domingo, 17 de marzo de 2013

Iglesia, control social y lucha de clases. Apuntes sobre la asunción de Francisco I



 Eduardo Castilla


La elección de Bergoglio como Papa se ha transformado en un hecho político de alta magnitud, tanto en el terreno internacional como en la política local. No es para menos, Benedicto XVI rompió una tradición de más de 6 siglos, renunciando a su puesto en vida, desnudando una crisis profunda que recorre a la milenaria institución. Al mismo tiempo, la designación de un argentino marcó un quiebre con la tradicional elección de Papas de origen europeo. En el terreno de la política nacional, la elección de Bergoglio le da cierto aire a la recuperación de la Iglesia en tanto institución de control social y mediadora activa en la política del país. En este post, resultado de una discusión colectiva, trataremos de volcar algunas ideas sobre estas cuestiones. 


Crisis política y acción directa


Lo que emerge en el fondo de la elección del Papa del “fin del mundo” es la profunda crisis de legitimidad que atraviesa la Iglesia Católica. Crisis ligada a curas pedófilos, a negocios millonarios, a dinero de mafiosos en las arcas del Vaticano, entre otros lastres de una institución milenaria que supo “adaptarse” a los tiempos de la Restauración burguesa. Tiempos que empiezan a cambiar con la crisis capitalista en curso y los procesos de lucha social y política que van emergiendo. Es, desde ese punto de vista, de donde hay que partir para analizar las causas de esta elección. Desde allí además, habrá que ir evaluando si los movimientos de Francisco se convierten en movimientos “orgánicos o de coyuntura”, tomando los parámetros de Gramsci y, hasta dónde, puede cumplir con éxito su misión reformista-restauradora, como dice en este muy buen post el amigo Fernando Rosso.  

La elección de Bergoglio se da en el marco de la más profunda crisis que haya conocido el sistema capitalista mundial en los últimos setenta años. Crisis que, cada vez más homogéneamente, afecta al conjunto del planeta. Asistimos, además, a los efectos políticos de esta enorme “incursión catastrófica”: el desarrollo de un proceso extendido de crisis políticas o crisis orgánicas según esta afirmación de Gramsci, de ruptura o separación entre dirigentes y dirigidos. Lo vemos desarrollarse en el viejo continente con la emergencia de tendencias reaccionarias de derecha (Aurora Dorada, FN en Francia) y el fortalecimiento de una izquierda reformista (Syriza, Front de Gauche). Este proceso se expresa además en Italia, donde la crisis de los partidos tradicionales llevó para arriba al cómico Beppe Grillo. A su vez, en Francia y España, vemos el rápido desgaste de gobiernos de elección reciente. La raíz de estos fenómenos, que se complementan con los procesos de masas en el norte de África, es la brutal miseria a la que están sometidos millones en todo el mundo, producto de la crisis. La Iglesia como institución mediadora se prepara entonces para contener el conflicto que potencialmente se desarrolle a partir de estos procesos en curso.

Esta crisis de la Europa capitalista es, en cierta medida, una crisis de sus capas dirigentes a las que el Vaticano y la Iglesia difícilmente escapan. Es preciso recordar que Bergoglio es el primer Papa no europeo. Como se señala acá, El papado en un audaz movimiento geoestratégico cambia de continente, de Europa a América, a la América hispana, adelantándose a la sentida necesidad de un nuevo orden mundial”. En ese marco, como ya se ha resaltado, la imagen de “austeridad” y de una Iglesia “inclinada hacia los pobres” intentará cumplir ese papel de ruptura y superación de una institución “bañada en oro”. 


