho lo posible para no pisar una comisaría. Era un hombre decente. Ese insomnio había tenido la culpa. Y no había ninguna garantía de que la policía aclarase todo. Pasaban cosas muy extrañas en los últimos tiempos. Ni siquiera en la policía se podía confiar. No. A la comisaría no. Sería una vergüenza inútil.

—Vea agente. Yo no tengo nada que ver con esta mujer —dijo señalándola. Sintió que el vigilante dudaba. Quiso decirle que ahí estaban ellos dos, del lado de la ley y esa negra estúpida que se quedaba callada, para peor, era la única culpable.

De pronto se acercó al agente que era una cabeza más alto que él, y que lo miraba de costado, con desprecio, con duros ojos salvajes, inyectados y malignos, bestiales, con grandes bigotes de morsa. Un animal. Otro cabecita negra.

—Señor agente — le dijo en tono confidencial y bajo como para que la otra no escuchara, parada ahí, con la botella vacía como una muñeca, acunándola entre los brazos, cabeceando, ausente como si estuviera tan aplastada que ya nada le importaba.

—Vengan a mi casa, señor agente. Tengo un coñac de primera. Va a ver que todo lo que le digo es cierto —y sacó una tarjeta personal y los documentos y se los mostró—. Vivo ahí al lado —gimió casi, manso y casi adulón, quejumbroso, sabiendo que estaba en manos del otro sin tener ni siquiera un diputado para que sacara la cara por él y lo defendiera. Era mejor amansarlo, hasta darle plata y convencerlo para que lo dejara de embromar.

El agente miró el reloj y de pronto, casi alegremente, como si el señor Lanari le hubiera propuesto una gran idea, lo tomó a él por un brazo y a la negrita por otro y casi amistosamente se fue con ellos. Cuando llegaron al departamento el señor Lanari prendió todas las luces y le mostró la casa a las visitas. La negra apenas vio la cama matrimonial se tiró y se quedó profundamente dormida.

Qué espantoso, pensó, si justo ahora llegaba gente, su hijo o sus parientes o cualquiera, y lo vieran ahí, con esos negros, al margen de todo, como metidos en la misma oscura cosa viscosamente sucia; sería un escándalo, lo más horrible del mundo, un escándalo, y nadie le creería su explicación y quedaría repudiado, como culpable de una oscura culpa, y yo no hice nada mientras hacía eso tan desusado, ahí a las 4 de la madrugada, porque la noche se había hecho para dormir y estaba atrapado por esos negros, él, que era una persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado por la locura, en su propia casa.

—Dame café — dijo el policía y en ese momento el señor Lanari sintió que lo estaban humillando. Toda su vida había trabajado para tener eso, para que no lo atropellaran y así, de repente, ese hombre, un cualquiera, un vigilante de mala muerte, lo trataba de che, le gritaba, lo ofendía. Y lo que era peor, vio en sus ojos un odio tan frío, tan inhumano, que ya no supo qué hacer. De pronto pensó que lo mejor sería ir a la comisaría porque aquel hombre podría ser un asesino disfrazado de policía que había venido a robarlo y matarlo y sacarle todas las cosas que había conseguido en años y años de duro trabajo, todas sus posesiones, y encima humillarlo y escupirlo. Y la mujer estaba en toda la trampa como carnada. Se encogió de hombros. No entendía nada. Le sirvió café. Después lo llevó a conocer la biblioteca. Sentía algo presagiante, que se cernía, que se venía. Una amenaza espantosa que no sabía cuándo se le desplomaría encima ni cómo detenerla. El señor Lanari, sin saber por qué, le mostró la biblioteca abarrotada con los mejores libros. Nunca había podido hacer tiempo para leerlos pero estaban allí. El señor Lanari tenía cultura. Había terminado el colegio nacional y tenía toda la historia de Mitre encuadernada en cuero. Aunque no había podido estudiar violín tenía un hermoso tocadiscos y allí, posesión suya, cuando quería, la mejor música del mundo se hacía presente.

Hubiera querido sentarse amigablemente y conversar de libros con el hombre. Pero ¿de qué libros podría hablar con ese negro? Con la otra durmiendo en su cama y ese hombre ahí frente suyo, como burlándose, sentía un oscuro malestar que le iba creciendo, una inquietud sofocante. De golpe se sorprendió de que justo ahora quisiera hablar de libros y con ese tipo. El policía se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se abrió la campera y se puso a tomar despacio.

