miércoles, 19 de febrero de 2025

A little cuento in eight steps



Solapada en su silencio, silenciosa en su pavor, Camila caminó aquellos ocho pasos. Sus pies finos trazaron esa distancia mínima entre dos puntos. Levantó el teléfono y miró la pantalla. Perdidos en ese cristal frágil, sus ojos buscaban una señal de paz. Añoraban, ella, sus ojos y su cuerpo, un mensaje de calma, que los arrastrara lejos de la angustia que había invadido esa mañana.

El mensaje no estaba ahí. El teléfono solo ofrecía más publicidad, ese sistemático engaño que habita nuestras vida de manera invasiva, desde el alba a casi el alba. Alarmas. Nuevamente alarmas. Como si leyeran ya no sus historias, sino su cerebro. Como si supieran del constante estado de agitación que recorría la vida de Camila desde hace horas. La marca le sonó conocida: recordó un amigo que la vendía. Recordó una publicidad televisiva. Un chorro de humo saliendo de un tubo cilíndrico, invadiendo una habitación previamente invadida por un ladrón. Una invasión repelida por otra.

Dejó el teléfono. Caminó otros ocho pasos. Sus pies la llevaron al amplio ventanal del departamento. Abajo, doce pisos hacia el centro de la tierra, aceleraban motos, autos y colectivos. En verde, el semáforo sobre la avenida Corrientes abría el camino a esa jauría humana que corría en dirección al río.

Recordó el río. El suyo, el que estaba a cinco cuadras de su puerta. Un recuerdo descolorido de su insípida Alta Gracia. Un recuerdo casi apagado, que volvía por simple asociación mental con esa inmensidad que lleva el nombre de Río de la Plata. El suyo, décadas atrás, era poco más que un arroyo. Ahora, sabía por fotos y charlas con sus hermanas, era poco menos que un hilo de agua discontinuado, que seguía cruzando la ciudad en destino al verdadero río.

Volvió la cabeza hacia la mesa. Camila seguía esperando. Un mensaje, una llamada. Algo. Los recuerdos serranos vagos solo distraían esa ansiedad. Solo la diluían en un torrente caótico de pensamientos que actuaban a modo de sedante. Calmar el nerviosismo a base de ahogarlo.

Un leve movimiento en el teléfono la distrajo de su ensimismamiento. Estiró el brazo mientras aún daba el primero de los ocho pasos. Miró el cristal añorando el mensaje. Respiró fuerte. Una exhalación de alivio que bordeaba el llanto.


miércoles, 15 de enero de 2025

Words and clouds

 


Las palabras transitan -amontonadas, acurrucadas- su propia cadencia: se quiebran, se equilibran, se rompen, se trozan, se anidan y se juntan. Su esencia es el caos: el interminable desfile de significados y significantes, ansiosamente saturados de nada.

Se revuelven sobre el fondo de la lengua. Esa lengua que, a veces (solo a veces), sirve de pista de baile. Ofrenda un lugar destinado a una danza que, casi sin excepciones, termina en pequeñas gotas saladas que bajan por las mejillas y se pierden en el vacío, derrumbándose hacia un suelo que las espera sediento.

En esa lengua saturada cada palabra acredita su mercancía. Portadora de sentido. De deseos, de tristezas. Toda tristeza es un sentido. No todo sentido es una tristeza. Esa dualidad semántica confunde a más de uno. ¿Quién no ha sentido que la tristeza era el todo cuando debía ser la parte? ¿Qué parte de la tristeza nos remite a ese todo arrebatado de tensiones irresueltas, de sueños inacabados?

El sueño inacabado, por definición, conduce a la desesperanza. Arrima el fósforo a una mecha que se enciende y se prolonga, infinita, hacia un horizonte cualquiera. Una mecha sin final; sin bomba, sin cartucho, sin caboon.

Respiro. Miro el vaso. Pienso. Celebro el intento de escribir por escribir. De darle al teclado por el solo placer de darle al teclado. De extrañar ese tiempo en que el noble oficio de pegarle a las teclas no arrimaba ese leve dolor que tensa falanges e induce a parar.