La sombra del Papa sobre América Latina


Raúl Zibechi, a tono con una franja importante de la intelectualidad latinoamericanista, señala que “La elección de Bergoglio tiene un tufillo de intervención en los asuntos mundanos de los sudamericanos, a favor de que el patio trasero continúe en la esfera de influencia de Washington y apostando contra la integración regional. Por su parte, el bloguero K, Gerardo Fernández afirmaba, a pocas horas de la elección, que “Si Juan Pablo II vino a operar el derrumbe del bloque socialista del este europeo, no es desatinado pensar que ahora la Iglesia necesita jugar fuerte en un continente llamado a jugar un rol destacado en los próximos años y para ello empodera a un tipo sumamente hábil como el arzobispo de la ciudad de Buenos Aires”.

En el post de Fernando Rosso que citamos antes es confrontada esta hipótesis. La misma subvalora el conjunto de problemas que debe afrontar la Iglesia como institución de control social en todo el planeta. Los casos de pedofilia que atravesaron Europa y EEUU son un lastre enorme para el Vaticano, junto a la crisis de las finanzas del Vaticano y el escándalo del Vatileaks. Todos estos elementos no tocan directamente al rol de los gobiernos latinoamericanos.  

Por otra parte, en América Latina, a pesar de concentrar el mayor porcentaje de creyentes dentro de los casi 1200 millones en todo el mundo, el catolicismo viene perdiendo adhesión. Así lo expresa esta nota que afirma que “En Brasil, el país con más católicos en el mundo, la cantidad de practicantes que se consideran católicos cayó del 74 por ciento en 2000 al 65 por ciento en 2010, según datos del Gobierno”. Los datos del resto del continente no son mejores. La preocupación hacia América Latina pareciera estar más ligada a esta cuestión que a la radicalidad de procesos políticos que, hasta ahora, han tenido cortocircuitos menores con la Iglesia. Esto no niega que, en tanto institución al servicio de las clases dominantes, actúe a futuro, si vemos desarrollarse nuevos ascensos de masas en la región. 


La Iglesia y el control social


Marx definió a la religión como “el opio de los pueblos”. Pero el opio no actúa en el aire, sino que requirió su propio aparato de funcionamiento para garantizase estructura, continuidad y relación con las clases dominantes. En el marco de una sociedad dividida en clases antagónicas, la religión (al igual que la moral) es un factor actuante de la lucha de clases. La Iglesia como institución oficial de la religión católica puede actuar más efectivamente para atenuar las contradicciones de clase en la medida en que recupere prestigio y extensión.  

Gramsci, enfatizando el rol de los intelectuales tradicionales, es decir aquellas categorías intelectuales preexistentes y que además aparecían como representantes de una continuidad histórica no interrumpida aun por los más complicados y radicales cambios de las formas políticas y sociales”, señalaba a los eclesiásticos como ejemplo paradigmático de esa función. La casta clerical efectivamente pervivió más allá de cambios radicales como las revoluciones burguesas de los siglos XVII, XVIII y XIX. Como señala Fernando Rosso, tanto en Cuba como en otros países del Este europeo, las burocracias que emergieron en esos estados obreros deformados permitieron la continuidad de la Iglesia que, como quedó en evidencia en Polonia, jugaron un rol en los avances de la restauración capitalista.

Allí donde subsiste la desigualdad social, la Iglesia como institución amortiguadora de esas tensiones, está obligada a cumplir un papel. 


Iglesia y lucha de clases. De la Teología de la Liberación al Golpe del 76


Las décadas del 60’ y 70’ fueron prolíficas en lucha de clases, con ascensos revolucionarios en todo el mundo. Esto no podía menos que incidir al interior de la Iglesia, una de las instituciones de la “sociedad civil” más ampliamente extendidas por el tejido social. En América Latina, junto a la Teología de la Liberación y el Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo, emergieron tendencias internas que cuestionaron el alejamiento de la Iglesia de los pobres así como su alineamiento con los sectores dominantes.

