Eduardo Castilla
La elección de Bergoglio como Papa se ha transformado
en un hecho político de alta magnitud, tanto en el terreno internacional como
en la política local. No es para menos, Benedicto XVI rompió una tradición de
más de 6 siglos, renunciando a su puesto en vida, desnudando una crisis
profunda que recorre a la milenaria institución. Al mismo tiempo, la designación de un argentino marcó un quiebre con la tradicional elección de Papas de
origen europeo. En el terreno de la política nacional, la elección de Bergoglio
le da cierto aire a la recuperación de la Iglesia en tanto institución de control social y mediadora
activa en la política del país. En este post, resultado de una discusión
colectiva, trataremos de volcar algunas ideas sobre estas cuestiones.
Crisis política y acción directa
Lo que emerge en el fondo de la elección del Papa del
“fin del mundo” es la profunda crisis de legitimidad que atraviesa la
Iglesia Católica. Crisis ligada a curas pedófilos, a negocios millonarios, a
dinero de mafiosos en las arcas del Vaticano, entre otros lastres de una
institución milenaria que supo “adaptarse” a los tiempos de la Restauración burguesa. Tiempos que empiezan a cambiar
con la crisis capitalista en curso y los procesos de lucha social y política
que van emergiendo. Es, desde ese punto de vista, de donde hay que partir para
analizar las causas de esta elección. Desde allí además, habrá que ir evaluando
si los movimientos de Francisco se convierten en movimientos “orgánicos o de
coyuntura”, tomando los parámetros de Gramsci y, hasta dónde, puede cumplir
con éxito su misión reformista-restauradora, como dice en este muy buen post el amigo Fernando Rosso.
La elección de Bergoglio se da en el marco de la más
profunda crisis que haya conocido el sistema capitalista mundial en los últimos
setenta años. Crisis que, cada vez más homogéneamente, afecta al conjunto del
planeta. Asistimos, además, a los efectos políticos de esta enorme “incursión
catastrófica”: el desarrollo de un proceso extendido de crisis políticas o crisis
orgánicas según esta afirmación de Gramsci, de
ruptura o separación entre dirigentes y dirigidos. Lo vemos desarrollarse en el
viejo continente con la emergencia de tendencias reaccionarias de derecha
(Aurora Dorada, FN en Francia) y el fortalecimiento de una izquierda reformista
(Syriza, Front de Gauche). Este proceso se expresa además en Italia, donde la
crisis de los partidos tradicionales llevó para arriba al cómico Beppe
Grillo. A su vez, en Francia y España, vemos el rápido desgaste de gobiernos de
elección reciente. La raíz de estos fenómenos, que se complementan con los
procesos de masas en el norte de África, es la brutal miseria a la que están
sometidos millones en todo el mundo, producto de la crisis. La Iglesia como
institución mediadora se prepara entonces para contener el conflicto que
potencialmente se desarrolle a partir de estos procesos en curso.
Esta crisis de la Europa capitalista es, en cierta
medida, una crisis de sus capas dirigentes a las que el Vaticano y la Iglesia
difícilmente escapan. Es preciso recordar que Bergoglio es el primer Papa no
europeo. Como se señala acá, “El papado en un audaz movimiento
geoestratégico cambia de continente, de Europa a América, a la América hispana,
adelantándose a la sentida necesidad de un nuevo orden mundial”. En ese marco, como ya se ha resaltado,
la imagen de “austeridad” y de una Iglesia “inclinada hacia los pobres” intentará cumplir ese papel de ruptura y
superación de una institución “bañada en oro”.
La sombra del Papa sobre América Latina
Raúl Zibechi, a tono con una franja importante de la
intelectualidad latinoamericanista, señala
que “La elección de Bergoglio tiene un tufillo de intervención en los
asuntos mundanos de los sudamericanos, a favor de que el patio trasero continúe
en la esfera de influencia de Washington y apostando contra la integración
regional. Por su parte, el bloguero K, Gerardo Fernández afirmaba, a pocas horas de la elección, que “Si
Juan Pablo II vino a operar el derrumbe del bloque socialista del este europeo,
no es desatinado pensar que ahora la Iglesia necesita jugar fuerte en un
continente llamado a jugar un rol destacado en los próximos años y para ello
empodera a un tipo sumamente hábil como el arzobispo de la ciudad de Buenos
Aires”.
En el post de Fernando Rosso que citamos
antes es confrontada esta hipótesis. La misma subvalora el conjunto de
problemas que debe afrontar la Iglesia como institución de control social en
todo el planeta. Los casos de pedofilia que atravesaron Europa y EEUU son
un lastre enorme para el Vaticano, junto a la crisis de las finanzas del
Vaticano y el escándalo del Vatileaks. Todos estos elementos no
tocan directamente al rol de los gobiernos latinoamericanos.