El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la misma rabia. Hubiera querido que estuviera ahí su hijo. No tanto para defenderse de aquellos negros que ahora se le habían despatarrado en su propia casa, sino para enfrentar todo eso que no tenía ni pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano, una persona civilizada. Era como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su casa. Sintió que deliraba y divagaba y sudaba y que la cabeza le estaba por estallar. Todo estaba al revés. Esa china que podía ser su sirvienta en su cama y ese hombre del que ni siquiera sabía a ciencia cierta si era un policía, ahí, tomando su coñac. La casa estaba tomada.

—Qué le hiciste — dijo al fin el negro.

—Señor, mida sus palabras. Yo lo trato con la mayor consideración. Así que haga el favor de ... —el policía o lo que fuera lo agarró de las solapas y le dio un puñetazo en la nariz. Anonadado, el señor Lanari sintió cómo le corría la sangre por el labio. Bajó los ojos. Lloraba. ¿Por qué le estaba haciendo eso? ¿Qué cuentas le pedían? Dos desconocidos en la noche entraban en su casa y le pedían cuentas por algo que no entendía y todo era un manicomio.

—Es mi hermana. Y vos la arruinaste. Por tu culpa, ella se vino a trabajar como muchacha, una chica, una chiquilina, y entonces todos creen que pueden llevársela por delante. Cualquiera se cree vivo ¿eh? Pero hoy apareciste, porquería, apareciste justo y me las vas a pagar todas juntas. Quién iba a decirlo, todo un señor...

El señor Lanari no dijo nada y corrió al dormitorio y empezó a sacudir a la chica desesperadamente. La chica abrió los ojos, se encogió de hombros, se dio vuelta y siguió durmiendo. El otro empezó a golpearlo, a patearlo en la boca del estómago, mientras el señor Lanari decía no, con la cabeza y dejaba hacer, anonadado, y entonces fue cuando la chica despertó y lo miró y le dijo al hermano:

—Este no es, José. — Lo dijo con una voz seca, inexpresiva, cansada, pero definitiva. Vagamente el señor Lanari vio la cara atontada, despavorida, humillada del otro y vio que se detenía bruscamente y vio que la mujer se levantaba, con pesadez, y por fin, sintió que algo tontamente le decía adentro “Por fin se me va este maldito insomnio” y se quedó bien dormido. Cuando despertó, el sol estaba tan alto y le dio en los ojos, encegueciéndolo. Todo en la pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le dolía terriblemente la boca del estómago. Sintió un vértigo, sintió que estaba a punto de volverse loco y cerró los ojos para no girar en un torbellino. De pronto se precipitó a revisar los cajones, todos los bolsillos, bajó al garaje a ver si el auto estaba todavía, y jadeaba, desesperado a ver si no le faltaba nada. ¿Qué hacer?, a quién recurrir? Podría ir a la comisaría, denunciar todo, pero ¿denunciar qué? ¿Todo había pasado de veras? “Tranquilo, tranquilo, aquí no ha pasado nada”, trataba de decirse pero era inútil: le dolía la boca del estómago y todo estaba patas para arriba y la puerta de calle abierta. Tragaba saliva. Algo había sido violado. “La chusma, dijo para tranquilizarse, ”hay que aplastarlo, aplastarlo”, dijo para tranquilizarse. “La fuerza pública”, dijo, “tenemos toda la fuerza pública y el ejército”, dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada.

domingo, 16 de junio de 2013

El crimen social en Castelar: decadencia y crisis del sistema ferroviario bajo el kirchnerismo


Eduardo Castilla

Ante la pregunta de la periodista, el jubilado se larga a llorar y dice que ayer salvó su vida  porque se durmió y llegó cuando el tren se había ido. La mujer que le sigue en la cola afirma que, desde la masacre de Once, no viaja más en tren. Lo único que tiene asegurada es la muerte, sentencia crudamente. Para los ciudadanos “de a pie”, el sistema ferroviario volvió a ser una trampa mortal. Para la cúpula del poder se trata de un “siniestro”, un “posible sabotaje”, una “asignatura pendiente”. Otra vez, dos países quedan frente a frente. El de las masas pobres y trabajadoras que sufren en carne propia los límites del “modelo” y el de la casta de políticos patronales, que administran el estado burgués argentino.
“No se puede corregir en un año lo que no se hizo en 50” dijo Randazzo, insinuando que los millones que  lo escuchaban son imbéciles o nacieron el día anterior. La “década ganada” mide distinto según el tema. Si se trata del transporte, las gestiones de Jaime y Schiavi se esfuman en el aire, nunca existieron. Esos dos funcionarios ya no son parte del “relato” (ni de la historia parece), la “vuelta del estado y la política” se convierte en una frase cuasi sin sentido y provoca grietas en lo que va quedando de la coalición oficialista.

