sábado, 14 de marzo de 2015

Leonardo Norniella, obrero revolucionario




Eduardo Castilla
A esta altura resulta difícil escribir algo nuevo o más emotivo de lo que ha sido dicho. Pero escribir ayuda a procesar la tristeza, a aclarar las ideas y a recordar más plenamente a Leo. Las decenas o cientos de mails, las notas y comentarios en Facebook, los cientos de mensajes de texto o wassap, todo dice que Leo era un tipo terriblemente querido. Será por eso, entre otras cosas, que hace días no paramos de llorar. Como le debe haber pasado a casi todos es imposible darle al teclado sin tener los ojos húmedos o, directamente, llenos de lágrimas. Una pérdida muy dura. Un imprescindible al decir de Bertolt Brecht.
Conocí a Leo de manera muy general aunque nos vimos decenas de veces, compartiendo congresos, actos, reuniones o incluso alguna que otra juntada social. Conocí su enorme jovialidad y esa sonrisa que tenía siempre a flor de piel. Tengo fresca una de las última escenas donde lo vi personalmente, en el último congreso del partido hace un año, donde compartíamos chistes con él y con el compañero Sergio. Una escena que, seguramente, podía repetirse con otros personajes en la Panamericana, en la puerta de Pepsico o en cualquier lugar donde Leo estuviera.
Lo conocí y me parecía un tipo lleno de vida. Por eso, en estos días, no pude evitar acordarme del hermoso poema que Mario Benedetti le escribe a Roque Dalton. 

el hecho es que llegaste
temprano al buen humor
al amor cantando
al amor decantado
al ron fraterno
a las revoluciones
pero sobre todo llegaste temprano
demasiado temprano
a una muerte que no era la tuya
y que a esta altura no sabrá qué hacer
con tanta vida.


Demasiada vida había en Leo. Demasiada para una muerte tan temprana.
Teníamos casi la misma edad, yo un año menos. Y entramos casi al mismo tiempo a militar, allá a mediados de los 90’, años de individualismo y mediocridad, años donde había que plantarse para defender las ideas revolucionarias y, también, la militancia en la izquierda y la militancia en general. Fuimos una generación de luchadores contra la corriente, “fanáticos” de una causa que la sociedad entera creía absurda. La materia prima que alimentaba nuestra militancia todos los días estaba en los libros, en aquellos textos imposibles de conseguir en las librerías, en esos escritos de Trotsky y Lenin que nos recordaban que había habido una gran revolución en Rusia. Allí radicaba la fuerza de nuestras ideas y de allí salía la convicción que llevó a muchos, Leo entre ellos, a insertarse en el movimiento obrero. De esa convicción estratégica salían las armas para forjar la realidad. Y la realidad fue forjada.


Una tradición y una estrategia

León Trotsky escribió en el Prólogo de Mi vida que “el deber primordial de un revolucionario es conocer las leyes que rigen los sucesos de la vida y saber encontrar, en el curso que estas leyes trazan, su lugar adecuado. Es, a la vez, las más alta satisfacción personal a que pueda aspirar quien no une la misión de su vida al día que pasa”.
Sin haber conocido profundamente a Leo creo que esa máxima –o su esencia- guiaban su vida. El “día que pasa” no puede ser nunca la norma para quiénes se proponen un trabajo gris y cotidiano  como el que Leo y muchos compañeros llevaron adelante durante años en el movimiento obrero. Cada día de ese trabajo gris era un paso en la construcción de trincheras para la guerra de clases. 


Leo fue parte de quienes levantaron esa trinchera. Junto a sus manos las de los Camilo Mones, los Oscar Coria, los Rubén Matu, los Eduardo Ayala, las Katy Balaguer, las Lorenas Gentiles, los José Montes. Una lista recortada arbitrariamente en honor a la brevedad, por la que se piden las disculpas del caso. Esas manos, y las de compañeros no obreros dirigentes del PTS, ayudaron a crear esa gran trinchera que hoy es la zona Norte del Gran Buenos Aires.
Hoy la clase obrera de esa estratégica región es parte de la historia argentina de las últimas décadas. Una historia que se proyecta hacia el futuro. Esa historia que se forjó en las luchas de Pepsico y en la de Kraft. Que se sigue forjando en Donnelley y en Lear. Así, en cada una de esas grandes gestas está un pedacito de Leo.
En la gestión obrera de Madygraf está la tradición de lucha que se empezó a forjar hace más de 15 años, contra viento y marea, cuando hasta la izquierda autodefinida como trotskista miraba con escepticismo a la clase obrera. 

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En Historia de la revolución rusa León Trotsky señalaba que la revolución de febrero había sido dirigida por los obreros educados por el partido de Lenin. Trotsky los definía, genéricamente, como los “Kajurovs”: caudillos obreros formados en la tradición revolucionaria, que habían asimilado la experiencia de la revolución de 1905 y que eran capaces de guiarse en los acontecimientos con sus propios postulados, interpretando con su propia cabeza los hechos.
Leo fue una suerte de Karujov moderno al que le faltó su revolución de febrero, como nos falta a todos, como también nos falta nuestro 1905. Como dijo Fernando Rosso, nacimos a la vida política viendo a la clase obrera retroceder.
Leo evidenciaba ser un obrero con sus propios criterios, con su propia capacidad de reflexión y análisis, con sus posiciones políticas que todos los que hemos compartido reuniones recordamos. Nuestra revolución futura va a extrañar a Leo. Le faltará ese “Kajurov” criollo de la zona Norte del Gran Buenos Aires. 


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Vivimos en una sociedad terrible. León Trotsky escribió que la vida es hermosa. Les legó a las generaciones futuras la tarea de librarla de toda explotación y opresión existentes. Hasta ahora no hemos podido cumplir ese legado.
Y la materialidad de esas formas de opresión es constante, es densa, pesada y cruel. Y es una carga también para los y las revolucionarias.
La vida de los y las  revolucionarias tiene, en épocas reformistas, un sabor agridulce. Cada pequeño triunfo entraña duros sacrificios y los éxitos pueden ser efímeros. Aun hoy, es una vida a contracorriente de la enorme mayoría de la sociedad aunque la izquierda goce de niveles de aceptación política inéditos en los 90’. Aun hoy hay que batallar diariamente por darle sustento y fortaleza a nuestras ideas.  
La muerte de un revolucionario es siempre temprana. Por definición, aún nos quedan cosas por hacer. Porque nuestro objetivo estratégico es una sociedad sin clases y la esencia de nuestras vidas es la lucha constante por ese objetivo. Nuestro tiempo es siempre escaso.  
Cada camarada que nos deja se lleva un pedazo de nosotros. Solo lo sabemos y lo sentimos plenamente –y duramente- cuando ya no están. En ese marco la muerte infligida por mano propia no puede dejar de doler miles de veces más.
Cuando me enteré de la muerte de Leo le escribí a Sergio que lo conoció mucho más que yo. Él me dijo que Leo era “un tipo de diez”. Me quedo con esa definición, precisa y clara para cerrar este post.

¡Camarada Leo Norniella, hasta la victoria del socialismo!


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