Por Paula Schaller
La insistente reivindicación de Cristina en torno a la
figura de Juan M. de Rosas como supuesto defensor de la soberanía nacional,
cuestión acompañada de una política de reimpulso a la corriente histórica
revisionista con la creación por decreto del Instituto
de Revisión Histórica Manuel Dorrego, parece marcar un giro
ideológico-cultural cada vez más claro como hilo articulador del “nuevo relato
K”.
Si en la “primera infancia K”, signada por la impronta
de las jornadas revolucionarias de diciembre del 2001 que habían jaqueado la
legitimidad de las instituciones políticas burguesas, el relato gubernamental
abrevó en la reivindicación de la militancia setentista, -con un Néstor
Kirchner del 23 % de los votos que se asumía heredero y continuador de esa
lucha para construir legitimidad política y recomponer el quebrado consenso de
masas con el régimen-, en la “adultez K” (donde dicha empresa fue ya
consumada), el cristinismo, 54 % de los votos y crisis internacional mediante,
necesita hacerse de un nuevo marco de referencia que actúe como sustrato de la
ideología del Estado en los nuevos tiempos que se abren. Cristina se alista
para “pilotear la tormenta” a favor del empresariado y ya guardó en el cajón de
los recuerdos el “nunca menos”
anunciando tarifazos y topes salariales, y como preparativo estratégico viene
atacando a los sectores de vanguardia y la izquierda. Para las batallas que se
avecinan, donde se hará cada vez más evidente la mutación del propio
kirchnerismo (de la “izquierda” a la derecha del arco político), Cristina
parece querer rearmase con un arsenal ideológico que, pese a sus intentos de
cubrir por izquierda (“queremos reivindicar a los que defendieron el ideario
nacional y popular ante el embate liberal y extranjerizante”, planteó en el
discurso donde anunció la creación del Instituto) abreva en las fuentes de la
tradición nacionalista de derecha, con la reivindicación del caudillo
“Restaurador de las Leyes”, jefe de la Mazorca y destacado representante de la
oligarquía que se hizo gran latifundista a pura guerra contra el indio.
Pero con esto, lejos de traer algo nuevo, Cristina no
hace más que repetir al peronismo histórico (siempre ecléctico, que contuvo
desde la reivindicación coockista de la lucha armada hasta la admiración de
Perón por la falange española) que supo encontrar en los caudillos federales un
mito de origen de la causa nacionalista y patriótica de la que se planteaba
continuador. Este relato peronista satisfizo tanto a sus alas izquierdas - no
es casual que Montoneros haya adoptado esa denominación, en referencia a las
montoneras federales-, como a sus alas derechas -no está de más recordar que el
escaso apoyo cosechado por Perón bajo sus dos primeros gobiernos entre la
intelectualidad (antes de que la radicalización de franjas de masas de la
juventud y la pequeño-burguesía las llevara del gorilismo al peronismo) provino
de círculos nacionalistas reaccionarios inscriptos en la tradición del
revisionismo que, como se explica acá,
tenían un fuerte discurso anti-liberal, católico y ultra-tradicionalista. A
este sector el peronismo le entregó el control de las Universidades.
Pero habrá que esperar al tercer Perón para encontrar una reivindicación más
explícita de la corriente revisionista por parte del general.
No es casual, tampoco, que el giro neo-revisionista de
Cristina reúna hoy en fervorosos aplausos al benjamineano Forster
y al ayer menemista y furibundo rosista Pacho O’Donell, que cubren los
distintos flancos del proyecto cultural K.
El bonapartismo “connatural” al peronismo (cuya
quintaesencia es la idea del Estado que se “eleva” por encima del
capital-trabajo para “armonizar”) y que en su fase cristinista va hacia la
consumación de la restauración conservadora -cuestión que ha sido largamente
debatida acá-
llevó al tercer Perón y hoy a Cristina, a buscar en el caudillismo el antecesor
histórico de su movimiento. En ambos casos, más allá de las importantes diferencias
que median entre la
Argentina del 73-74 y la del 2011, se trataba de imponer el
orden como necesidad burguesa estratégica y fortalecer la figura a la cabeza
del Estado como garantía de la estabilidad, y en esa operación la referencia al
“Restaurador de las leyes” venía como anillo al dedo.
En el marco de la creciente radicalización obrera y
juvenil, para Perón se trataba justamente de fortalecer el rol de las Fuerzas
Armadas como institución bonapartista capaz de conducir la “liberación
nacional”: “la verdadera tarea nacional
es la liberación (…) la tarea se hace así contra el colonialismo, y el
compromiso de las Fuerzas es con el desarrollo integrado del país en su
conjunto, realizado con sentido nacional, social y cristiano”; y para eso
promovía el pacto social: “nosotros
propiciamos que el acuerdo entre trabajadores, los empresarios y el Estado,
sirva de base para la política económica y social de nuestro gobierno (…) es el
mejor camino para lograr, con el aporte de todos, sacar adelante al país. Los
que hayan violado las normas salariales y de precios, como los que exijan más
de lo que el proceso permite, tendrán que hacerse cargo de sus actos”.
Cualquier similitud con la retórica de Cristina, que
ante el avance de la crisis internacional y el desarrollo del sindicalismo de
base, llama al movimiento obrero a “no boicotear” el “modelo” con pedidos de
aumentos salariales, no es pura coincidencia.
El revisionismo… ¿la corriente nac &pop de la
historiografía nacional?
Es sabido que la polémica acerca del rol
histórico-político de Rosas es uno de los grandes nudos problemáticos de la
historiografía nacional, que remite al debate más general sobre el rol del
caudillismo en el proceso de consolidación del Estado. Desde mediados del s.
