Reposteamos a el violento oficio de la crítica con este muy buen texto de Hernán Aragón
Bernard Shaw escribió, en 1923, “Santa Juana”: la historia de la “Doncella”
que se convirtió en soldado - vestía como tal - y por designio de Dios y Santa
Catalina tenía encomendado liberar a Francia de los invasores ingleses.
Juana además de ser una joven campesina, era por sobre todas las cosas
un mal ejemplo, una figura revulsiva para la moral, las leyes y convenciones de
la Edad Media. Todas las épocas tienen las suyas.
Acusada por la iglesia católica de herejía, brujería y hechicería, fue quemada
en la hoguera a la edad de solo 19 años. La particularidad del caso es que a
favor de su ejecución estuvieron de acuerdo tano las autoridades inglesas como francesas,
es decir el clero, los nobles y los jefes militares de ambos países.
La tragedia es mayor porque, a pesar de infundirle moral a una Francia
en ruinas, dirigir a su ejercito a liberar a la sitiada Orleans y coronar a Carlos
- el delfín - en la catedral de Reims (Notre-Dame de Reims), Juana de Arco
estaba sola.
Pero la historia no se agota con su crimen infame. En 1456 la Iglesia la
rehabilita de todos los cargos, la designa venerable en 1904, la declara beata
en 1908 y finalmente la canoniza en 1920.
En el final de la obra de Bernard Shaw, Juana se reúne con el rey
Carlos, con sus verdugos y con quienes, de una u otra manera, la traicionaron.
Todos ellos le lloran arrepentimiento. En ese momento ingresa un oficial de la
iglesia con la misiva de que Juana acaba de ser canonizada. La adulación de
todos los presentes se vuelve inmensa. Con la inocencia que la caracterizaba,
Juana les dice algo más o menos así: “-
Oh, si ahora soy una santa, entonces puedo hacer milagros. Y si puedo hacer
milagros, puedo resucitar. ¿Creen ustedes que debería hacerlo?”
Cauchon, obispo francés, le responde que es mejor que siga muerta,
porque los ojos del mundo aún no han aprendido a diferenciar entre los santos y
los herejes.
Todos, cada cual con una excusa pertinente, se retiran y Juana vuelve a
quedarse sola.
Se acaban de cumplir 36 del golpe genocida. ¿Por qué la “Santa Juana” se
vuelve tan presente? ¿Por qué su rostro se confunde con la imagen de algún
desaparecido? Será tal vez porque los Cauchon que besaron la cruz de quien
antes habían mandado a quemar, abundan por todos lados.
36 años no pueden compararse con los casi cinco siglos que a Juana le
costó convertirse en santa. A 36 años los leños de la hoguera aún siguen
humeantes, por más que algunos que convierten los patíbulos en museos de la
memoria se esfuercen soplándolos.
Las analogías son, por cierto, intencionadas. Si Juana en vez de nacer
en 1412 lo hubiese hecho en 1957 no hubiese sido una hereje, sino una sucia trotskista,
una guerrillera de mierda o una subversiva a la que era preciso eliminar.
Juana miró con escepticismo cuando un ex presidente descolgaba el cuadro
de uno de sus inquisidores. Desde entonces, el nombre de la doncella estuvo en
todos los actos y ceremonias, recibió ofrendas y hasta se juró por el. Pero Juana
parece haber comprendido que los partidos de la burguesía solo pueden hacer
canonizaciones parciales y que si erigen estatuas, lo hacen solo para dilapidar
su contenido heroico. Ante todo el terror al fuego liberador. No sea caso que
alguien quiera volver a prender la mecha.
Si no fuera así, pensemos sino qué sucedería si Juana y los 30.000
desaparecidos se presentaran hoy ante las autoridades gubernamentales y
preguntaran con la inocencia de la campesina guerrera: ¿”y si resucitamos?”
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