Las palabras emergen en las pantalla. Nacen de ese torbellino caótico que anida en las cabezas que piensan sueños inacabados. Que los lloran y los celebran. Que caminan en ese mundo tortuoso de las pseudo-concreciones. Esas que, conformando pisos de verdad, nos dicen que todo lo que está escrito está aún escribiéndose y que las palabras se reducen, casi ontológicamente, a verbos.

Antojo

 


Tengo el recuerdo triste de una noche soleada. El infinito vacío poblado de recuerdos ansiosos. La angustia a flor de piel, esperando a ser salvada por algún sortilegio místico que, invocado a última hora, rescate temores, demonios y otras yerbas.

Tengo el silencio saturado de callarse, esperando a gritos el momento del rugido. La paciencia insípida, incapaz de reñir el día a día, de cruzar fronteras, de saltar obstáculos. Paciencia impaciente, atolondrada, ofuscada.

Tengo el sabor de tu pelo entre mis dedos, enredados como copos de placer; anclados, apenas, a centímetros de ese aliento que invade mi boca y mi rostro; que conmueve -prepotente- cada fibra; que altera, brusco, cada pedacito de (otra vez) piel, arrancando en un punto indefinido y expandiéndose, lejos, fuerte y completo.

Tengo antojo (de nosotros).

sábado, 11 de enero de 2025

Plaza de la Intendencia

 


Restregó sus ojos con el dorso de las manos. Volvió a mirar. Incrédulo, escéptico, un tanto triste. Ella caminaba por la vereda de enfrente. Ella caminaba. Su última imagen era la de la postración. La de una cama, toneladas de sábanas y la mirada entre furiosa y triste de su madre. Esa imagen se había consumido en el tiempo meses atrás. Era un fragmento de su memoria. Fragmento potente, dañino, hiriente, que volvía cada jornada.

Cruzó la calle para cruzarla. Saludó, mirando con asombro. Un tibio “hola” le respondió. Más que tibio era insípido, inodoro, desganado. Condensaba un deseo rígido de no estar ahí, de no haber caminado por esa vereda, andado esa calle, encontrado aquel rostro, al que ahora tenía que contemplar con la mejor cara de “acá no está pasando nada”.

Ella guardaba el mismo recuerdo. O uno similar, pero desde su propio ángulo: toneladas de sábanas envolviendo su cuerpo destrozado. Un brazo atado al metal; huesos que se soldaban en la grisura de un cuarto convertido en eterna morada.

Eran dos extraños. Dos pasados, distintos pero muy similares, que se contemplaban entre sí.

Las palabras irrumpieron abruptas:

-¿Hace cuánto estás caminando?

-Dos meses-respondió Nuria, secamente.

-¿No pensabas avisarme, decirme algo, llamarme?


La respuesta, instintiva e insultante fue alzarse de hombros. Nuria no ofrecía explicaciones. Quizás no las tenía. Aquellos meses habían conformado una tortura en el más completo de los sentidos. Atada a su cama estaba atada, también, a ese infortunio que le había tocado por familia. Ceñida a sus padres, siempre celosos de su salud y de todo aquello que pudiera motivar celos. De sus hermanos, regentes no designados de sus charlas, sus comidas y sus momentos de entretenimiento. La cama como una prisión, custodiada con lazos de sangre.

Él no lo entendió entonces. No lo entendería hasta muchos años más tarde. Cavilaría sobre aquel encuentro décadas más tarde, en la calurosa noche porteña, casi abrazado a una botella de vino. Pensaría en su indiferencia, en la distancia mínima que separándolos en ese instante, los alejaba para siempre. 

