Para
quienes no tenemos la suerte de conocer Europa, el incendio de Notre
Dame apareció como un motivo de tristeza más. Si alguna vez el azar
o el destino nos deparan pisar el viejo continente, no podemos estar
seguro de que la imponente mole estará ahí para maravillarnos con
su inmensidad.
Una
(gran) amiga cordobesa me contó que se le piantó un lagrimón. No
era para menos. Un milenio de historia y cultura ardía desde las
pantallas.
Las
llamas que asaltaron la milenaria catedral parisina dispararon más
de una discusión en estas tierras. La ignorancia idiomática nos
impide saber si ocurrió en otras. Las redes sociales dieron
testimonio. Leímos festejos asociados a una consigna: “la única
iglesia que ilumina es la que arde”.
La
clase obrera del siglo XIX e inicios del XX marchó, luchó y fue
masacrada bajo la perspectiva de una emancipación que no se reducía
a una simple mejora en la situación material.
Socialistas,
anarquistas y sindicalistas revolucionarios montaron clubes obreros y
bibliotecas; editaron libros y revistas. Educaron a la clase obrera,
sembraron una conciencia que aspiraba a una emancipación más amplia
que el aumento salarial.
La
estrategia política de aquellas organizaciones se chocó con un
mundo convulsionado. Antes de convertirse en un freno a la lucha
revolucionaria, se tornó impotente. El siglo XX dejó al desnudo que
el derecho a la cultura y al ocio no se podían conquistar por la vía
evolutiva. Había que cruzar armas con la burguesía, hacer tronar
cañones y batirla. La revolución violenta hizo su entrada en escena
desde Oriente.
Quince
años después, sufriendo las aspereza de un planeta sin visado, León
Trotsky hablaba
ante una concurrencia de estudiantes daneses.
“Casi
no vale la pena detenerse en los lamentos, según los cuales la
Revolución de Octubre ha conducido a Rusia a la declinación
cultural (…)
el
monopolio de una pequeña minoría sobre los bienes de la cultura ha
quedado deshecho. Pero todo lo que era realmente cultural en la
antigua cultura rusa permanece intacto. Los “hunos” bolcheviques
no han pisoteado ni las conquistas del pensamiento ni las obras del
arte. Por el contrario, han restaurado cuidadosamente los monumentos
de la creación humana y los han puesto en orden ejemplar. La cultura
de la monarquía, de la nobleza y de la burguesía se ha convertido,
al presente, en la cultura de los museos históricos (…)
la
Revolución de Octubre ha creado la base de una nueva cultura
destinada no a los elegidos, sino a todos”.
Quien
se precie de luchar por una sociedad plenamente libre de opresión y
explotación debería renunciar a la destrucción de la cultura
pasada como una norma o programa. La emancipación no puede
construirse sobre ruinas.
El
odio hacia una institución reaccionaria como la iglesia resulta
harto comprensible. El deseo por destruir aquello que se asocie a
ella, también. En la Argentina de 2019 actúa como cabeza de la
batalla que se libra contra el derecho al aborto legal.
Pero
“la única iglesia que ilumina es la que arde” no puede ser nunca
el norte del socialismo revolucionario. Los edificios no son, en sí
mismos, las instituciones y los individuos que ejercen el poder desde
ellas. En ellos se concentran toneladas de historia. Debajo del
ladrillo, el cemento y las mistificaciones, es posible hallar el
potente trabajo humano que las puso en pie. Un potente trabajo que
demuestra la posibilidad de desafiar cualquier límite. La escalera
de la emancipación tiene allí un primer escalón.
El
desinterés (o el desprecio abierto) hacia la cultura no tiene nada
de natural. Cuando el aroma de la 2° guerra mundial invadía cada
rincón de Europa, en el lejano exilio mexicano, Trotsky
citaba a Marx
“La
acumulación de la riqueza en un polo es, en consecuencia, al mismo
tiempo de acumulación de miseria, sufrimiento en el trabajo,
esclavitud, ignorancia, brutalidad, degradación mental en el polo
opuesto, es decir, en el lado de la clase que produce su producto en
la forma de capital”.
La
ignorancia, la brutalidad y la degradación mental son otro producto
legítimo del capital. Tanto como la contaminación ambiental, la
extrema pobreza y los fachos.
Los
años de neo-liberalismo profundizaron aquellos trazos. Para millones
el mundo se volvió un lugar de supervivencia. La “fatiga que
embrutece”-al decir del mismo Trotsky- se convirtió en norma.
Para
la clase obrera, el derecho al ocio y a la cultura es un derecho
inalienable. Un derecho que también pasa por apropiarse y aprender
aquella cultura que ya existe, que nos ha sido legada por siglos y
siglos de trabajo e ingenio humano. Aquella cultura que el llamado
“mercado” no considera “apta” para explotados y explotadas.
Porqué la historia, la arquitectura, la pintura, la escultura no
está ahí, a mano. No vienen encadenados en ningún algoritmo ni
figuran en las listas de Spotify.
El
comunismo plantó bandera hace siglo y medio, peleando la conquista
de tiempo libre, sustrayéndolo al dominio del capital. Un tiempo
libre para ser destinado al ocio, al enriquecimiento cultural, a
descubrir las millones de maravillas que habitan un mundo sembrado de
prohibiciones para la clase trabajadora y el pueblo pobre.
Prohibiciones que hay que dinamitar.
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