jueves, 20 de agosto de 2020

A 80 años del asesinato de Trotsky: derecho al optimismo revolucionario



Dos cuerpos exhaustos. Dos hombres acostados, uno al lado del otro. Dos cuerpos fatigados hasta lo imposible, que intentan la imposible tarea de dormir. La noche más larga y más tenaz.

Hablan a media voz, como queriendo no asustar a la Historia, que camina a su lado, que recorre los mismos pasillos, que desborda los muros de aquel palacio zarista, corre por las calles heladas de Petrogrado y, discurriendo sobre las aguas del Neva, se derrama sobre toda Europa. La revolución no es un sueño eterno.

“Es un cuadro maravilloso ver a los obreros armados de fusil junto a los soldados, calentándose al calor de las hogueras”.

El que habla es el mayor de los dos. El hombre que creó el partido más revolucionario de la historia. El hombre de la infatigable voluntad, de la más absoluta entrega.

“Persistente, perseverante, independiente de todas las convenciones, indiferente hacia las formalidades; ésta era la característica esencial de Lenin como jefe”, escribirá -algunos años más tarde- el más joven. Una “tensión obstinada hacia el objetivo”, resumirá.

“¿Y el Palacio de Invierno? ¿No está tomado aún? ¿Supongo que no pasará nada, eh?”.

Dos hombres acostados en el piso, planificando un nuevo mundo. Rehaciendo el curso de la historia. Abriendo el camino de la emancipación.

Lo sabe el grito campesino que, vistiendo el gris uniforme del soldado, viene desde el fondo de la vida reclamando tierra. Lo sabe el tosco obrero, apenas capaz de leer, que desde las barriadas mugrientas, reclama pan y libertad.

El Palacio de Invierno cae. Cae un pedazo del viejo mundo. Y un trozo del nuevo se empieza a armar. Con pedacitos de pared, con caras oscuras, con hombres silenciosos que apenas saben hablar, con mujeres que ya lo han hecho, marcando a fuego aquellos meses. ¿O alguien olvida que fueron ellas las que detonaron las cosas, las que pusieron la rueda en movimiento? La memoria no permite el olvido. Por más que los acontecimientos corran más rápido que las palabras.


“Se nos decía que la insurrección ahogaría a la revolución en torrentes de sangre...No sabemos que haya habido una sola víctima”. La revolución más grandiosa de todos los tiempos hace su entrada con paso calmo. Mira de arriba abajo a sus detractores. Los ningunea. La mueca puede ofender. Pero al fin y al cabo, qué importa.

Todo es irreal, menos la revolución.

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Junio de 1996. Imposible recordar el día y la hora. Sí el ambiente. La luz, escasa. La dirección: Artigas 329. ¿Departamento? El primero, el último. Poco importa. El sótano que carece de iluminación, salvo por una pequeña ventana que da a un agujero.

“Creo que el viejo Freud, que era muy perspicaz, habría dado un buen tirón de orejas a esta clase de psicoanalistas”.

Nunca había leído a Freud. Nunca lo leeré desde entonces. Al hombre que me habla de él lo leeré muchas veces en los siguientes 24 años. Esta noche -esta madrugada- es una de ellas.
Trotsky habla desde el exilio. Desde la soledad. Desde la noche negra stalinista. Desde la barbarie de la Segunda Guerra Mundial. El artículo está fechado el 18 de octubre de 1939. La carnicería más grande que el mundo conocerá tiene apenas 50 días de vida, si se atiende estrictamente al calendario.

Leo y releo. No entiendo. No puedo entender. Tampoco sé cuando lo entendí, ni cuánto tiempo después. Aquel hombre, sumido en su frágil exilio mexicano reclama el “derecho al optimismo revolucionario”. En un mundo que ve desplegarse el potente y reaccionario poder de la blitzkrieg, aquel ucraniano recluido en Latinoamérica, exige evitar el pesimismo. 

Propone mirar la realidad de frente, denunciarla por traiciones, engaños y decepciones, pero convertirla en aliada. En una masa a ser moldeada, cuando las circunstancias lo permitan, para volver a hacer Historia.

Para volver a tirarse en el piso, entre mantas y almohadas ocasionales, disfrutando del sabor de cambiar el mundo.

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“La razón está de su lado, lo repito, pero la prenda de la victoria de su causa es la intransigencia más absoluta, la rectitud más severa, el más completo repudio de todo compromiso, que son las condiciones en que residió siempre el secreto de los triunfos de Ilich. Esto se lo quise decir a usted en muchas ocasiones, pero solo ahora, como despedida, me atrevo a decirlo”.

Noviembre de 1927. Adolf Joffe agoniza. Su agonía y muerte es un acto político. Su vida se apaga en un instante. Su obra y su acción persisten por siempre.

Trotsky es el destinatario de aquellas líneas. De aquel llamado urgente y necesario. De aquel pedido de intransigencia. Releemos, buscamos alguna pista. Intentamos saber que pasó por aquella cabeza que pensaba a mil (¿un millón?) revoluciones por minuto.

Imposible no sentir el disparo en la sien propia. Imposible no pensar el impacto de aquellas crudas palabras. Un destinatario ungido con una misión suprema: no aflojar. No ceder. No desistir. No renunciar al optimismo revolucionario.

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Agosto. 1996. Un perro enorme ladra desde el margen izquierdo de la calle. Subimos, en ajustada columna, por la calle Ituzaingó. Transitamos una Nueva Córdoba bastante menos sojizada que la actual. La Policía de Mestre nos amenaza, imperturbable y violenta. Allá arriba nos espera la Casa de las Tejas.

El país tiembla. Yo tiemblo con él. Marcho mi primera marcha militante. Canto mis primeras canciones. No entiendo nada. Tengo en el cuerpo, apenas, las 150 páginas de En defensa del marxismo. Soy la nada.

Cargo, sin embargo, un potente optimismo revolucionario. Lo llevo en la mochila, como diría un gran compañero. Un pedacito del destino de la humanidad. Una partícula. Un grano de sal o de arena.

Un cuarto de siglo después lucimos, orgullosos y felices esa carga. Seguimos peleando por nuestro derecho a ese optimismo revolucionario que nos fue legado. Un legado que, al decir de otro gran cerebro, nos impone la tarea de la redención.