Otro hueco en el “relato”

“El momento en que uno abandona eso para pasar a ser un "justificador" de lo existente es el exacto momento en que uno deja de ser un militante político para ser un burócrata del poder” dice este bloguero K, enojado con el arco kirchnerista que salió a “justificar” sin ton ni son el choque. No es el único en sentirse frustrado. Los críticos a la política ferroviaria y a los argumentos de Randazzo asoman hoy hasta en las páginas del diario más oficialista. Luego de diez años de gestión kirchnerista, contando a su favor con los altos precios de los comoditties a nivel internacional y cifras record de recaudación fiscal, el estado capitalista es incapaz de garantizar un sistema de transporte ferroviario que impida nuevos crímenes sociales como el de Once o Castelar. Como dice un columnista de Página 12 este domingo “La secuencia de estragos en pocos años, con abrumadoras cantidades de víctimas para el medio de transporte presumiblemente más seguro, fuerza a un análisis más abarcador. Las tragedias (que no fueron las únicas en la década), la persistencia del pésimo servicio “hacen sistema”.
Se podrán buscar “errores humanos” (como lo intenta desesperadamente el gobierno en estas horas), se podrán inventar “complots” (como hizo el bufón delirante de D’ Elía) pero esto no alcanza para tapar el bosque de los problemas estructurales no resueltos, que existen hace años y que, bajo el kirchnerismo, no han sido modificados. 

Una odisea diaria y trágica

El sistema ferroviario del área metropolitana fue casi el único que se sostuvo luego de las privatizaciones. Las concesiones interprovinciales fueron entregadas a las provincias que, en términos generales, las cerraron o mantuvieron operativas en un nivel elemental. En el área del conurbano, el tren siguió siendo parte central del sistema de transporte para sectores amplios de las masas trabajadoras. Como consigna este estudio, de mediados del 2012, “Los resultados referidos al nivel socioeconómico de los hogares muestran que la mayoría de los pasajeros del Sarmiento corresponden al grupo denominado “Medio Inferior” (35,8%), seguidos por los pertenecientes al “Medio Típico” (26,5%) y al “Bajo Superior” (17,9%).Esta relación es la misma que se da si se tienen en cuenta todas las líneas que circulan en el área metropolitana”. El mismo estudio consignaba que el 77,5% de quienes viajaban en esta línea no poseían ningún vehículo propio. Es decir, eran rehenes del sistema de transporte existente. 
En los últimos años, los datos estadísticos que surgen de la CNRT muestran una tendencia decreciente en cantidad de pasajeros que reflejan parcialmente la dinámica real. Según se consigna acá “Durante 2012, 236 millones de personas se transportaron en el sistema ferroviario, un 31 por ciento menos que en 2011, cuando hubo 310 millones de pasajeros. La línea Sarmiento, por su parte, pasó de transportar 88 millones de pasajeros a 39 millones”. El Sarmiento transporta alrededor de 300mil personas por día y cerca de 8 millones por mes en el más completo de los hacinamientos, llegando al colmo de viajar seis personas por metro cuadrado.
La caída de la cantidad de pasajeros obedece a dos cuestiones. Por un lado, a la profunda inseguridad que significa viajar sabiendo que uno puede morir. Pero además evidencia el fenómeno de miles de personas que viajan sin pagar el pasaje. En cuanto al primero de estos elementos, las estadísticas son brutales. Once y Castelar quedan a la vista como parte de un problema mucho más profundo. Esta cronología de los últimos 3 años pone en evidencia la debacle del conjunto del sistema y que la posibilidad de perder la vida es un factor permanente. En este suplemento especial de La Verdad Obrera se consigna la cifra de 700 víctimas. Los datos son escalofriantes. Para los millones de trabajadores y pobres del conurbano, el tren se transforma diariamente en una potencial trampa mortal.

