Ansioso pero lento, casi cansino, Edgar caminó aquella decenas de cuadras. Intangibles, interminables, largo recorrido recto que ofrecía la promesa de un mar borrascoso y la delicia de los besos más lujuriosos. Sintió cada paso como el último y el primero a la vez; como una forma de irse y de llegar en simultáneo. Saboreó en sus labios el gusto salado de un mar que se le ofrecía como promesa y, al mismo tiempo, se le presentaba como realidad allí, a su izquierda, entre los contornos de ese puerto que era punto de llegada y punto de partida, además de concurrida guarida de lobos marinos.
Caminando llegó al extremo de la escollera. Parada en el extremo superior de la escalera, Vera Lisboa contemplaba la inmensidad del Atlántico. Parada en un vértice imaginario miraba tanto hacia ese puerto que dejaba de ser como a esa inmensidad marítima que era, cada vez más, inabarcable. Edgar entrevió su nariz entre flameantes ondulaciones negras. Adivinó su cintura debajo de esa larga campera celeste. Intuyó sus ojos castaños absortos en el oleaje. Empezó a subir las escaleras. Su cuerpo, lentamente, se llenó de ansiedad. Un deseo tan inmenso como ese Atlántico furioso lo recorría.
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