sábado, 11 de enero de 2025

Plaza de la Intendencia

 


Restregó sus ojos con el dorso de las manos. Volvió a mirar. Incrédulo, escéptico, un tanto triste. Ella caminaba por la vereda de enfrente. Ella caminaba. Su última imagen era la de la postración. La de una cama, toneladas de sábanas y la mirada entre furiosa y triste de su madre. Esa imagen se había consumido en el tiempo meses atrás. Era un fragmento de su memoria. Fragmento potente, dañino, hiriente, que volvía cada jornada.

Cruzó la calle para cruzarla. Saludó, mirando con asombro. Un tibio “hola” le respondió. Más que tibio era insípido, inodoro, desganado. Condensaba un deseo rígido de no estar ahí, de no haber caminado por esa vereda, andado esa calle, encontrado aquel rostro, al que ahora tenía que contemplar con la mejor cara de “acá no está pasando nada”.

Ella guardaba el mismo recuerdo. O uno similar, pero desde su propio ángulo: toneladas de sábanas envolviendo su cuerpo destrozado. Un brazo atado al metal; huesos que se soldaban en la grisura de un cuarto convertido en eterna morada.

Eran dos extraños. Dos pasados, distintos pero muy similares, que se contemplaban entre sí.

Las palabras irrumpieron abruptas:

-¿Hace cuánto estás caminando?

-Dos meses-respondió Nuria, secamente.

-¿No pensabas avisarme, decirme algo, llamarme?


La respuesta, instintiva e insultante fue alzarse de hombros. Nuria no ofrecía explicaciones. Quizás no las tenía. Aquellos meses habían conformado una tortura en el más completo de los sentidos. Atada a su cama estaba atada, también, a ese infortunio que le había tocado por familia. Ceñida a sus padres, siempre celosos de su salud y de todo aquello que pudiera motivar celos. De sus hermanos, regentes no designados de sus charlas, sus comidas y sus momentos de entretenimiento. La cama como una prisión, custodiada con lazos de sangre.

Él no lo entendió entonces. No lo entendería hasta muchos años más tarde. Cavilaría sobre aquel encuentro décadas más tarde, en la calurosa noche porteña, casi abrazado a una botella de vino. Pensaría en su indiferencia, en la distancia mínima que separándolos en ese instante, los alejaba para siempre. 

Recordó, en el tercer vaso de vino, aquella inclemente espera, aquel tiempo de ansiedad que se consumía esperando que Nuria se levantara de la cama y, un pie adelante, otro atrás, caminara a reconstruir los meses que precedieron a aquel salto regado de alcohol. Esa amargura copó su sangre y sus cuerdas vocales aquella tarde perdida en el tiempo mientras cruzaba a la Plaza de la Intendencia a intentar un diálogo tan imposible como incompleto.