Una política al servicio de la acumulación capitalista

La política de subsidiar el transporte para evitar el aumento de tarifas, reivindicada por todo el arco progresista, no puede ser entendida por fuera de las condiciones sociales y políticas abiertas con las Jornadas revolucionarias de Diciembre del 2001. El estado garantizó que las masas pobres pudieran seguir viajando a costa de no tocar la estructura heredada. El objetivo político fue impedir que la dinámica abierta a partir de las jornadas revolucionarias se profundizara. Bajo el gobierno de Duhalde, la Ley 25561 (Emergencia Pública y Reforma del Régimen Cambiario) congeló las tarifas y dispuso la renegociación de los contratos de todos los servicios privatizados, incluidos los trenes. El kirchnerismo, al igual que con la devaluación, sostuvo ese esquema aumentando exponencialmente el monto de los subsidios. Esto implicó que millones de personas siguieran viajando en condiciones infrahumanas, completamente hacinados y sufriendo todo tipo de accidentes.
Tomando en cuenta varios estudios, en este sitio se afirma que  “Entre el 2003 y el 2010, el gobierno invirtió solamente el 10% de lo necesario para reponer los componentes del sistema ferroviario que se desgastan. Es que la cifra alcanzó unos 50 millones de dólares por año, cuando los especialistas recomiendan gastar como mínimo U$S450 millones tan sólo para renovar los elementos depreciados”.
La inversión estatal en materia de transporte ferroviario contrasta alevosamente con lo “invertido” en subsidios a los capitalistas. Los datos brindados por los organismos oficiales dicen que en el año 2012, los subsidios al transporte ferroviario se calcularon en alrededor de $13,3 millones diarios. Según se afirma acá, la cifra de estos subsidios aumentó exponencialmente para este sector, pasando de 145 millones en el 2002 a más de 2500 millones de pesos en el 2012, sin contar los pagos al Personal de UGOFE, lo que hace esa cifra más abultada.
El contrato firmado por el menemismo con las privatizaciones implicaba que el estado nacional se hacía cargo de las inversiones a largo plazo, mientras las empresas costeaban los gastos cotidianos.  Este mecanismo no fue modificado bajo el kirchnerismo y permitió que las empresas concesionarias siguieran ganando millones sin tener que reinvertir. Esta política de gestión por parte del estado bajo el kirchnerismo está mostrando todas sus limitaciones. El ejemplo puntual de la ausencia del sistema de frenos ATP en la línea Sarmiento es una muestra cabal de estos límites.
Para los empresarios que se quedaron con las concesiones, el sistema de subsidios se convirtió en un fabuloso mecanismo de acumulación de capital, como lo pone de manifiesto una de las principales plumas del oficialismo K: “Según las constataciones de la Comisión Nacional Reguladora del Transporte, citadas en el lapidario informe aprobado en marzo de 2012 por unanimidad de los directores de la Auditoría General de la Nación, la cuenta personal de los Cirigliano creció al 70 por ciento de lo recibido y la de materiales disminuyó al 4 por ciento, sin contar lo que desviaron para convertirse en magnates del transporte en la Argentina, Perú y Estados Unidos”.

Una salida desde los intereses del pueblo trabajador

Los críticos del sistema actual, desde una óptica burguesa señalan que “De acuerdo con la experiencia histórica y con las condiciones actuales, parece más eficaz incorporar correcciones al modelo de participación privada que intentar una reestatización generalizada de los servicios”. Partiendo de un estudio que señala que las tarifas actuales se hallan desactualizadas en un 26% en relación a los costos, afirman que una salida que incluyera esta modificación tarifaria y el funcionamiento de mecanismos de control por parte del estado permitiría un sistema sostenible. Pero lo evidente es que el mismo lucro capitalista el que está detrás de estos crímenes sociales. La ausencia de inversión por parte de las concesionarias no es el resultado fortuito de malas concesiones sino una consecuencia de la misma lógica capitalista. El asesinato de Mariano Ferreyra por ser parte de la lucha contra la tercerización en el Roca, se inscribe dentro del brutal armado que combina subsidios, ausencia de inversión y trabajadores tercerizados en función de aumentar la tasa de ganancia.
Por otro lado, no puede haber solución real de parte del mismo estado capitalista que todos estos años garantizó la continuidad de estos mecanismos. Han sido figuras del kirchnerismo las que han estado cubriendo el terrible negociado de las concesiones de trenes y su correlato, la tercerización laboral. Los llamados amistosos entre Carlos Tomada y Pedraza así lo evidencian. Las gestiones de Jaime y Schiavi son parte de lo mismo.
Precisamente por esto, una solución profunda y estructural a esta crisis del transporte ferroviario sólo puede venir, como se señala acá, de “la estatización de todos los ramales bajo control de un comité de ferroviarios y usuarios populares”. Sólo los trabajadores y los usuarios pueden hacer efectivamente una planificación democrática que impida el despilfarro de los recursos, la corrupción generalizada, la destrucción de las unidades y que garantice un servicio acorde a las necesidades de millones de personas.



