Eduardo Castilla
Hace pocos días se cumplieron 73 años del asesinato de León Trotsky. La
historia escrita por los intelectuales de la clase vencedora ha intentando
hacer añicos la figura de una de las grandes personalidades de la política
revolucionaria del siglo XX. A ello ha colaborado activamente la traición a la
causa socialista por una enorme mayoría de corrientes y partidos a lo largo del
siglo XX. Especialmente pernicioso ha sido el rol del estalinismo. En ese
marco, la falsa idea de que stalinismo y trotskismo eran dos caras de la misma
moneda aún recorre las mentes y las plumas de reformistas, intelectuales
burgueses y algún que otro “revolucionario” de palabra. Sostener (aún) que si
Trotsky triunfaba el destino reservado a la URSS y al conjunto del movimiento
comunista era el mismo, constituye una afirmación carente de fundamentos, salvo
que se quiera confiar en la maldad “congénita” de las personas o en principios
abstractos como las “concepciones invariables” del marxismo.
En este post, a riesgo de hacer
un recorte (relativamente arbitrario) de los múltiples combates de Trotsky en
los años 20’, queremos detenernos en algunas discusiones sobre la construcción
del estado soviético, cuando emerge la burocracia estalinista. Trotsky levantó
un programa opuesto al que impulsaron las fracciones mayoritarias del Partido
Comunista de la URSS. Programa que, de haberse llevado a cabo, hubiera
permitido que el destino de la revolución rusa y la revolución mundial fuera
otro.
La revolución rusa y sus límites
Marx escribió en El
18 Brumario de Luis Bonaparte que los individuos hacen la historia, pero no en condiciones libremente elegidas
sino en aquellas que han heredado. Cada generación entra a un mundo “ya
construido”. Pero las revoluciones son los momentos históricos donde esa
dinámica se quiebra y las condiciones objetivas pueden ser moldeadas por la
“voluntad colectiva” de las masas, de la cual las “voluntades individuales”
pueden (o no) ser expresión concentrada.
Igual dinámica, en sentido inverso, acontece con las contrarrevoluciones. Las
“condiciones subjetivas” actúan como un factor fundamental en el retroceso de
la revolución. Trotsky afirmaba en 1926, en las Tesis
sobre revolución y contrarrevolución que “las esperanzas engendradas por la revolución son
siempre exageradas (...) de estas mismas condiciones surge uno de los más
importantes -y además, uno de los más comunes- elementos de la
contrarrevolución. Las conquistas ganadas en la lucha no se corresponden, y en
la naturaleza de las cosas no pueden directamente corresponderse, con las
expectativas de las masas (...) La desilusión de estas masas, su retorno a la
rutina y a la futilidad, es una parte integrante del período
post-revolucionario”.
La ausencia de revolución triunfante en los países de Occidente fue un factor
central de este cansancio subjetivo. Pero el mismo se combinó con contradicciones
objetivas como la extrema pobreza del país o la enorme destrucción causada por la
guerra mundial y la posterior guerra civil. Ese conjunto de elementos fueron trabas
a las posibilidades de un “rápido despegue” económico. Por el contrario,
contribuyeron a la profundidad de la crisis social y a acentuar el agotamiento
de las masas. En esa situación, una casta burocrática que desarrolló sus propios
intereses desde los puestos que ocupaba en el naciente estado, creó, como recuerda Trotsky en Mi vida, un nuevo tipo de individuo: el burócrata arribista, opuesto cien por
ciento al revolucionario pre Octubre.
En los orígenes de la
burocracia soviética
Tal como se desarrolló con posterioridad, la burocracia soviética emerge
como subproducto de una pluralidad de causas, donde la conjunción entre limitaciones
estructurales y el agotamiento de las masas ocupan un lugar central. Trotsky desarrollará exhaustivamente esa génesis
y su evolución en La Revolución Traicionada. Pero ya en 1923 va a plantear las condiciones
que hacen emerger las tendencias burocráticas. En El Nuevo Curso, dirá “El
burocratismo es un fenómeno social en tanto que sistema determinado de
administración de los hombres y de las cosas. Sus causas más profundas son la
heterogeneidad de la sociedad, la diferencia de los intereses cotidianos y
fundamentales de los diferentes grupos de la población. El burocratismo se complica debido a la carencia de cultura de las
masas”. (Resaltado propio)
El atraso de las masas y su carencia de cultura (algo sobre lo que también
insistirá Lenin) son un factor esencial de la conformación de la casta
burocrática[1]. Este
límite se expresaba, entre otras cosas, en los altísimos niveles de analfabetismo.
