La tristeza emerge con potencia asesina, devastadora. Mira al costado, con lástima. Escupe un poco de bronca. Escupe la cara de quien la padece. La tristeza ultrajando al triste. Humillándolo, haciéndolo sentir doblemente impotente: incapaz de conjurar la tristeza; incapaz de ponerle límites.
Allá, en el fondo del puerto, donde apenas se divisan sus rulos, Vera Lisboa camina hacia el barco. En ese caminar hay algo de cansado. Un pesar que va en ese bolso con rueditas y semeja toneladas. VL carga su propia tristeza. Hecha bollos, amontonada entre la ropa y los libros. Aun así, comprimida para guardar espacio, contiene una potente densidad. Un peso que parece doblar su espalda. Su hermosa espalda.
Ella zarpa. Sin destino. Sin destino claro. Pero se hace a la mar. A ese mar eterno e incesante al que pertenece. A ese mar que destruye egos, que convierte el sentir humano en poco más que tímido ruidito. Un minúsculo gemido, inaudible. Ese mar, quizás, es su destino. Ese mar y nada más que ese mar.
Edgard Copenhague es incapaz de mirar el barco. Mira el mar. Ese mar infinito que contempló fascinado una madrugada. Que, en marea alta o mara baja -él no lo sabe- le brindó las más maravillosas caricias.
Se pasa la mano por la cara para secarse el escupitajo de la tristeza. Mira el mar y sonríe. Espera, ansía, que el viaje de Vera sea exitoso. El mar siempre acompaña a una chica del Atlántico.