sábado, 18 de mayo de 2013

El genocida que no se arrepintió. Apuntes sobre la muerte de Videla



Eduardo Castilla

Seguramente muchos la sentimos, como la sintió el amigo Turco, pero casi ninguno lo dijo. La hipocresía ganó nuevamente los medios y al conjunto de la casta política. En ese marco, no faltaron quienes intentaron igualar a Videla con los Kirchner como lo hizo la insufrible Laura Alonso, exponente de raza del gorilaje local.
Tampoco quienes quisieron hacer de Videla el “emergente de la época” como si las sociedades fueran un bloque sólido completamente homogéneo. La “cultura autoritaria” de Lanata parece ser el patrimonio de los millones de argentinos, como si no hubiera habido una brutal actividad de persecución, secuestro, torturas y asesinato. Videla no fue un asesino suelto y en eso tiene razón. Pero fue la cara visible de un proceso de genocidio contra una franja de la sociedad. La figura de genocidio remite necesariamente a un plan premeditado, a un accionar consciente, a la planificación de la desaparición de un sector de la población. No hay “cultura autoritaria”, hay instituciones que cumplen la función de normativizar la sociedad en función de los intereses de una minoría. Hay dominación de clase y normalización de clase.    

El genocidio fue de clase. La franja social que fue perseguida, torturada y desaparecida estuvo integrada en su mayor parte por la clase trabajadora y el pueblo pobre. No fue un grupo étnico sino un grupo social. El genocidio buscó liquidar  a una clase obrera que, con sus métodos de lucha, empezaba a poner en cuestión el conjunto de dominio de la clase capitalista. Una clase que había sorteado la dictadura de la llamada Revolución Argentina, que empezaba a superar ese escollo político-ideológico que era (y es) el peronismo, que amenazaba la propiedad privada capitalista con cada toma de fábrica.
Precisamente por eso no se puede dejar de nombrar el protagonismo de clase de los capitalistas. Si hubo un genocidio, hubo un plan para llevarlo adelante. Quiénes escriben y cronican hoy sobre la muerte de Videla, omiten mencionar que muchos centros clandestinos de detención funcionaron dentro de empresas. “Olvidan” mencionar al empresariado argentino como motor de ese genocidio. El plan económico de Martínez de Hoz es la mejor expresión de ese carácter de clase.  La estructura social y económica “heredada” de la dictadura se mantuvo y profundizó durante el menemismo para no alterarse sustancialmente bajo la Argentina kirchnerista. Néstor ordenó descolgar los cuadros, pero dejó intacto el dominio del gran capital imperialista sobre el país que los rostros de aquellos cuadros pusieron en escena.

Nunca se arrepintió. Videla encarnó, a su manera, el “carácter urgente” del golpe militar, la situación sin alternativas, su “necesariedad” para la clase dominante. Al igual que Menéndez, siguió justificando el Golpe hasta último momento de su vida. ¿Cuál es la lógica del no-arrepentimiento? ¿Se puede negar que, desde el punto de vista de la clase capitalista, fuera la única salida posible? El Golpe militar tenía una misión de carácter fundamental para la clase dominante: el aniquilamiento de una generación que amenazaba barrer con la sociedad.
“Estaba en juego la república; había que evitar que la Argentina fuera otra Cuba” afirmó el genocida hoy muerto ¿Qué significaba otra Cuba? El triunfo de esa revolución social que latía en las masas en su conjunto y sobre todo en la clase obrera. Si, como dice el torturador muerto, la guerrilla ya había sido derrotada a inicios del 76’, el golpe debía tener otro objetivo: derrotar a una clase poderosa que, enfrentando crecientemente al peronismo en el poder, desafiaba el orden burgués. Esa misión sólo podía cumplirse con un salto represivo brutal que se expresó en el Genocidio. Durante estos años, Videla actuó “preservando la memoria histórica” de las fuerzas represivas acerca de su verdadero rol, de su papel de garante, como “envoltura amarga”, del capital. Precisamente por eso no se arrepintió. Las fuerzas armadas, desde su punto vista, jugaron el papel que debían jugar: la defensa del orden social burgués.

¿Videla fue un traidor como dice Sarlo? Sí y no. Desde un punto de vista “institucional” evidentemente quebró la confianza otorgada por el gobierno de Isabel. Desde el punto de vista de sus intereses de clase no. El recurso a Videla fue la “solución final” de una clase social que no podía frenar el ascenso en curso de la lucha de clases. Precisamente porque no fue un traidor a su clase es que puede afirmar, como lo hace acá, “durante cinco años hice prácticamente todo lo que quise. Nadie me impidió gobernar”. Fue el garante del inicio de una transición en el capitalismo argentino. Transición que, en primer lugar, implicaba salvar a ese mismo sistema capitalista del peligro del “sucio trapo rojo”.