Los golpes militares que cerraron ese proceso en América Latina pusieron de manifiesto un corte horizontal al interior de la Iglesia. En Argentina, se dio una división tajante. Por un lado la capa superior, completamente ligada a las FFAA y a las clases dominantes. Por el otro, sectores de la misma Iglesia que, junto con miles de luchadores obreros, estudiantiles y populares, fueron masacrados por el golpe genocida. 
Como señala Horacio Verbitsky en su libro La mano izquierda de Dios, “Hacia afuera, la Iglesia Católica constituía una de las fuentes de legitimidad del gobierno militar. Hacia el interior de las propias filas castrenses, santificaba la represión y acallaba escrúpulos por el método escogido, de adormecer con una droga a los prisioneros y arrojarlos al mar desde aviones militares” (Pág. 40). Es decir, la Iglesia argentina fue central en el genocidio cometido a partir de 1976.

La profundidad de esa actuación está marcando la asunción de Bergoglio. A pesar de los intentos de presentarlo como desligado del golpe de 1976, el papel central de la Iglesia argentina en el genocidio es más que evidente y el rol de Bergoglio al frente de la congregación de los Jesuitas muestra como imposible su “inocencia”. Ante esta discusión, que implica una debilidad “de origen” en la imagen del nuevo Papa, han salido a defenderlo el vocero del Vaticano Lombardi y, aquí, en nuestras tierras, los medios que fueron parte central del aparato ideológico del Golpe militar, es decir Clarín y La Nación. 



De las batallas ideológicas a las batallas políticas


Pero el combate contra la institución Iglesia y su rol político-ideológico debe articularse con la necesaria batalla que, de manera paciente, los revolucionarios deben llevar adelante para ayudar a los sectores explotados y oprimidos de la masas a superar la creencia en una salida en “el más allá” que implica la absoluta resignación en el presente. Algo que, por ejemplo, las Bienaventuranzas expresan al celebrar el sufrimiento y la pobreza.

Lenin, citando a Engels señalaba que sólo una práctica social consciente y revolucionaria, será capaz de librar de verdad a las masas oprimidas del yugo de la religión”. Es decir, la superación de la conciencia religiosa no puede ser impuesta sino que es el resultado, en primer lugar, de la actividad consciente de las masas mismas. Pero la verdadera posibilidad de superarlo sólo puede ser abierta por la liquidación del orden capitalista, única base real para la superación de las contradicciones brutales de las contradicciones económicas que fortalecen la “fe en el más allá”. Al decir de Marx “la miseria religiosa (que) es, al mismo tiempo, la expresión de la miseria real y la protesta contra la miseria real” y “la critica a la religión es, en germen, la crítica a este valle de lágrimas, rodeada de una aureola de religiosidad”.
Pero, como señalamos al principio, la misma designación implica consecuencias sobre la política nacional. Un efecto que seguramente veremos será el fortalecimiento de la Iglesia como mediación política de peso en la escena nacional. Un argentino en el Vaticano es un espaldarazo para una institución que tiene un alto desprestigio en sectores de masas, producto de su rol en la Dictadura y de haberse opuesto a cambios democráticos, como la Ley del Matrimonio Igualitario, recientemente.

De allí que todo paso que pueda ser dado que vaya en el camino de debilitar su poder e influencia, tiene un carácter progresivo. La experiencia de los años 70’ en Argentina mostró que, a pesar de las tendencias críticas que emergieron en su seno, la Iglesia no pudo ser reformada. Por el contrario, terminó actuando como parte del armado golpista que garantizó el aniquilamiento de una generación entera de luchadores y luchadoras revolucionarias. Fue la que, ideológicamente, fundamentó la “justeza o no” del accionar genocida contra los enemigos “de la Patria y de Dios”, llegando a plantear que “Satanás es el padre de todos los subversivos” (Verbitsky, pág. 35).
La lucha contra esta institución reaccionaria, cómplice de la masacre de una generación de luchadores obreros y populares, que hoy se opone a los derechos de las mujeres y las personas LGTTB, es una bandera más para marchar este 24 de marzo.

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