De ahí surgirá la necesidad de cubrir los puestos del estado con militantes
partidarios y obreros avanzados. Pero además será preciso incorporar a integrantes
del viejo aparato estatal zarista. Señala Moshé Lewin “Las
administraciones industriales empiezan a afirmarse (…) al lado de ellas se
encuentra en los servicios locales y centrales una enorme masa de funcionarios
que son, según Lenin, antiguos burócratas zaristas y que ocupan un lugar cada
vez más importante en la vida política (…) El régimen no podía prescindir de
una máquina gubernamental de este tipo, pero, y siempre según la opinión de
Lenin, esta maquinaria no es soviética, constituye una vergonzosa anomalía” (pág.
26).
Esta “vergonzosa anomalía” se oponía a la “norma” programática de El Estado y la revolución, pero aparecía
como la única variante posible en un país donde la inmensa masa de la población
era campesina y la clase trabajadora una minoría social. Lewin añadirá: “Las funciones gubernamentales merman las
filas de la clase obrera, especialmente en los
sectores donde se había reclutado
su vanguardia: metalúrgicos, ferroviarios o mineros. La utilización de los
obreros en el aparato administrativo fue quizá la carga más pesada para el
proletariado ruso, cuyo número
no abarcaba más de tres millones
de obreros industriales. El propio Lenin lo constata: "Las fuerzas del
proletariado han sido sobre todo agotadas
por la creación del aparato administrativo". Así, la institución
que toma cuerpo social y “crea” un estrato con intereses propios es el estado
como tal que, al decir de Lewin, “se ha convertido, contra la voluntad de
los funcionarios en cuestión, en un auténtico sostén social del poder”
(pág. 27).
Esta casta burocrática hará propia la “teoría” del socialismo en un solo
país, acorde a su pasividad y conformismo. Trotsky escribirá que “En todas las grandes luchas políticas se
puede descubrir en definitiva la cuestión del bistec. A las perspectivas de la
‘revolución permanente’ la burocracia oponía la del bienestar personal y el
confort” (citado en Jean-Jacques Marie. Pág. 321-322)
Una lógica no lineal de la construcción socialista
Desde el inicio del proceso de
burocratización, Trotsky señalará la necesidad de contrapesar los mecanismos que
aceleraban el crecimiento de las tendencias burguesas, una vez establecida la
NEP. Como primera medida sostendrá la necesidad de fortalecer socialmente a la
clase trabajadora. En abril del 23’ afirmará
que “la clase obrera puede mantener y
fortalecer su rol dirigente, no mediante el aparato del estado o el ejército,
sino por medio de la industria que da origen al proletariado”. Pero planteará
que uno de los peligros para el naciente estado soviético es tratar de “sobrepasar el desarrollo económico” por
medio de “medidas administrativas” burocráticas.
Lejos de una visión que apuntase a un
desarrollo unilateral de las fuerzas productivas, para Trotsky era evidente la
necesidad de fomentar un crecimiento sostenido que no amenazara la alianza entre
el proletariado y el campesinado, verdadera base política y social del estado
soviético. En El Nuevo curso afirmaba
que “El problema que, desde el punto de
vista económico, tiene una gran importancia (decisiva en algunos países como el
nuestro pero muy diferente según el caso) es saber en qué medida el proletariado
en el poder logrará conciliar las exigencias de la construcción del socialismo
con la economía campesina”.
La lógica de un desarrollo lineal y sin
contradicciones será la que lleve adelante la burocracia soviética, tanto su
ala derecha encarnada en Bujarin como el centro de Stalin. Primero, permitiendo
el desarrollo, sin trabas, de las tendencias burguesas nacidas de la NEP, lo
que concluiría en la huelga del trigo 1927. Luego pasando, sin ningún tipo de
mediación, a la expropiación casi completa en el campo. Estos giros fueron
expresiones de lo que Trotsky, en 1928, definió como “una concepción mecánica de la economía del período de transición, en
tanto que economía de contradicciones en tránsito de desaparecer” (Qué es la smytchka).
