Edgar
Copenhague (E.C.) caminó aquellas treinta cuadras con el viento de
frente. Sentía, a cada paso, una leve herida en las mejillas.
Entrecerraba los ojos por momentos, esperando amainara. Podría no
haberlo hecho pero ansiaba caminar. Necesitaba estirarse; salir de
esa posición casi fetal a la que lo condenaba la computadora.
Miró
el celular. Una vez más. Como cada 10 minutos. La compulsión era
más fuerte que su voluntad. Tenía más convicción, más decisión
y más firmeza. Persistía en envolverlo en esas teclas digitales que
lo convocaban a la más leve de las concentraciones; a la más
efímera de las miradas. Esta vez fue distinto. Vera Lisboa (V.L.)
había escrito. Al lado de la diminuta imagen de su rostro sonriente
aparecían unas pocas palabras. Se insinuaba un mensaje; un llamado
de atención.
V.L.
le contaba su tarde. Gris, fría, poco amena. Le transmitía un
enojo: con el mundo, con la estructura jerárquica del sistema
escolar; con las distancias y los climas hostiles. Exigía, en
compensación un abrazo.
E.C.
recordó sus dedos entre los rulos de V.L.
Imaginó
una escena: una fría tarde invernal a un par de kilómetros del mar;
dos vasos de whisky; dos miradas que se cruzan; una infinita cantidad
de palabras viajando en ambas direcciones, entre dos bocas que en ese
momento pausaban los besos. Pensó en sus dedos recorriendo el cuero
cabelludo de V.L. mientras la escuchaba desarrollar argumentos.
Mientras la miraba mover las manos, gesticular y reír.
Dejó
esa imagen al futuro, donde posiblemente correspondiera. Volvió al
celular. Se sacó una foto. La borró. Se pareció demasiado serio a
sí mismo. No era su perfil, pensó. Se preguntó si él tenía un
perfil. Se confirmó que si tal cosa existía, la imagen que le
devolvía el aparato no se correspondía con tal cosa. Se sacó una
segunda foto. Sonreía. Le pareció más acorde a la demanda de V.L.
La asoció a aquel abrazo reclamado a distancia, desde las
inmediaciones del gélido mar marplatense. La envió. Sintió que en
esa imagen iba el abrazo requerido.
Volvió
a pensar en el whisky y en los rulos de V.L. Los imaginó, entre sus
dedos, apenas una fracción de tiempo en el futuro.
miércoles, 31 de julio de 2024
Vera Lisboa y Edgar Copenhague (E.C.) toman whisky
domingo, 28 de julio de 2024
hegel y napoleón en Jena
Volvió a mirar por la ventana. Faltaban para que amaneciera. En la negrura de la noche se adivinaba un fulgor. Una luz tenue, leve, que venía de más allá de las montañas. Que se entrometía en la noche para anunciar un mañana absolutamente nuevo.
Georg no pudo evitar sonreír. La palabra "absoluto" le pareció en ese momento tan cristalina, tan limpia, tan transparente. Hacía días buscaba desesperado una idea. La encontró sin desearlo. Atónito ante un mundo que cambiaba mientras él lo miraba transformarse. Volvió a sus manuscritos. Escribió: “Solo persiguiendo el ser absoluto los fines particulares pueden realizarse”. Releyó. Volvió a hacerlo en voz alta. Alguna vez, no recordaba dónde, había leído que los buenos versos debían poder leerse en voz alta. Su memoria, cansada, no podía saber si lo había leído en esta vida o en otras vidas futuras. Cuando repasó la oración por tercera vez se sintió conforme.
Volvió a mirar por la ventana. Las luces del campamento militar empezaban a desteñirse junto a la luz del amanecer. Se descubrió impaciente. Ansioso. Deseando el paso veloz de las horas.
Georg habita un mundo de incertidumbres. Súbdito leal a la corona prusiana, siente en sus pulmones un aire revolucionario que nace al oeste. Que llega del Sena, presuroso y violento, arrasando todo a su paso. Georg mira el mundo con asombro, como si tuviese entre sus manos una herramienta que lo maravillara y no comprendiera. Como si mirara una notebook o un celular. Desesperado y desesperado. Desesperado de ansiedad, desesperado de extraviado. O viceversa.
Las horas se tornan inciertas. Reclaman un destino. Pronto lo tienen. O lo asumen. Desechas, destruidas, las tropas francesas abrazan la ciudad. Llevan en sus cuerpos las marcas de una batalla feroz, salvaje. Arrastran un sentimiento de triunfo atado a una amargura potente.
Al frente, con rostro adusto, va el Espíritu del mundo. Cabalga lento, parsimonioso, austero. Mira a cada ventana y cada puerta. Intenta leer los sentimientos de quienes asumen o deberían asumir como propia la derrota.
Encuentra, al azar, los ojos de Georg. Los contempla apenas un segundo. Luego vuelve la cabeza y mira al frente. Su caballo camina, lento, hacia adelante.
Hegel guarda silencio: acaba de mirar a la historia de frente. La felicidad lo invade. La tristeza, también. Napoleón ya ignora su presencia.
viernes, 19 de julio de 2024
ears and ears
Volvió al espejo a mirarse. Giró la cabeza. En un sentido. Y en el otro. Se fijó en una mancha apenas perceptible. ¿Mugre? ¿Grasa? ¿Su propia piel? Desestimó la última opción. Un leve movimiento lo ayudó a decidir.
Dos días antes le habían dicho “tus orejas son perfectas”. Nunca había pensado que la palabra “perfección” pudiera aplicar a esa parte del cuerpo. Le resultaba evidente pensar en la idea de una nariz perfecta; de un rostro perfecto. Ahora, bajo la insinuación de aquella intensa voz, empezaba a pensar que sus ideas sobre lo perfectible de las cosas carecía de sustancia. Se amparaban en sentidos comunes; en frases hechas.
“Son simétricas y están a la misma altura”, le había dicho esa voz inteligente. Si algo sabía aquella cabeza ondulada era de simetrías. Sufría su falta. No siempre. Muchas veces sí.
Volvió a la imagen que devolvía el espejo. Creyó ver su oreja derecha más abierta. Se le ocurrió que “abierta” no era una palabra que describiera lo que parecía estar observando. Sin embargo, si su oreja izquierda parecía replegarse hacia su cabeza, la derecha se inclinaba hacia el afuera; buscaba separarse del cuerpo, alejarse. Una oreja luchando por su independencia. Justo a diez días del 9 de julio.
Buscó una regla en el escritorio. La puso frente a su cara. Intentó calibrar alturas y distancias. Le resultaba imposible medir. Existía demasiada cabeza hacia adelante como para poner a las orejas a la misma altura. Podría hacerlo si pudiera comprimir su cara, hundirla, como si fuera un muñeco de goma. No parecía ni factible ni recomendable. Más bien, sonaba (las palabras “sonaban” en esa cabeza que pretendía comprimir) sumamente doloroso.
La operación tampoco podía hacerse por detrás. A las dificultades prácticas de medir sin ver se sumaba el mismo problema de cualquier intento frontal: había demasiada cabeza hasta llegar a las orejas, que estaban ahí, burlonas, en el medio. Lejos de toda medición. Implacables, se reían de cualquier intento geométrico de confirmar esa simetría que, entre otras cosas, garantizaba la perfección.
Dejó la regla.
Miró el espejo por última vez.
Sonrío.
Seguía pensando en esa dulce voz que le hablaba de sus orejas como si fueran una obra de arte. Volvió a sonreír y apagó la luz cuando salía del baño.