Este lunes 20 de agosto se cumplieron 72 años del asesinato del gran dirigente de la revolución rusa. Acá y acá se subieron dos muy buenos posts que dan cuenta de la enorme importancia política y social de Trotsky y del profundo impacto que tuvo en el momento en que le tocó vivir. Aquí, a modo de humilde y pequeño homenaje queríamos traer algo que que Trotsky escribe en las últimas páginas de Mi Vida
Al terminar la Guerra de los Treinta años, es posible que el
movimiento alemán de la Reforma tuviese todo el aspecto de una baraúnda
desencadenada por hombres escapados del manicomio. Y en cierto modo, así
era, pues Europa acababa de salir de los claustros de la Edad Media. Y,
sin embargo, ¿cómo concebir la existencia de esta Alemania
moderna, de Inglaterra, de los Estados Unidos y de toda la humanidad actual,
sin aquel movimiento de la Reforma, con las víctimas innumerables
que devoró? Si está justificado que haya víctimas-y
no sabemos de quién habría que obtener, realmente, el permiso-,
nunca lo está tanto como cuando las víctimas sirven para
imprimir un avance a la humanidad.
Y lo mismo cabe decir de la Revolución francesa. Aquel reaccionario y pedante de Taine se imaginaba haber descubierto una gran cosa cuando decía que, a la vuelta de algunos años después de haber decapitado, a Luis XVI, el pueblo francés vivía más pobre y menos feliz que bajo el antiguo régimen. Sucesos como el de la gran Revolución francesa no pueden medirse por el rasero de "algunos años". Sin la Gran Revolución sería inconcebible la Francia de hoy, y el propio Taine hubiera acabado sus días de escriba de algún gran señor del viejo régimen, en vez de dedicarse a denostar la revolución a la que debe su carrera.
Pues bien: a la revolución de Octubre hay que juzgarla a una distancia histórica aún mayor. Sólo gentes necias o de mala fe pueden acusarla de que en doce años no haya traído la paz y el bienestar para todos. Contemplada con el criterio de la Reforma o de la Revolución francesa, que representan, en una distancia de unos tres siglos, dos etapas en el camino de la sociedad burguesa, no puede uno por menos de admirarse que en un pueblo tan atrasado y solitario como Rusia se haya podido asegurar a la masa del pueblo, doce años después de la sacudida, un promedio de vida que, por lo menos, no es inferior al que se les brindaba en vísperas de la guerra. Ya esto, por sí solo, es un milagro. Pero, claro está que el sentido y la razón de ser de la revolución rusa no es ahí donde hay que buscarlos. Estamos ante el intento de un nuevo orden social. Es posible que este intento cambie y se transforme, fundamentalmente tal vez. Es seguro que habrá de adoptar un carácter totalmente distinto sobre la base de la nueva técnica. Pero, pasarán unas cuantas docenas de años, pasarán unos cuantos siglos, y el orden social que rija remontará la mirada a la revolución de Octubre como el régimen burgués de hoy hace con la Revolución francesa y la Reforma. Y esto es tan claro, tan evidente, tan indiscutible, que hasta los profesores de Historia lo comprenderán; claro está que pasados unos cuantos años...
Bien, ¿y de la suerte que en todo esto ha corrido su persona, qué me dice usted? Ya me parece estar oyendo esta pregunta, en la que la ironía se mezcla con la curiosidad. A ella, no puedo contestar con mucho más de lo que ya dejo dicho en las páginas del presente libro. Yo no sé que es eso de medir un proceso histórico con el rasero de las vicisitudes individuales de una persona. Mi sistema es el contrario: no sólo valoro objetivamente el destino personal que me ha cabido en suerte, sino que, aun subjetivamente, no acierto a vivirlo si no es unido de un modo inseparable a los derroteros que sigue la evolución social.
