Escribir por escribir. Para libertar tensión, para soltar amarras.
Para volver a sentir el teclado en los dedos sin las arduas
imposiciones diarias que los ubican en ese lugar. A cada momento.
Escribir para hacer catarsis. Para olvidar. Para seguir recordando.
Tomarse
20 días para caminar las calles y callejuelas de Portugal. Para oler
sus olores, saborear sus comidas, mirar a los ojos de quienes pasan
caminando o simplemente corriendo.
Enrique
Raab escriba sobre Portugal. La belleza está en las palabras y las
imágenes. La magia de la crónica está en lograr un efecto visual.
Palabras convertidas en imágenes. Fotogramas de realidad
sucediéndose en cada renglón hasta formar una idea compacta. Un
párrafo tras otro transmitiendo colores, olores y sensaciones. La
magia de la crónica es poder ver y sentir aquello que, por
definición, solo puede ser leído.
Raab
escribe como un militante. Como el político que es. Como el hombre
que mira los días desde la óptica del cambio y la revolución. Qué
es lo que se vive en Portugal. Por eso sus palabras se encadenan al
nerviosismo que vive el país. Por eso pueden hundirse en la historia
del Portugal contemporáneo (de su contemporaneidad, no de la
nuestra) y relatar en detalle los múltiples intentos de derrocar la
larga y dura dictadura de Salazar.
Esa
mirada se posa sobre los hombros y las cabezas de los miles de
militantes que inundan actos y estadios, que gritan consignas. Que
las repiten en tono formal y anquilosado o agitando a los cuatro
vientos. Y en esos gritos y cantos nadan programas, perspectivas,
políticas. Raab las distingue, las presenta al lector. Las hace
balbucear palabras pero dejarse entender.
La
magia de la crónica está en saber caminar aquellas calles y
callejuelas. En entender la tristeza portuguesa. En pretender
explicarla, desafiando los sentidos comunes que cruzan Europa de
punta a punta.
John
Berger, preguntándose por las razones de los relatos, dijo una vez:
“A veces parece que el relato tenga una voluntad propia, la
voluntad de ser repetido, de encontrar un oído, un compañero. Como
los camellos cruzan el desierto, así los relatos cruzan la soledad
de la vida, ofreciendo hospitalidad al oyente, o buscándola. Lo
contrario de un relato no es el silencio o la meditación, sino el
olvido”.
Desde
el tiempo marchito hace cuatro décadas, el relato raabiano (si se
nos permite el término) vino corriendo a buscarme. Y me encontró
leyéndolo feliz, con frío, en el sillón del living.
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