Recordó, en el tercer vaso de vino, aquella inclemente espera, aquel tiempo de ansiedad que se consumía esperando que Nuria se levantara de la cama y, un pie adelante, otro atrás, caminara a reconstruir los meses que precedieron a aquel salto regado de alcohol. Esa amargura copó su sangre y sus cuerdas vocales aquella tarde perdida en el tiempo mientras cruzaba a la Plaza de la Intendencia a intentar un diálogo tan imposible como incompleto.

martes, 31 de diciembre de 2024

Tristeza marina

 


La tristeza emerge con potencia asesina, devastadora. Mira al costado, con lástima. Escupe un poco de bronca. Escupe la cara de quien la padece. La tristeza ultrajando al triste. Humillándolo, haciéndolo sentir doblemente impotente: incapaz de conjurar la tristeza; incapaz de ponerle límites.

Allá, en el fondo del puerto, donde apenas se divisan sus rulos, Vera Lisboa camina hacia el barco. En ese caminar hay algo de cansado. Un pesar que va en ese bolso con rueditas y semeja toneladas. VL carga su propia tristeza. Hecha bollos, amontonada entre la ropa y los libros. Aun así, comprimida para guardar espacio, contiene una potente densidad. Un peso que parece doblar su espalda. Su hermosa espalda.

Ella zarpa. Sin destino. Sin destino claro. Pero se hace a la mar. A ese mar eterno e incesante al que pertenece. A ese mar que destruye egos, que convierte el sentir humano en poco más que tímido ruidito. Un minúsculo gemido, inaudible. Ese mar, quizás, es su destino. Ese mar y nada más que ese mar.

Edgard Copenhague es incapaz de mirar el barco. Mira el mar. Ese mar infinito que contempló fascinado una madrugada. Que, en marea alta o mara baja -él no lo sabe- le brindó las más maravillosas caricias.

Se pasa la mano por la cara para secarse el escupitajo de la tristeza. Mira el mar y sonríe. Espera, ansía, que el viaje de Vera sea exitoso. El mar siempre acompaña a una chica del Atlántico.

jueves, 5 de septiembre de 2024

El Tortoni

Vera Lisboa (V.L.) pidió disculpas. Había chocado sin querer contra aquella mujer. Sus ojos castaños se habían extraviado; miraban absortos las paredes de aquel viejo café. El Tortoni, con su historia, sus risas y sus llantos, recibía los rulos más hermosos; aquellas ondulaciones de adornaban una carita sorprendida.

Aquella tarde era de paseo. De conocer y conocerse. De caminar, mirarse y sonreírse. En aquel café histórico, rodeada de cuadros y fotos, V.L. afirmó, en cierto momento, sentirse como una adolescente. Edgar Copenhague (E.C.) la miró, atento, un tanto sorprendido. Aquella criatura maravillosamente viva y llena de energía parecía acurrucarse contra su propia silla, anunciando una timidez imperceptible la noche anterior.

E.C. sintió una nueva clase de fascinación por V.L. Otra, novedosa, distinta a la que había transitado en las horas previas. Distinta a aquellas otras, intensamente regadas de alcohol, ocurridas tres decenas de días antes.

V.L. habló de ella. Contó más cosas.

E.C. olvidó muchas. Su memoria es calamitosa; causa de reproches ajenos y errores propios.

No logra, sin embargo, olvidar aquella imagen de adolescente tímida contra una silla, un tanto incómoda, en un bar centenario.






martes, 3 de septiembre de 2024

Husserl y Kant

 


Apremiado por el compromiso asumido, Edgar Copenhague (E.C.) destapó la botella. No confiaba mucho en aquel vino. Recordaba haberlo probado. No cuando ni con quien. Pero era el precio posible de pagar en aquella racha de empobrecimiento repentino a la que lo condenaba la política oficial y una mala suerte que parecía divertirse con él.

Enfrentó al teclado. Por algún extraño motivo no le pareció tan áspero como había ocurrido a lo largo del día. Sabía que Vera Lisboa (V.L.) esperaba unas líneas. Un texto. Ese era, a fin de cuentas, el compromiso previamente pactado: “drunk text me”.

Quiso enhebrar dos ideas. Sintió que el recuerdo de los rulos de V.L. era un buen punto de partida. Un origen (inception) plantado en su cabeza meses atrás, que lo hacía pensar y escribir en circular. Asoció sus dedos a esos rulos y los rulos a unos ojos castaños que habían iluminado su living una noche de jueves. Recordó, además, Husserl y Kant, filósofos que le despertaron un interés ajeno al puro conocimiento filosófico. El era fan de Hegel. Lo seguía desde Cemento. O desde Tubinga.

