miércoles, 11 de marzo de 2020

Insomnio lleno de recuerdos.




Mi computadora es una mierda. O no lo sé. Tal vez solo sea el procesador de texto. Eso hace que todo sea más difícil. Escribir con insomnio, molesto y un poco triste a la vez. Escribir esperando que el tiempo transcurra tan rápido como lo hace ese torrente desordenado que a veces se llaman ideas.
Hoy nos enteramos de una triste noticia. Una amiga se fue. No la veía desde hace más de 20 años. No sé como se llamaban sus hijos o hijas. No había charlado en décadas. Y sin embargo, la tristeza llegó y me acompañó bastantes cuadras por el barrio porteño de San Cristóbal. Un barrio demasiado lejano al de Los Nogales, dónde ella vivió hace un cuarto de siglo. La amistad puede ser una cosa demasiado extraña, incomprensible y hasta cierto punto indescriptible. A esta altura de la vida ya nada me unía a ella salvo los gratos recuerdos del pasado. En el mundo de las redes sociales supongo que un poco podíamos adivinar en qué andaba cada uno. Cada Me Gusta intercambiado -sobre una trivialidad cualquiera- tenía un gusto (valga la redundancia) a “te acordás”.
Y no pude menos que acordarme. Del horrible patio que tenía la Escuela de Ciencias de la Información allá por 1995. Nos recuerdo sentados en los durísimos y raídos bancos de madera que cada tanto la gestión pintaba. Porque los recursos eran escasos. Por eso “queríamos ser facultad”. Ignoro como serán hoy esos bancos. Hace demasiado tiempo que no piso lo que alguna vez, con escaso acierto, llamábamos “la Escuelita”. Ignoro como será todo ahora que somos facultad.
Me recuerdo a mí mismo viajando en el 22, a su casa en Los Nogales. Entre aquellos años y hoy, debe haber habido demasiados 22. El de mediados de los 90 tenía un recorrido larguísimo. Daba infinita cantidad de vueltas antes de depositarte cerca de destino. Ese recuerdo aparece demasiado atado a la novedad y la desesperación del “campesino” recién llegado a Córdoba capital. En Alta Gracia solo eran necesarios dos colectivos: el que te llevaba al río y el que te llevaba al cementerio. A veces eran el mismo.
Recuerdo su sonrisa: era un abrazo. Era apenas un toque más grande que yo. Y sin embargo parecía que lo sabía todo. Se ve que sabíamos demasiado poco en aquel entonces. La parte buena de pasar los 40 es darse cuenta que uno no sabe nada por más que intente disimularlo.
En todos estos años nunca dejé de recordarla. Estaba ahí, imborrable. Como esos bancos de madera.
Esta noche el insomnio estuvo lleno de recuerdos.

(la foto es del año 2000. Ese es el patio horrible. Los bancos de madera estaban a los costados)