miércoles, 22 de noviembre de 2023

El sentimiento pensado



Sentir el pensamiento equivale a mutilarlo; a recortarlo. No porque haya trabas. Por el contrario. Implica dejar el pensamiento librado a una circularidad permanente que agota, que se limita a sí misma. Y que limita, por lo tanto, al sujeto pensante. El sujeto sintiente acordona (censura) al sujeto pensante.

Pensar el sentimiento es darle margen de acción. Permitir al sentimiento encontrar sus raíces y sus razones. Sus causas últimas e intermedias. Su futuro, atado a un movimiento disolvente que entiende su propia dinámica y su propia razón de ser. Todo lo real merece la cualidad de racional. El sentimiento debe ganar su condición de racional. Es decir, su derecho a existir y/permanecer. Esa permanencia, sin embargo, transcurre entre distintas cualidades. Es un sentimiento en disolución, solo en el marco de que tiende a su conversión. A su anulación en el propio pensamiento.

Si el pensamiento sentido es un caos interminable que se recorre a sí mismo arriba abajo; el sentimiento pensado es el origen de un orden cognoscible y transformable. Es decir, un orden capaz de dotar de sentido al sentir. El pensamiento sentido solo puede ser el prólogo del sentimiento pensado. El sentimiento pensado se disuelve en un sentir distinto. Superior, podríamos decir, sin miedo a la pedantería.

jueves, 26 de octubre de 2023

Buenos Aires es demasiado ruidoso hasta para ponerse triste

 


Tengo el sueño recurrente de volver a verla. A abrazarla. A besarla. Aunque el último beso, ese febrero pandémico, haya tenido gusto a rechazo. Tengo el sueño de abrazarla. Por algún motivo, los abrazos eran un ritual, una especie de danza de a dos, donde cada cuerpo parecía fundirse sin fundirse con el otro. Donde los sentimientos pasaban desde una piel a la otra.

Ese sueño vuelve cada tanto. Ya pasó demasiado tiempo. Demasiado espacio físico y onírico en el medio como para seguir retornando y retornando. El duelo es perder el lugar que uno ocupa en el deseo del otro. De la otra en este caso. Y posiblemente en muchos. Ese dejar de ser deseado es un ostracismo. Una especie de exilio. Hay exilios peores, más dramáticos: aquel que consiste en dejar de existir; en volverse un (mal) recuerdo que sigue viviendo a escasas decenas de cuadras. Un fantasma que vive, respira, cada tanto llora, cada tanto suspira.

Dejar de existir mutuamente es la etapa superior de ese exilio. Fácil de hacer, fácil de realizar. Un clic y a la lona. Y el silencio. Y la tristeza de la nostalgia. De un lado o de los dos. A esta altura no tiene importancia. La nostalgia es un hilo de agua que se deshace camino al mar. Y el mar es la vida inmensa, que todo lo contiene. Un océano de vida inabarcable.

Como suele pasar en estos casos, la intención de escribir no se corresponde con el acto de escribir. Buenos Aires es demasiado ruidoso hasta para ponerse triste.

martes, 16 de mayo de 2023

Pegado al temor

 


Se miró los dedos por cuarta vez. Preocupado. Lo invadió una sensación habitual: miedo. Volvió a rasparse el pulgar de la mano derecha con la uña del pulgar de la izquierda. Nada. La sustancia viscosa seguía así. En ese momento no era precisamente viscosa. La viscosidad pertenecía a un pasado reciente. La dureza había invadido esa porción de su cuerpo.

Llevaba semanas pensando en su propia hipocondría. En su persistente temor al daño corporal. Se acarició la cara. Llevó la mano izquierda al ojo. Sintió una molestia. Tres noches antes, una piña había impactado en esa parte del rostro. El puño del lumpen borracho había dejado su marca. No había dolor. Había dejado de haberlo esa misma madrugada. Pero él no podía dejar de tocarse la cara y pensar en el miedo al daño físico.

Ese fantasma lo había perseguido por años. Quizá toda su vida. O toda su vida adulta. Hubo un tiempo sin temores. De una audacia física que limitaba con la estupidez. Tenía 15 años cuando trepó a una torre de luz en el parque infantil. Estaba tan borracho como sus amigos, que celebraron la temeraria escalada. Su memoria no cuenta el suficiente alcance. Envidia a quienes pueden recordar detalles de su juventud. Los admira. Les admira, para ser preciso. Él tiene flashes. Imágenes paganas, formas y siluetas. Alguna sensación corporal.

Recordó otra audacia. La palabra “audacia” le pareció un poco tonta de golpe. Se censuró a sí mismo. Se pensó demasiado básico, demasiado pobre de recursos, demasiado falto de vocablos o términos para describir aquello. Recuerda que hacía calor. Recuerda el balcón de un cuarto piso. Un edificio en la calle Olmos. Ambrosio, no Emilio. Su extrañada Córdoba. La Negra Claudia censurándolo. En un tono jujeño que arrastraba desde su norte natal y seguiría arrastrando por años. Juan Pablo mirándolo con una sonrisa infantil. La China asumiendo su mejor cara de orto y putéandolo por sentarse en la baranda del balcón. La noche cordobesa, cálida y regada en cerveza Palermo. Ironías de la geografía.

Volvió a mirarse los dedos. El pegamento seguía ahí. Duro. Persistente. Como su temor al daño físico.

Puro Pasado





Como arrastrando los pies por el barro. Con la mirada cansada. Y las lágrimas aún más cansadas. Como una vertiente eterna. Ya desgastada de tanto entregar el salado líquido.

Como un cansancio nacido del fracaso y la amargura. De esa amargura que parece cimentarse a cada hora del día.

Mario caminó aquellas cinco cuadras en silencio. Su silencio y el de la calle. Cruzando Suipacha, chocó de frente con la correntada de aire que atravesaba Diagonal Norte. Miró a los costados. De un lado, la figura imponente del Obelisco. Del otro, fantasmales palmeras que simbolizaban Plaza de Mayo. Recordó aquella tarde. Dos semanas antes. La bandera ondeando con el viento. Un viento que esa noche parecía seguir soplando. Recordó el rostro de Jimena. Sus ojos grises, al otro lado de la franja de tela, justo en el otro palo de la bandera. Su sonrisa triste, lejana. Demasiado lejana para alguien que estaba a escasos tres metros. Ahora estaría a miles de metros. A kilómetros o más.

Le asomó otra lágrima. Una más. Y van…

Sabía que esa imagen era puro pasado. Un recuerdo que tendía a confundirse con el viento. A desplegarse por el cielo de esa ciudad que no era la suya y nunca lo sería. Siguió caminando. Tocó el portero. Abrieron.

Siempre admiró la belleza oligárquica de esa escalera. Su lujo añejado de historia. Su brillo pulido, posiblemente, esa misma tarde. Subió por el ascensor. Dejó atrás el piso en el que podría haber bajado. Las poleas y el viejo motor lo llevaron hasta arriba. A un piso doce.

Giró la llave en la cerradura. Salió al aire porteño. Lo respiró. Sintió un poco de olor a mierda en la nariz y en los pulmones. Y corrió hacia el vacío.