XIX en adelante, y como parte del proceso de consolidación de la identidad
nacional, la historia oficial construida post- Caseros por el ala liberal de la
oligarquía (Vicente F. López y Bartolomé Mitre, entre otros) se basó en la
antinomia de la burguesía liberal porteña -como expresión de los intereses de
la “nación civilizada”- en oposición a los caudillos del interior, símbolos del
atraso y la “barbarie” que implicaban un freno a la consolidación estatal y el
progreso del país.
Contra este relato de “la historia oficial”, el
revisionismo rosista, surgido en los años ‘30 del siglo pasado, puso a los
caudillos, y en particular a la figura de Rosas, en el lugar de auténticos
representantes de los intereses del pueblo, supuestos defensores de la nación
frente a la dominación extranjera. De esta manera, tanto el revisionismo de
vertiente más conservadora de los años ‘30, que tendía a identificar la causa nacional con la política
de elites ultramontanas (lo que llevó a muchos a la reivindicación del uriburismo),
hasta el revisionismo más de izquierda de los ‘50 y ‘60, identificó en los caudillos federales la
acción del pueblo, oponiendo a la historia de los grandes héroes de la
oligarquía dominante una historia donde las masas y sus intereses de clase
están igualmente ausentes y sólo hallan expresión de la mano de alguna fracción
de la oligarquía. El revisionista José
María Rosa lo expresaba claramente: “eran los jefes. Sentían e interpretaban a la
comunidad, y puede decirse que la comunidad gobernaba a través de ellos. Eran ‘aristócratas’,
como los he llamado, con protesta de quienes no leyeron a Aristóteles y no
saben dar a la palabra su acepción correcta: porque un aristócrata es un
auténtico representante del pueblo; sólo se da la aristocracia en función del
pueblo gobernado.” (Rivadavia y el imperialismo financiero, pgs. 195-196)
Lejos de los actuales mitos de los intelectuales
kirchneristas alrededor del revisionismo como una corriente progresista dentro
de la historiografía nacional, lo cierto es que este surgió en la década infame
impulsado por sectores de la propia oligarquía -como el uriburista Carlos
Ibarguren- que por su misma pertenencia de clase no podía
plantear una revisión progresiva de la historia liberal mitrista. Y como para
muestra basta un botón, veamos la reivindicación
que ésta hacía sobre Rosas: “su acción
pública se aplica enérgicamente para defender el orden y la disciplina.
Representa en nuestro pasado la encarnación más eficaz y potente del espíritu
realista y conservador (…) Fiel a su
visión medioeval y reaccionaria, consecuente con las convicciones que siempre
mantuvo, fue el brazo irresistible de la reacción conservadora (…) Odio eterno
a los tumultos! Amor al orden! Obediencia a la autoridad!”
Revisionista se hizo un sector de la oligarquía que,
en el marco de la crisis económica mundial de los años ‘30, el auge del
fascismo en Europa y el ascenso del Yrigoyenismo al poder, fue desarrollando un
nacionalismo fuertemente conservador, viendo en el general Uriburu la figura
capaz de imponer orden y tradición. Por eso, muchos de éstos primeros
pro-rosistas fueron firmes partidarios del fascismo y el nazismo, como el Dr. Manuel
Fresco, miembro de la Alianza Libertadora
Nacionalista, propietario del diario Cabildo -pro-alemán-, gobernador
conservador de la Provincia
de Buenos Aires, que envió al propio Hitler de regalo un facón con la figura de
Rosas grabada.
Asimismo, en el marco del Pacto Roca-Runcimann
promovido más tarde por Justo, un sector de la oligarquía que se vio desplazado
por la reducción de sus cuotas de exportación frente al acuerdo con Inglaterra
-como los hermanos Irazusta, de familia ganadera de Gualeguaychú-, apeló a un
nacionalismo conservador buscando en la historia el “momento” antiimperialista
de las clases dominantes y sus héroes, embelleciendo así la política de
sectores reaccionarios de la oligarquía ganadera bonaerense. Así fue que nació
la obra fundacional del mito de un Rosas antiimperialista: “La
Argentina y el imperialismo británico”.
Si bien en los ‘40, ‘50 y ‘60 surgieron sectores de
izquierda dentro del revisionismo (Jorge Abelardo Ramos y Puigróss entre
otros), la matriz de un Rosas “representante de los intereses nacionales”, se
mantuvo.
Pero la historia muestra que ningún ala de la
oligarquía argentina, ni sus expresiones políticas, unitarios y federales, en
sus distintas facciones internas, desplegó una política tendiente a consumar
las tareas propias de la revolución burguesa impulsando un desarrollo autónomo
del país; algo que Milcíades
Peña sintetizó planteando “en ningún momento la burguesía
argentina fue capaz de realizar una transformación que conjugara el desarrollo
económico de tipo industrial y la independencia nacional sin las rémoras de
algún neoimperialismo.” (Alberdi, Sarmiento, el 90. Límites del nacionalismo
argentino en el s. XIX, Buenos Aires, Fichas, 1073, pg. 55.)
Si hacia la década del ‘80 del s. XIX (momento en que
culmina el largo camino hacia la consolidación del Estado centralizado)
Argentina emergió como país claramente dependiente financiera, comercial y
políticamente de una Inglaterra en pleno desarrollo hacia el imperialismo
moderno, esto de ninguna manera se gestó “en un acto” sino que fue un proceso
iniciado décadas atrás y del que el gobierno de Rosas, lejos de estar exento,
fue parte activa, como debatiremos en el próximo post.
No hay comentarios:
Publicar un comentario