Se descubrió mirando fijo el sofá donde aquellos dos apellidos habían sido pronunciados. Volvió los ojos al monitor. Leyó un soneto sobre pintura al óleo que los dedos de V.L. acaban de depositar en su pantalla.

Escribió: “Los acontecimientos de la historia se rigen por una extraña amalgama de azar y necesidad. Los acontecimientos de la historia personal sufren, en mayor medida, esa tensión. El azar suele sacudir cuerpos y cabezas al tiempo que se presenta como férrea necesidad. ¿Esos rulos entre mis dedos eran azar o necesidad?”.

La pregunta quedó flotando en el teclado.

miércoles, 28 de agosto de 2024

Sadness

 


¿Cómo procesar esta tristeza? Escribiendo una vez más. Dándole a un teclado rebelde que se resiste al vínculo que uno quisiera tener. Que se niega a poner las teclas en el lugar en donde caen los dedos. Dedos que, por algún extraño motivo, ejercen una labor completamente arbitraria, ajena a la voluntad del escribiente.

Ese escribiente no es Batherbly. No puede serlo. Ese es otro recuerdo. Aquel personaje es la negación de la compulsión. Es un acto pasivo de resistencia ante un mundo que impone, incluso cuando lo hace con la mayor de las paciencias.

Somos esa imposición y somos víctimas de la misma. Somos el extraño caso de un amor qué es y no puede ser. Que se materializa en palabras, en besos, en sonidos, en risas. Pero no puede ser más que un deseo. Un deseo ya ajado de tanto desearse. De tanto deambular circularmente sobre él mismo. Estancado, como aquel auto de un cuento de Samantha Schweblin, que encarna el estancamiento de una relación entre madre e hija. Nosotros estamos en el mismo barro. Por eso el amor se estancó y no puede salir. Porque el deseo sin la voluntad no es nada y la voluntad sin materia que la sustente no vive. O no se puede. O no se materializa.

Ese es el secreto de este fracaso: al deseo le falta la material voluntad. Carece de la entidad capaz de hacerlo posible.

La pregunta es casi retórica: ¿podemos torcer ese destino impotente? Podemos es una primera persona del plural de la que tengo que excluirme. En este caso, querer es poder y yo no quiero. Me adelanto a los hechos; camino al futuro sintiendo las crisis que desataré. Pienso y repienso para solo lograr anularme. Soy el resultado impotente de mi decisión consciente. El fracaso voluntario. La autocensura como programa de acción.

La tristeza no se va a ir. No se puede ir. Está arraigada al fondo del alma, dando por sentado que creemos en el alma. Que creo. Ese nosotros en plural no corresponde a nadie más. Hay, efectivamente, una cierta dosis de creencia en el alma cuando uno está enamorado. Hay una cuota de misticismo, donde todo resulta maravilloso y envolvente.

Esperemos que la tristeza se vaya pronto.