La fórmula del desarrollo lineal del
socialismo, por fuera de las contradicciones sociales internas y del proceso de
la revolución mundial fue la del estalinismo, que se transformaría en una
carrera (burocrática) por el mayor desarrollo posible a partir del momento de
la Colectivización forzosa. Frente a ésta Trotsky escribirá en el prólogo a La Revolución
Permanente que “La industrialización es el resorte propulsor
de toda la cultura moderna, y, por ello, la única base concebible del
socialismo (…) No obstante, el desarrollo
asequible se ve limitado por el nivel material y cultural del país, por las
relaciones recíprocas entre la ciudad y el campo
y por las necesidades inaplazables de las masas, las cuales sólo hasta un
cierto límite, pueden sacrificar su día de hoy en aras del de mañana. El ritmo máximo, es decir, el mejor, el más
ventajoso, es no sólo el que imprime un rápido desarrollo a la industria y a la
colectivización en un momento dado, sino el que garantiza asimismo la
consistencia necesaria del régimen social de la dictadura proletaria, lo cual
quiere decir, ante todo, el robustecimiento de la alianza de los obreros y
campesinos, preparando de este modo la posibilidad de triunfos ulteriores” (resaltado propio).
El intento de encerrarse en la edificación de una sociedad
socialista nacional aislada "dentro de un plazo histórico rapidísimo"
era la posición de la burocracia soviética. Es decir, lejos de un fetiche del
desarrollo acelerado de las fuerzas productivas (como se afirma en esta
entrevista a Ariel Petruccelli)
hay, en la visión de Trotsky, una concepción dialéctica del desarrollo económico
de la URSS que tiene por objetivo central asegurar la consistencia de la
alianza obrero-campesina. Sólo de esta forma, era posible que la URSS fuera una
firme trinchera en la pelea por el avance de la revolución internacional.
Como afirma aquí,
acerca de la “teoría” del socialismo en un solo país, “el peligro político de la nueva teoría esta en el juicio comparativo
erróneo sobre las dos palancas del socialismo mundial: la de nuestras
realizaciones económicas y la de la revolución proletaria mundial. Sin que ésta
triunfe no construiremos el socialismo (…) La palanca de la construcción
económica tiene una importancia enorme. Si la dirección comete faltas, la
dictadura del proletariado se debilita (…) Pero la solución del proceso
fundamental de la Historia, suspendido entre el mundo del socialismo y el del
capitalismo, depende de la segunda palanca, es decir, de la revolución
proletaria internacional. La enorme importancia de la Unión Soviética consiste
en que constituye la base en que se apoya la revolución mundial y no en que,
independientemente de ella, será capaz de construir el socialismo”.
Los límites internacionales
de las batallas de Trotsky
Desde ese punto de vista, las batallas de Trotsky y los oposicionistas estaban
relativamente subordinadas a resultados externos a las mismas. Las derrotas de
la Oposición de Izquierda en el ‘23 y de la Oposición Conjunta en el ‘27 son,
en gran parte, consecuencia de los fracasos de la revolución socialista en
Alemania y en China. Esto permite el declive de las aspiraciones
revolucionarias de las masas y fortalece las posiciones de la burocracia al
interior de la URSS. Trotsky en Mi Vida, luego de la
masacre de Shanghai, afirmará que “Por el partido atravesó una oleada de
indignación. La oposición volvía a levantar cabeza (…) Había muchos camaradas
jóvenes que creían que aquel descalabro tan evidente de la política de Stalin
no tenía más remedio que llevar al triunfo a la oposición (…) hube de echar
muchos jarros de agua fría por las febriles cabezas de mis amigos jóvenes y de
algunos que ya no lo eran. Hice todo
género de esfuerzos por demostrarles que la
oposición no podía incorporarse sobre la derrota de la revolución china,
que la confirmación de nuestros pronósticos nos valdría, acaso, mil, cinco mil,
diez mil afiliados nuevos, pero que para millones de gentes lo importante y lo decisivo no eran los pronósticos, sino
el hecho de que el proletariado chino hubiese salido derrotado. Que después
del descalabro de la revolución alemana en el año 23, después de la derrota con
que se había liquidado la huelga general inglesa del ‘26, este nuevo revés experimentado en China no haría más que confirmar a
las masas en su desengaño respecto a la revolución internacional. Y que
precisamente este desengaño era la fuente psicológica de donde manaba la
política stalinista del reformismo nacional”.