murió como debía morir, donde debía morir y en una época cuya mera existencia hizo todo lo posible por impedir” escribe Mario Wainfield. ¿Ésta es la época que Videla pretendía impedir? Categóricamente no. Videla salvó a la Argentina capitalista, salvó su dominación de clase. Hay una operación ideológica en la afirmación. Videla no se oponía a la democracia burguesa. “Había una finalidad, que era lograr la paz sin la que hoy no habría una república, salvar un país que estaba siendo agredido por el terrorismo subversivo” le dice a Ceferino Reato. La “república” para Videla, era la defensa de la propiedad privada capitalista, la continuidad de un dominio social y político que se veía amenazado por las masas insurgentes, la continuidad de un orden “occidental y cristiano” donde instituciones como la Iglesia y las Fuerzas Armadas fueran pilares fundamentales.
En la Argentina kirchnerista esos pilares siguen intactos. Las fuerzas armadas y policiales, más allá de la condena a algunos pocos genocidas, siguen infestadas de represores que actuaron bajo las órdenes del gobierno militar entre 1976-1983. Son las mismas fuerzas represivas que están tras los miles de casos de gatillo fácil, redes de trata y desaparición de personas. Escribimos esto cuando se cumple un mes más de la desaparición de Jorge Julio López. Desaparecido en esta democracia por declarar en contra de sus torturadores. Esa es la confirmación más terrible y más palpable de que una parte central del aparato represivo sigue intacto.
Si las fuerzas represivas siguen intactas, la Iglesia no ha corrido peor suerte. En la Argentina kirchnerista, la reaccionaria institución que tanto reivindicó Videla se sigue oponiendo al derecho al aborto libre, legal y seguro siendo cómplice de esta forma de las cientos de muertes de mujeres por llevarlos a cabo en condiciones de precariedad. Mientras, CFK se abraza con Bergoglio.

Videla murió en la cárcel. Mientras aún miles de genocidas gozan de impunidad o encontraron la muerte sin ser juzgados, quedando completamente impunes. Los empresarios que dieron el golpe sólo fueron juzgados en cuenta gotas. Martínez de Hoz encontró la muerte impune. Luis Bruschtein escribe hoy que “La muerte de Videla generó alivio. Tal vez en muchos sí. En muchos otros, miles de sensaciones encontradas.
Pero no existe el “alivio estratégico” en el marco de una sociedad donde anidan las mismas contradicciones que llevaron al ascenso revolucionario de los setenta y al golpe militar que le puso un freno. No puede haber alivio mientras la clase dominante tenga en sus manos el poder de un enorme aparato de represión con cientos de miles de cañones apuntando sobre la sien de la clase trabajadora y el pueblo pobre. La muerte de Videla no hace cesar las batallas en curso. La lucha por la cárcel a todos los genocidas y sus cómplices sigue siendo una tarea estratégica. 

jueves, 18 de abril de 2013

Tensiones políticas, pasiones sociales y tendencias a nuevos choques. Apuntes sobre la crisis en Venezuela




 Eduardo Castilla

Karl Von Clausewitz señala en el primer capítulo del libro De la Guerra que dos motivos impulsan a los hombres al enfrentamiento: los sentimientos hostiles y las intenciones hostiles. Si los primeros pueden ser encuadrados en el orden de las pasiones, los segundos deben buscarse en el orden de la razón. Si resulta complicado imaginar cualquier conflicto bélico sin la concurrencia de las pasiones, no son éstas sin embargo las que guían la guerra, sino la política, estrechamente ligada a la intención hostil. Pero el papel de las pasiones puede ser mayor en la medida en que grandes intereses se hallen en juego. Eso y no otra cosa es lo que sostenía el militar prusiano cuando escribía que “esa medida no depende del grado de civilización, sino de la importancia de los intereses en conflicto y de la duración del enfrentamiento”.
Clausewitz teorizaba la guerra entre estados, donde la política de los mismos era su sustancia, base de la voluntad que debía ser impuesta en el combate. Un sano intento de evitar las traslaciones mecánicas obliga limitar los efectos de estas formulaciones en el terreno de las relaciones entre clases sociales. Un marxismo que intente pensar desde la predominancia estratégica tiene que tomar las pasiones que se ponen en juego en los conflictos sociales. Cierto es que esas pasiones hallan su base material en los intereses de las clases. Pero sólo un materialismo estalinista (vale decir mecanicista) puede reducir la lucha de clases al interés económico directo.
Si trazamos una línea por la historia reciente de Venezuela, veremos que sentimiento hostil e intención hostil han estado presentes entre las masas por las últimas décadas. Esos sentimientos hostiles hacia el viejo régimen del Pacto de Punto Fijo se expresaron en las calles en el no tan lejano Caracazo que creó un nuevo punto de partida como toda gran acción de masas y “condujo” hasta el régimen chavista. Éste reconfiguró las tendencias políticas creando las bases para un desarrollo nuevo de sentimiento e intención hostil, dividiendo abiertamente a la nación y exportando esa división a escala internacional. 
Durante parte de la década que terminó la oposición venezolana, de la mano del imperialismo, intentó una política abiertamente golpista que fracasó y llevó al fortalecimiento del vínculo de las masas pobres con el chavismo. Esto no implicó que desapareciera la profunda división social que le daba origen a aquella política. El “golpismo” tenía raíces sociales profundas no sólo en la vieja casta política sino en fracciones de la misma burguesía, como lo mostró la presidencia de 47 horas de duración del burgués nativo Carmona allá por el 2002.