miércoles, 31 de julio de 2024

Vera Lisboa y Edgar Copenhague (E.C.) toman whisky



Edgar Copenhague (E.C.) caminó aquellas treinta cuadras con el viento de frente. Sentía, a cada paso, una leve herida en las mejillas. Entrecerraba los ojos por momentos, esperando amainara. Podría no haberlo hecho pero ansiaba caminar. Necesitaba estirarse; salir de esa posición casi fetal a la que lo condenaba la computadora.
Miró el celular. Una vez más. Como cada 10 minutos. La compulsión era más fuerte que su voluntad. Tenía más convicción, más decisión y más firmeza. Persistía en envolverlo en esas teclas digitales que lo convocaban a la más leve de las concentraciones; a la más efímera de las miradas. Esta vez fue distinto. Vera Lisboa (V.L.) había escrito. Al lado de la diminuta imagen de su rostro sonriente aparecían unas pocas palabras. Se insinuaba un mensaje; un llamado de atención.
V.L. le contaba su tarde. Gris, fría, poco amena. Le transmitía un enojo: con el mundo, con la estructura jerárquica del sistema escolar; con las distancias y los climas hostiles. Exigía, en compensación un abrazo.
E.C. recordó sus dedos entre los rulos de V.L.
Imaginó una escena: una fría tarde invernal a un par de kilómetros del mar; dos vasos de whisky; dos miradas que se cruzan; una infinita cantidad de palabras viajando en ambas direcciones, entre dos bocas que en ese momento pausaban los besos. Pensó en sus dedos recorriendo el cuero cabelludo de V.L. mientras la escuchaba desarrollar argumentos. Mientras la miraba mover las manos, gesticular y reír.
Dejó esa imagen al futuro, donde posiblemente correspondiera. Volvió al celular. Se sacó una foto. La borró. Se pareció demasiado serio a sí mismo. No era su perfil, pensó. Se preguntó si él tenía un perfil. Se confirmó que si tal cosa existía, la imagen que le devolvía el aparato no se correspondía con tal cosa. Se sacó una segunda foto. Sonreía. Le pareció más acorde a la demanda de V.L. La asoció a aquel abrazo reclamado a distancia, desde las inmediaciones del gélido mar marplatense. La envió. Sintió que en esa imagen iba el abrazo requerido.
Volvió a pensar en el whisky y en los rulos de V.L. Los imaginó, entre sus dedos, apenas una fracción de tiempo en el futuro.

domingo, 28 de julio de 2024

hegel y napoleón en Jena


 

Volvió a mirar por la ventana. Faltaban para que amaneciera. En la negrura de la noche se adivinaba un fulgor. Una luz tenue, leve, que venía de más allá de las montañas. Que se entrometía en la noche para anunciar un mañana absolutamente nuevo.

Georg no pudo evitar sonreír. La palabra "absoluto" le pareció en ese momento tan cristalina, tan limpia, tan transparente. Hacía días buscaba desesperado una idea. La encontró sin desearlo. Atónito ante un mundo que cambiaba mientras él lo miraba transformarse. Volvió a sus manuscritos. Escribió: “Solo persiguiendo el ser absoluto los fines particulares pueden realizarse”. Releyó. Volvió a hacerlo en voz alta. Alguna vez, no recordaba dónde, había leído que los buenos versos debían poder leerse en voz alta. Su memoria, cansada, no podía saber si lo había leído en esta vida o en otras vidas futuras. Cuando repasó la oración por tercera vez se sintió conforme.

Volvió a mirar por la ventana. Las luces del campamento militar empezaban a desteñirse junto a la luz del amanecer. Se descubrió impaciente. Ansioso. Deseando el paso veloz de las horas.

Georg habita un mundo de incertidumbres. Súbdito leal a la corona prusiana, siente en sus pulmones un aire revolucionario que nace al oeste. Que llega del Sena, presuroso y violento, arrasando todo a su paso. Georg mira el mundo con asombro, como si tuviese entre sus manos una herramienta que lo maravillara y no comprendiera. Como si mirara una notebook o un celular. Desesperado y desesperado. Desesperado de ansiedad, desesperado de extraviado. O viceversa.

Las horas se tornan inciertas. Reclaman un destino. Pronto lo tienen. O lo asumen. Desechas, destruidas, las tropas francesas abrazan la ciudad. Llevan en sus cuerpos las marcas de una batalla feroz, salvaje. Arrastran un sentimiento de triunfo atado a una amargura potente.

Al frente, con rostro adusto, va el Espíritu del mundo. Cabalga lento, parsimonioso, austero. Mira a cada ventana y cada puerta. Intenta leer los sentimientos de quienes asumen o deberían asumir como propia la derrota.

Encuentra, al azar, los ojos de Georg. Los contempla apenas un segundo. Luego vuelve la cabeza y mira al frente. Su caballo camina, lento, hacia adelante. 

Hegel guarda silencio: acaba de mirar a la historia de frente. La felicidad lo invade. La tristeza, también. Napoleón ya ignora su presencia.