Como es ampliamente conocido, esas
derrotas no fueron el resultado objetivo de la “relación de fuerzas” sino el producto
de una política timorata en el primer caso y de abierta conciliación de clase
con la burguesía, en el segundo. Pero, de conjunto, las derrotas alimentaban la
fortaleza de la burocracia estalinista que era, al mismo tiempo, la que
impulsaba una política desastrosa en la dirección de la Internacional
Comunista. Este círculo sólo podía quebrarse con el triunfo de una revolución y
la misma sólo podía ser el resultado de la combinación de la acción de masas
con un programa político correcto. Esa fue la apuesta estratégica de Trotsky
durante este período, sacando las lecciones revolucionarias de las batallas en
curso, tanto al interior de la URSS como en el terreno internacional. Como
señala en Mi Vida, a pesar de saber
que se encaminaban hacia la derrota, preparaban el camino para futuras
batallas.
La impostergable necesidad de la preparación estratégica
Hace unos años habíamos escrito, con
el amigo Jonatan Ros, una polémica
contra Eduardo Sartelli que, en un arrebato de pragmatismo, reivindicaba la “eficiencia”
revolucionaria, igualando a Mao, el Che, Fidel Castro, los dirigentes vietnamitas,
Lenin y Trotsky. Lo hacía sin poner en discusión las estrategias que guiaron
esas intervenciones. Lo que los unía era el “éxito” en la conquista del poder. Bajo
ese parámetro, se podía reivindicar el Trotsky de la toma del Palacio de
Invierno pero no al que luchó, casi en soledad, contra la degeneración
burocrática de la URSS en los 30’. En un debate con ribetes comunes, hace pocos
meses Paula Schaller discutió en este
post con Agustín Santella, acerca del voluntarismo
que, en su opinión, implicó la fundación de la IV internacional en 1938.
Esta división entre los momentos
de triunfos revolucionarios y los momentos de retrocesos implica dejar de lado
las tareas preparatorias para los grandes combates. León Trotsky escribía, poco
antes de la Segunda Guerra Mundial, que “Si
la relación de fuerzas desfavorable le impide mantener las posiciones
conquistadas, por lo menos debe aferrarse a sus posiciones ideológicas, porque
éstas expresan las costosas experiencias del pasado”. Precisamente la
batalla dada en los años 20’ contra la política de la fracción dirigente en la
URSS permite extraer lecciones programáticas y estratégicas para el futuro.
Hoy nos encontramos aún lejos de
verdaderas revoluciones sociales. La excepción es el contradictorio proceso de
Egipto. Pero rescatar el pensamiento de Trotsky, su método de abordaje de los
grandes problemas de la realidad, su concepción estratégica, entre otras
cuestiones, permite prepararse para esas batallas por venir.
[1]
Para ilustrar este
atraso es útil algo que señala Jean-Jacques Marie en Trotsky, revolucionario sin fronteras, acerca de los límites del
gobierno soviético para confiscar de las joyas de la Iglesia en función de
paliar el hambre existente. En abril del 22’ dirá Trotsky “el intento de confiscar los objetos de valor sin una prolongada
preparación política y organizativa ha sufrido una derrota, aún en Petrogrado
(...) frente a mi ventana hay una iglesia. De cada diez individuos que pasan
por la calle (contando a todo el mundo, incluidos los niños), al menos siete,
sino ocho se santiguan al pasar junto a ella. Y entre transeúntes hay muchos
soldados rojos, muchos jóvenes” (pág. 263). A casi 5 años de conquistado el
poder, la Iglesia Ortodoxa era capaz de movilizar a miles de personas en todo
el país, para enfrentar la confiscación de sus objetos de valor.
Eu acredito nas revoluções que acabam com a exploração e enriquecimento do homem pelo homem
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