Como arrastrando los pies por el barro. Con la mirada cansada. Y las lágrimas aún más cansadas. Como una vertiente eterna. Ya desgastada de tanto entregar el salado líquido.
Como un cansancio nacido del fracaso y la
amargura. De esa amargura que parece cimentarse a cada hora del día.
Mario caminó aquellas cinco cuadras en
silencio. Su silencio y el de la calle. Cruzando Suipacha, chocó de frente con
la correntada de aire que atravesaba Diagonal Norte. Miró a los costados. De un
lado, la figura imponente del Obelisco. Del otro, fantasmales palmeras que simbolizaban
Plaza de Mayo. Recordó aquella tarde. Dos semanas antes. La bandera ondeando
con el viento. Un viento que esa noche parecía seguir soplando. Recordó el
rostro de Jimena. Sus ojos grises, al otro lado de la franja de tela, justo en
el otro palo de la bandera. Su sonrisa triste, lejana. Demasiado lejana para alguien
que estaba a escasos tres metros. Ahora estaría a miles de metros. A kilómetros
o más.
Le asomó otra lágrima. Una más. Y van…
Sabía que esa imagen era puro pasado. Un recuerdo
que tendía a confundirse con el viento. A desplegarse por el cielo de esa
ciudad que no era la suya y nunca lo sería. Siguió caminando. Tocó el portero.
Abrieron.
Siempre admiró la belleza oligárquica de esa
escalera. Su lujo añejado de historia. Su brillo pulido, posiblemente, esa
misma tarde. Subió por el ascensor. Dejó atrás el piso en el que podría haber bajado.
Las poleas y el viejo motor lo llevaron hasta arriba. A un piso doce.
Giró la llave en la cerradura. Salió al aire porteño. Lo respiró. Sintió un poco de olor a mierda en la nariz y en los pulmones. Y corrió hacia el vacío.