sábado, 30 de agosto de 2025

Calles



Incapaz de sustraerse a sus sentidos, Marcos Reviglio miraba en todas direcciones. Olfateaba. Escuchaba. Atento a cada sonido, a cada aroma, a cada color. En aquel tiempo, aquel inmenso pedazo de roca flotando en el espacio cargaba intensa vida. Ese mundo pretérito, las personas caminaban, reían, lloraban, cantaban. Y gritaban.


- Dame la guita hijo de puta


El recién llegado miró a su interlocutor. Hosco, con el ceño fruncido y amenazante, el hombre -apenas más bajo que él- lo miraba con odio, mientras lo apuntaba con un elemento que parecía metálico. Metálico y afilado. Marcos recordó las sesiones de historia, hurgó en su ahora primitivo cerebro intentando calibrar variables, entender que si estaba o no ante una amenaza. El tono del hombre le decía que sí. Pero era incapaz de discernir plenamente.


- La plata!


El concepto pasó fugaz por su cabeza. Cuchillo. Recordó funciones: cortar, rebanar, clavar. Entendió o creyó entender la magnitud del posible daño. Aunque hacía solo dos horas que portaba ese cuerpo, comprendía las limitaciones. El hecho de tener que moverse accionando las dos piernas patentizaba la mayor de las limitaciones. Se sentía a sí mismo casi inmóvil.

Se echó atrás, intentó alejarse. El hombre lanzó una estocada. Marcos esquivó el movimiento y decidió responder. Lanzó una patada directo a la cabeza de su ahora contrincante. Sintió como el impacto en el pie se extendía hacia arriba, hacia toda la pierna. Era la sensación más intensa que había obtenido en el lapso de tiempo que llevaba despierto en aquel tiempo.

El hombre cayó al piso. Su rostro estaba desencajado. Era difícil discernir si vivía. Marcos entrevió un leve respiro. Apagado, imperceptible, en extremo suave.

En ese momento, contemplando un cuerpo desmayado, el visitante del tiempo comprendió la fragilidad del mundo. Su propia fragilidad.

Un borde platino

 


El borde platinado de la galaxia lo contemplaba desde lejos. Singular figura, atravesando el espacio detrás de un vidrio espejado que devolvía el fulgor intenso de millones de estrellas. Giró sobre sí mismo y empezó a levitar hacia el halo de luz. Descendió. Nueve niveles hacia el centro de la nave. Utilizó esa fracción de segundo que demora el descenso para delinear su último argumento: “No existe el tiempo perfecto. Solo existe el tiempo”.

Prim lo esperaba. Conectado a decenas de años luz, partiendo el espacio en dirección al pasado, acercándose a eso que alguna vez fue llamado Tierra y no era ahora más que un recuerdo lejano en la cabeza de las generaciones que habían colonizado la Galaxia. Aquel navegante aparecía destinado a una tarea monumental: corregir el camino del tiempo; impedir el salto entrópico que amenazaba desmembrar ese presente. Este presente.

- Comandante.

- Sub-comandante.

Obligado, aquel saludo protocolar era pura apariencia. Ritual innecesario entre dos hombres que compartían una vida desde hacía décadas. Un protocolo impuesto por las necesidades de un sistema normativo que, aun admitiendo su decadencia, garantizaba las formas. Mientras el universo marchaba a su extinción, aquel sistema político se empeñaba en una tiranía de las reglas que carecía de necesidad.

- Debo declinar, Prim. No puedo elegir el fracaso. Y no tengo herramientas para volver a intentar torcer nuestro destino. Es tu obligación asumir mis responsabilidades, mi cargo. Y mis obligaciones.

Prim caviló unos segundos. Intentó aislar sus propias ideas, separarlas de ese torrente común que conformaba la comunicación con Herko. Intentó lo imposible: pensar en privado. Sabía que estaba obligado. Que en la rígida jerarquía del sistema político galáctico no había declinaciones tempranas. Herko estaba en su derecho a hacerlo. Era, más bien, una imposición de las circunstancias. Había sido elegido para una misión que era incapaz de completar.

- Asumo sus responsabilidad. Sus obligaciones son, desde ahora, las mías.

- Estimado Prim: No existe el tiempo perfecto. Solo existe el tiempo.

La nave de Herko dibujó una curva brillante en el espacio, acelerando hacia el borde platino de la Galaxia. El hombre que había dirigido por 10 años la oficina más importante de aquel sistema político se despidió del nuevo líder. Sus últimas palabras fueron una ofrenda, un deseo de suerte. Conformaban, también, una carga inmensa. Una responsabilidad que solo podía asumirse en el pasado. En otro pasado; más distante, más gris, más opaco.