Las palabras transitan -amontonadas, acurrucadas- su propia cadencia: se quiebran, se equilibran, se rompen, se trozan, se anidan y se juntan. Su esencia es el caos: el interminable desfile de significados y significantes, ansiosamente saturados de nada.
Se revuelven sobre el fondo de la lengua. Esa lengua que, a veces (solo a veces), sirve de pista de baile. Ofrenda un lugar destinado a una danza que, casi sin excepciones, termina en pequeñas gotas saladas que bajan por las mejillas y se pierden en el vacío, derrumbándose hacia un suelo que las espera sediento.
En esa lengua saturada cada palabra acredita su mercancía. Portadora de sentido. De deseos, de tristezas. Toda tristeza es un sentido. No todo sentido es una tristeza. Esa dualidad semántica confunde a más de uno. ¿Quién no ha sentido que la tristeza era el todo cuando debía ser la parte? ¿Qué parte de la tristeza nos remite a ese todo arrebatado de tensiones irresueltas, de sueños inacabados?
El sueño inacabado, por definición, conduce a la desesperanza. Arrima el fósforo a una mecha que se enciende y se prolonga, infinita, hacia un horizonte cualquiera. Una mecha sin final; sin bomba, sin cartucho, sin caboon.
Respiro. Miro el vaso. Pienso. Celebro el intento de escribir por escribir. De darle al teclado por el solo placer de darle al teclado. De extrañar ese tiempo en que el noble oficio de pegarle a las teclas no arrimaba ese leve dolor que tensa falanges e induce a parar.
Las palabras emergen en las pantalla. Nacen de ese torbellino caótico que anida en las cabezas que piensan sueños inacabados. Que los lloran y los celebran. Que caminan en ese mundo tortuoso de las pseudo-concreciones. Esas que, conformando pisos de verdad, nos dicen que todo lo que está escrito está aún escribiéndose y que las palabras se reducen, casi ontológicamente, a verbos.
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