Restregó sus ojos con el dorso de las manos. Volvió a mirar.
Incrédulo, escéptico, un tanto triste. Ella caminaba por la vereda
de enfrente. Ella caminaba. Su última imagen era la de la
postración. La de una cama, toneladas de sábanas y la mirada entre
furiosa y triste de su madre. Esa imagen se había consumido en el
tiempo meses atrás. Era un fragmento de su memoria. Fragmento
potente, dañino, hiriente, que volvía cada jornada.
Cruzó
la calle para cruzarla. Saludó, mirando con asombro. Un tibio “hola”
le respondió. Más que tibio era insípido, inodoro, desganado.
Condensaba un deseo rígido de no estar ahí, de no haber caminado
por esa vereda, andado esa calle, encontrado aquel rostro, al que
ahora tenía que contemplar con la mejor cara de “acá no está
pasando nada”.
Ella
guardaba el mismo recuerdo. O uno similar, pero desde su propio ángulo:
toneladas de sábanas envolviendo su cuerpo destrozado. Un brazo
atado al metal; huesos que se soldaban en la grisura de un cuarto
convertido en eterna morada.
Eran
dos extraños. Dos pasados, distintos pero muy similares, que se
contemplaban entre sí.
Las
palabras irrumpieron abruptas:
-¿Hace
cuánto estás caminando?
-Dos
meses-respondió Nuria, secamente.
-¿No
pensabas avisarme, decirme algo, llamarme?
La
respuesta, instintiva e insultante fue alzarse de hombros. Nuria no
ofrecía explicaciones. Quizás no las tenía. Aquellos meses habían
conformado una tortura en el más completo de los sentidos. Atada a
su cama estaba atada, también, a ese infortunio que le había tocado
por familia. Ceñida a sus padres, siempre celosos de su salud y de
todo aquello que pudiera motivar celos. De sus hermanos, regentes no
designados de sus charlas, sus comidas y sus momentos de
entretenimiento. La cama como una prisión, custodiada con lazos de
sangre.
Él
no lo entendió entonces. No lo entendería hasta muchos años más
tarde. Cavilaría sobre aquel encuentro décadas más tarde, en la
calurosa noche porteña, casi abrazado a una botella de vino.
Pensaría en su indiferencia, en la distancia mínima que
separándolos en ese instante, los alejaba para siempre.
Recordó, en
el tercer vaso de vino, aquella inclemente espera, aquel tiempo de
ansiedad que se consumía esperando que Nuria se levantara de la cama
y, un pie adelante, otro atrás, caminara a reconstruir los meses que
precedieron a aquel salto regado de alcohol. Esa amargura copó su
sangre y sus cuerdas vocales aquella tarde perdida en el tiempo
mientras cruzaba a la Plaza de la Intendencia a intentar un diálogo
tan imposible como incompleto.