¡Cuántas veces, desde mi expulsión, he tenido que oír a los periódicos hablar y discurrir acerca de mi "tragedia" personal! Aquí no hay tragedia personal de ninguna especie. Hay, sencillamente, un cambio de etapas en la revolución. Un periódico norteamericano publicó un artículo mío, acompañándolo de la ingeniosa observación de que el autor, a pesar de todos los reveses sufridos, no había perdido, como el artículo demostraba, el equilibrio de la razón. No puede uno por menos de reírse ante esa pobre gente para quien, por lo visto, la claridad de juicio guarda relación con un cargo en el Gobierno y el equilibrio de la razón depende de los vaivenes del día. Yo no he conocido jamás, ni conozco, semejante relación de causalidad. En las cárceles, con un libro delante o una pluma en la mano, he vivido horas de gozo tan radiante como las que pude disfrutar en aquellos mítines grandiosos de la revolución. Y en cuanto a la mecánica del Poder, me pareció siempre que tenía más de carga inevitable que de satisfacción espiritual. Pero, mejor será que acerca de esto oigamos palabras muy discretas, dichas ya por otros:
El día 26 de enero de 1917, Rosa Luxemburgo escribía a una amiga, desde la cárcel: "Eso de entregarse, por entero a las miserias de cada día que pasa, es cosa para mí inconcebible e intolerable. Fíjate, por ejemplo, con qué fría serenidad se remonta un Goethe por encima de las cosas. Y sin embargo, no creas que no hubo de pasar por amargas experiencias: piensa tan sólo en la gran Revolución francesa, que, vista de cerca, seguramente tendría todo el aspecto de una mascarada sangrienta y perfectamente estéril, y en la cadena ininterrumpida de guerras que van desde 1793 a 1815... Yo no te pido que hagas poesías como Goethe, pero su modo de abrazar la vida-aquel universalismo de intereses, aquella armonía interior-está al alcance de cualquiera, aunque sólo sea en cuanto aspiración. Y si me dices, acaso, que Goethe podía hacerlo porque no era un luchador político, te replicaré que precisamente un luchador es quien más tiene que esforzarse en mirar las cosas desde arriba, si no quiere dar de bruces a cada paso contra todas las pequeñeces y miserias... siempre y cuando, naturalmente, que se trate de un luchador de verdad..."
¡Magníficas palabras! Las leí por vez primera no hace muchos días y ellas me han hecho cobrar nuevo afecto y devoción por la figura de Rosa Luxemburgo.
En cuanto a doctrinas, carácter e ideología, no hay en Proudhon, esa especie de Robinsón Crusoe del socialismo, nada que me simpatice. Pero Proudhon era, por naturaleza, un luchador; era, intelectualmente, generoso; sentía un gran desdén hacia la opinión pública oficial y en él ardía esa llama inextinguible del afán acuciante y universal de saber. Esto le permitía estar por encima de los vaivenes de la vida personal y por encima de la realidad circundante.
El día 26 de abril de 1852, Proudhon escribía a un amigo desde la prisión: "El movimiento, indudablemente, no es normal ni sigue una línea recta; pero la tendencia se mantiene constante. Todo lo que los Gobiernos hagan, primero unos y luego otros, en provecho de la revolución, es cosa que ya no se puede desarraigar; en cambio, lo que contra ella se intenta, se evapora como una nube. Yo disfruto de este espectáculo, cada uno de cuyos cuadros sé interpretar; asisto a esta evolución de la vida en el universo como si desde lo alto descendiese sobre mí su explicación; lo que a otros destruye, a mí me exalta, me enardece y me conforta; ¿cómo, pues, puede usted pretender que me lamente de mi suerte, que me queje de los hombres y los maldiga? ¿La suerte? Me río de ella. Y en cuanto a los hombres, son demasiado necios y están demasiado enservilecidos, para que yo pueda reprocharles nada."
Pese al regusto de patetismo eclesiástico que hay en ellas, también éstas son palabras muy bien dichas, y yo las suscribo.
Y lo mismo cabe decir de la Revolución francesa. Aquel reaccionario y pedante de Taine se imaginaba haber descubierto una gran cosa cuando decía que, a la vuelta de algunos años después de haber decapitado, a Luis XVI, el pueblo francés vivía más pobre y menos feliz que bajo el antiguo régimen. Sucesos como el de la gran Revolución francesa no pueden medirse por el rasero de "algunos años". Sin la Gran Revolución sería inconcebible la Francia de hoy, y el propio Taine hubiera acabado sus días de escriba de algún gran señor del viejo régimen, en vez de dedicarse a denostar la revolución a la que debe su carrera.
Pues bien: a la revolución de Octubre hay que juzgarla a una distancia histórica aún mayor. Sólo gentes necias o de mala fe pueden acusarla de que en doce años no haya traído la paz y el bienestar para todos. Contemplada con el criterio de la Reforma o de la Revolución francesa, que representan, en una distancia de unos tres siglos, dos etapas en el camino de la sociedad burguesa, no puede uno por menos de admirarse que en un pueblo tan atrasado y solitario como Rusia se haya podido asegurar a la masa del pueblo, doce años después de la sacudida, un promedio de vida que, por lo menos, no es inferior al que se les brindaba en vísperas de la guerra. Ya esto, por sí solo, es un milagro. Pero, claro está que el sentido y la razón de ser de la revolución rusa no es ahí donde hay que buscarlos. Estamos ante el intento de un nuevo orden social. Es posible que este intento cambie y se transforme, fundamentalmente tal vez. Es seguro que habrá de adoptar un carácter totalmente distinto sobre la base de la nueva técnica. Pero, pasarán unas cuantas docenas de años, pasarán unos cuantos siglos, y el orden social que rija remontará la mirada a la revolución de Octubre como el régimen burgués de hoy hace con la Revolución francesa y la Reforma. Y esto es tan claro, tan evidente, tan indiscutible, que hasta los profesores de Historia lo comprenderán; claro está que pasados unos cuantos años...