La emergencia de una fuerte crisis política

En estas horas de crisis que corren a paso veloz desde la elección del domingo no ha hecho más que emerger el sentimiento hostil de las masas. Sentimiento hostil que hoy se expresa claramente desde la derecha, como se ha visto en los asesinatos brutales cometidos contra trabajadores y militantes chavistas que defendían los CDI (Centro de Diagnóstico Integral) y las sedes de la Comisión Nacional Electoral. Esto tiene una expresión que ponen de manifiesto los 7 muertos y más de 60 heridos que se contabilizaban en la tarde del martes. Que los asesinos de esas personas sean grupos fascistas reclutados por la oposición como señala Elías Jaua, o que se trate de sectores antichavistas militantes convencidos no altera más que los niveles del fenómeno. Los grupos fascistas no podrían asesinar (e incluso intentar quemar viva a una persona) sino contaran con los sentimientos hostiles de franjas amplias de la población. Franjas que, en las elecciones del pasado domingo, intentaron torcer el rumbo del país por medio de la boleta electoral pero que, al fracasar, se movilizan activamente para imponer el recuento de los votos. Que el sentimiento hostil supera claramente a la intención hostil lo ponen de manifiesto los llamados de Capriles a movilizarse en paz. La suspensión de la marcha originalmente convocada para este miércoles en Caracas se hizo en aras de “controlar las emociones”.
Si tomamos una definición amplia de guerra civil, como la que esboza León Trotsky aquí, donde la lucha de clases rompe los marcos de la legalidad, podríamos decir que vimos elementos embrionarios de guerra civil en estas horas y que la suspensión de la movilización buscó evitar una escalada. Desde ese punto de vista, el enfrentamiento físico, basado en la profunda polarización social, está inscripto en la dinámica del conjunto de la situación. Evitarlo ha sido el objetivo de Capriles, pero eso no asegura que los sentimientos hostiles no emerjan por otros poros de la sociedad. 
Las opciones políticas están acotadas. Capriles ha retrocedido momentáneamente para evitar enfrentamientos mayores, pero se halla en una encrucijada. Es el verdadero ganador de la jornada del domingo, el candidato único e indiscutido de la oposición. Pero si retrocede en esta pelea puede perder su lugar de mariscal. Maduro, y el conjunto del chavismo, se hallan asimismo sobre el filo de la navaja. De ahí el adelantamiento el intento de cerrar la crisis por adelantado con las declaraciones del pasado lunes 15/4. De ahí también la extrema dureza de impedir la movilización proyectada para el miércoles. Permitir el recuento implicaba abrir una crisis política de larga duración con la legitimidad cuestionada. Negarlo y presentar el hecho consumado ha desatado otra crisis de las mismas características. Oposición y oficialismo están atados por la profundidad del antagonismo social. De ahí sus estrechos márgenes para retroceder. El sentimiento hostil impone su fuerza a la intención. 

La reemergencia de la derecha

En estos días que pasaron, la reivindicación del éxito electoral chavista ha sido repetida hasta el hartazgo por la intelectualidad autodenominada progresista.  Al mismo tiempo, la crisis detonada por la negativa de Capriles a aceptar los resultados de la elección ha sido condenada por antidemocrática. Pero donde los intelectuales resaltan las puras formas democráticas  y la ausencia de respeto hacia ellas, se encuentran poderosos intereses materiales. No sólo locales sino a nivel internacional. Es esa la explicación de la “presión diplomática” de EEUU en el sentido de pedir que se realice el recuento.
Capriles siguió siendo el candidato de la derecha pro-imperialista. Su “chavización”, como bien señala Fernando Rosso, fue un homenaje a la relación de fuerzas más general. Pero fue la forma táctica de intentar volver al poder que tuvo esa derecha. Cambiaron los medios pero no los fines. Si no cambiaron los fines quiere decir que la “voluntad” (en el sentido clausewitziano del término) que se mueve hacia esos fines tampoco desapareció. Por el contrario, la derecha imperialista siguió anidando en las grandes empresas multimedia, en los negocios ligados al petróleo, donde la creación de empresas mixtas le permitió seguir explotando los recursos del país y quedándose con parte de los activos de esas empresas. El Socialismo del Siglo XXI se presentó como una panacea que implicó una limitada redistribución de la riqueza. Importante para las masas pobres marginadas de la vida social y política por décadas, pero impotente para derrotar el poder capitalista atado al capital financiero internacional. La ideología del régimen chavista se presentó como socialista pero las bases materiales sobre las que se montó esa ideología pertenecen a una nación capitalista semicolonial atada estructuralmente al petróleo. Desde ese punto de vista, la continuidad del poder material de la derecha es terreno fértil para su emergencia política en esta coyuntura. En ese marco deben ser inscriptas las dos devaluaciones que llevó adelante Maduro y su impacto sobre el nivel de vida de las masas que, seguramente, abrieron la posibilidad del cambio de tendencia electoral y la fuga de votos hacia Capriles, incluso entre los mismos trabajadores, como señalan los compañeros de la LTS aquí.

