Tengo el sueño recurrente de volver a verla. A abrazarla. A besarla. Aunque el último beso, ese febrero pandémico, haya tenido gusto a rechazo. Tengo el sueño de abrazarla. Por algún motivo, los abrazos eran un ritual, una especie de danza de a dos, donde cada cuerpo parecía fundirse sin fundirse con el otro. Donde los sentimientos pasaban desde una piel a la otra.
Ese sueño vuelve cada tanto. Ya pasó demasiado tiempo. Demasiado espacio físico y onírico en el medio como para seguir retornando y retornando. El duelo es perder el lugar que uno ocupa en el deseo del otro. De la otra en este caso. Y posiblemente en muchos. Ese dejar de ser deseado es un ostracismo. Una especie de exilio. Hay exilios peores, más dramáticos: aquel que consiste en dejar de existir; en volverse un (mal) recuerdo que sigue viviendo a escasas decenas de cuadras. Un fantasma que vive, respira, cada tanto llora, cada tanto suspira.
Dejar de existir mutuamente es la etapa superior de ese exilio. Fácil de hacer, fácil de realizar. Un clic y a la lona. Y el silencio. Y la tristeza de la nostalgia. De un lado o de los dos. A esta altura no tiene importancia. La nostalgia es un hilo de agua que se deshace camino al mar. Y el mar es la vida inmensa, que todo lo contiene. Un océano de vida inabarcable.
Como suele pasar en estos casos, la intención de escribir no se corresponde con el acto de escribir. Buenos Aires es demasiado ruidoso hasta para ponerse triste.