Bien, ¿y de la suerte que en todo esto ha corrido su persona, qué me dice usted? Ya me parece estar oyendo esta pregunta, en la que la ironía se mezcla con la curiosidad. A ella, no puedo contestar con mucho más de lo que ya dejo dicho en las páginas del presente libro. Yo no sé que es eso de medir un proceso histórico con el rasero de las vicisitudes individuales de una persona. Mi sistema es el contrario: no sólo valoro objetivamente el destino personal que me ha cabido en suerte, sino que, aun subjetivamente, no acierto a vivirlo si no es unido de un modo inseparable a los derroteros que sigue la evolución social.
¡Cuántas veces, desde mi expulsión, he tenido que oír a los periódicos hablar y discurrir acerca de mi "tragedia" personal! Aquí no hay tragedia personal de ninguna especie. Hay, sencillamente, un cambio de etapas en la revolución. Un periódico norteamericano publicó un artículo mío, acompañándolo de la ingeniosa observación de que el autor, a pesar de todos los reveses sufridos, no había perdido, como el artículo demostraba, el equilibrio de la razón. No puede uno por menos de reírse ante esa pobre gente para quien, por lo visto, la claridad de juicio guarda relación con un cargo en el Gobierno y el equilibrio de la razón depende de los vaivenes del día. Yo no he conocido jamás, ni conozco, semejante relación de causalidad. En las cárceles, con un libro delante o una pluma en la mano, he vivido horas de gozo tan radiante como las que pude disfrutar en aquellos mítines grandiosos de la revolución. Y en cuanto a la mecánica del Poder, me pareció siempre que tenía más de carga inevitable que de satisfacción espiritual. Pero, mejor será que acerca de esto oigamos palabras muy discretas, dichas ya por otros:
El día 26 de enero de 1917, Rosa Luxemburgo escribía a una amiga, desde la cárcel: "Eso de entregarse, por entero a las miserias de cada día que pasa, es cosa para mí inconcebible e intolerable. Fíjate, por ejemplo, con qué fría serenidad se remonta un Goethe por encima de las cosas. Y sin embargo, no creas que no hubo de pasar por amargas experiencias: piensa tan sólo en la gran Revolución francesa, que, vista de cerca, seguramente tendría todo el aspecto de una mascarada sangrienta y perfectamente estéril, y en la cadena ininterrumpida de guerras que van desde 1793 a 1815... Yo no te pido que hagas poesías como Goethe, pero su modo de abrazar la vida-aquel universalismo de intereses, aquella armonía interior-está al alcance de cualquiera, aunque sólo sea en cuanto aspiración. Y si me dices, acaso, que Goethe podía hacerlo porque no era un luchador político, te replicaré que precisamente un luchador es quien más tiene que esforzarse en mirar las cosas desde arriba, si no quiere dar de bruces a cada paso contra todas las pequeñeces y miserias... siempre y cuando, naturalmente, que se trate de un luchador de verdad..."
¡Magníficas palabras! Las leí por vez primera no hace muchos días y ellas me han hecho cobrar nuevo afecto y devoción por la figura de Rosa Luxemburgo.
En cuanto a doctrinas, carácter e ideología, no hay en Proudhon, esa especie de Robinsón Crusoe del socialismo, nada que me simpatice. Pero Proudhon era, por naturaleza, un luchador; era, intelectualmente, generoso; sentía un gran desdén hacia la opinión pública oficial y en él ardía esa llama inextinguible del afán acuciante y universal de saber. Esto le permitía estar por encima de los vaivenes de la vida personal y por encima de la realidad circundante.
El día 26 de abril de 1852, Proudhon escribía a un amigo desde la prisión: "El movimiento, indudablemente, no es normal ni sigue una línea recta; pero la tendencia se mantiene constante. Todo lo que los Gobiernos hagan, primero unos y luego otros, en provecho de la revolución, es cosa que ya no se puede desarraigar; en cambio, lo que contra ella se intenta, se evapora como una nube. Yo disfruto de este espectáculo, cada uno de cuyos cuadros sé interpretar; asisto a esta evolución de la vida en el universo como si desde lo alto descendiese sobre mí su explicación; lo que a otros destruye, a mí me exalta, me enardece y me conforta; ¿cómo, pues, puede usted pretender que me lamente de mi suerte, que me queje de los hombres y los maldiga? ¿La suerte? Me río de ella. Y en cuanto a los hombres, son demasiado necios y están demasiado enservilecidos, para que yo pueda reprocharles nada."
Pese al regusto de patetismo eclesiástico que hay en ellas, también éstas son palabras muy bien dichas, y yo las suscribo.
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