Los límites del chavismo como movimiento político

El sentimiento hostil de las masas populares hacia la derecha se ha expresado en múltiples formas y ocasiones. Los resultados de las elecciones durante estos casi 15 años dieron cuenta de su identificación con Chávez como defensor de sus intereses frente a las agresiones de la burguesía opositora aliada al imperialismo. Pero ese sentimiento hostil no ha estado acompañado de una intención hostil clara del chavismo hacia los que son considerados los enemigos de la revolución bolivariana y el Socialismo del Siglo XXI.
En la década que terminó las masas populares demostraron dos veces heroicamente que estaban dispuestas a enfrentar los golpes de la derecha: en Abril del 2002, cuando por decenas de miles marcharon en defensa de Chávez y lograron derrotar el golpe orquestado por el imperialismo, los empresarios de Fedecámaras y sectores de las Fuerzas Armadas. Luego, enfrentando el durísimo lockout patronal en el petróleo que llevó a una enorme crisis de la finanzas del país a fines de ese año e inicios del siguiente. Esos dos triunfos de la acción de masas configuraron una relación de fuerzas a su favor.
Pero el chavismo, lejos de utilizarla para dar nuevas estocadas, prefirió actuar como Von Clausewitz afirmaba no debía hacerse en la guerra: de manera benevolente. La amnistía a muchos de los golpistas de abril del 2002 fue una señal de esa benevolencia política que mostraba la intención de negociar con las viejas clases dominantes.  El chavismo, al igual que el conjunto de los movimientos nacionalistas burgueses (algunos de los cuáles pueden ser tipificados como bonapartismos sui generis de izquierda) fue incapaces de desarrollar hasta el final el enfrentamiento con el imperialismo. Los finales de ese tipo de regímenes se reparten, grosso modo, entre la capitulación o el derrocamiento golpista. La respuesta de las masas a esos retrocesos siempre necesitó emerger desde abajo, rompiendo los diques de contención puestos por esas direcciones burguesas. El caso del peronismo es ilustrativo. Como hemos señalado alguna otra vez, citando a Alejandro Horowicz “el peronismo resultó el camino defensivo del movimiento obrero (…) a condición de que las diferencias se dirimieran parlamentariamente, pero mostró su incapacidad de defenderse eficazmente cuando la oposición política abandonó el terreno de la legalidad constitucional”. En estas horas hemos visto la emergencia de tendencias, aún muy incipientes, a la ruptura de la legalidad constitucional construida bajo el chavismo. Así, frente a una nueva situación que pondrá a prueba la capacidad de resistencia y acción de las distintas capas de la política y las clases de Venezuela, se abre una tarea urgente para las masas pobres y la clase trabajadora: superar los límites impuestos por la dirección política burguesa del chavismo.
Una de las paradojas del Socialismo de Siglo XXI es la limitada capacidad de acción autónoma que el chavismo permitió a las masas. El conjunto de las instituciones que durante años han sido propagandizadas como desarrollo de las tendencias a la autonomía de masas (milicias populares, consejos comunales, etc.) tiene más de intención y deseo que de realidad material. Es que las tendencias bonapartistas son incompatibles con el desarrollo de instituciones que tiendan hacia la autonomía. Algo sobre eso hemos reflexionado aquí.
La clase trabajadora y el pueblo pobre necesitarán poner de pie su propia organización política para intervenir en el desarrollo de esta crisis. Eso implica, como se señala en esta declaración la inmediata organización de formas de autodefensa frente a los ataques de la derecha, así como dar pasos en la organización de instancias propias de la clase trabajadora, capaces de permitir aglutinar sus fuerzas, tensarlas y prepararlas para los combates por venir.