Por otra parte, en América Latina, a pesar de
concentrar el mayor porcentaje de creyentes dentro de los casi 1200 millones en
todo el mundo, el catolicismo viene perdiendo adhesión. Así lo expresa esta nota que afirma que “En Brasil, el país
con más católicos en el mundo, la cantidad de practicantes que se consideran
católicos cayó del 74 por ciento en 2000 al 65 por ciento en 2010, según datos
del Gobierno”. Los datos del resto del continente no son mejores. La
preocupación hacia América Latina pareciera estar más ligada a esta cuestión
que a la radicalidad de procesos políticos que, hasta ahora, han tenido
cortocircuitos menores con la Iglesia. Esto no niega que, en tanto institución al servicio de
las clases dominantes, actúe a futuro, si vemos desarrollarse nuevos ascensos
de masas en la región.
La Iglesia y el control social
Marx definió a la religión como “el opio de los
pueblos”. Pero el opio no actúa en el aire, sino que requirió su propio
aparato de funcionamiento para garantizase estructura, continuidad y relación
con las clases dominantes. En el marco de una sociedad dividida en clases
antagónicas, la religión (al igual que la moral) es un factor actuante de la
lucha de clases. La Iglesia como institución oficial de la religión católica puede actuar
más efectivamente para atenuar las contradicciones de clase en la medida en que
recupere prestigio y extensión.
Gramsci, enfatizando el rol de los intelectuales tradicionales, es decir aquellas “categorías intelectuales preexistentes y
que además aparecían como representantes de una continuidad histórica no
interrumpida aun por los más complicados y radicales cambios de las formas
políticas y sociales”, señalaba
a los eclesiásticos
como ejemplo paradigmático de esa función. La casta clerical efectivamente
pervivió más allá de cambios radicales como las revoluciones burguesas de los
siglos XVII, XVIII y XIX. Como señala Fernando Rosso, tanto en Cuba como en
otros países del Este europeo, las burocracias que emergieron en esos estados obreros deformados permitieron la continuidad de la Iglesia que, como quedó en evidencia en
Polonia, jugaron un rol en los avances de la restauración capitalista.
Allí donde subsiste la desigualdad social, la Iglesia
como institución amortiguadora de esas tensiones, está obligada a cumplir un
papel.
Iglesia y lucha de clases. De la Teología de la Liberación
al Golpe del 76
Las décadas del 60’ y 70’ fueron prolíficas en lucha
de clases, con ascensos revolucionarios en todo el mundo. Esto no podía menos
que incidir al interior de la Iglesia, una de las instituciones de la “sociedad
civil” más ampliamente extendidas por el tejido social. En América Latina,
junto a la Teología de la Liberación y el Movimiento de Sacerdotes del Tercer
Mundo, emergieron tendencias internas que cuestionaron el alejamiento de la
Iglesia de los pobres así como su alineamiento con los sectores dominantes.
Los golpes militares que cerraron
ese proceso en América Latina pusieron de manifiesto un corte horizontal al
interior de la Iglesia. En Argentina, se dio una división tajante. Por un lado
la capa superior, completamente ligada a las FFAA y a las clases dominantes.
Por el otro, sectores de la misma Iglesia que, junto con miles de luchadores
obreros, estudiantiles y populares, fueron masacrados por el golpe genocida.
Como señala Horacio Verbitsky en su libro La mano izquierda de
Dios, “Hacia afuera, la Iglesia Católica constituía una de las fuentes de
legitimidad del gobierno militar. Hacia el interior de las propias filas
castrenses, santificaba la represión y acallaba escrúpulos por el método
escogido, de adormecer con una droga a los prisioneros y arrojarlos al mar
desde aviones militares” (Pág. 40). Es decir, la Iglesia argentina fue
central en el genocidio cometido a partir de 1976.
La profundidad de esa actuación está marcando
la asunción de Bergoglio. A pesar de los intentos de presentarlo como
desligado del golpe de 1976, el papel central de la Iglesia argentina en el
genocidio es más que evidente y el rol de Bergoglio al frente de la
congregación de los Jesuitas muestra como imposible su “inocencia”. Ante esta
discusión, que implica una debilidad “de origen” en la imagen del nuevo Papa,
han salido a defenderlo el vocero del Vaticano Lombardi y, aquí, en nuestras
tierras, los medios que fueron parte central del aparato ideológico del Golpe
militar, es decir Clarín y La Nación.
De las batallas ideológicas a las batallas políticas
Pero el combate contra la institución Iglesia y su rol
político-ideológico debe articularse con la necesaria batalla que, de manera
paciente, los revolucionarios deben llevar adelante para ayudar a los sectores
explotados y oprimidos de la masas a superar la creencia en una salida en “el
más allá” que implica la absoluta resignación en el presente. Algo que, por ejemplo,
las Bienaventuranzas expresan al celebrar el
sufrimiento y la pobreza.
Lenin, citando a Engels señalaba que sólo una “práctica social consciente y
revolucionaria, será capaz de librar de verdad a las masas oprimidas del yugo
de la religión”. Es decir, la
superación de la conciencia religiosa no puede ser impuesta sino que es el
resultado, en primer lugar, de la actividad consciente de las masas mismas.
Pero la verdadera posibilidad de superarlo sólo puede ser abierta por la
liquidación del orden capitalista, única base real para la superación de las
contradicciones brutales de las contradicciones económicas que fortalecen la
“fe en el más allá”. Al decir de Marx “la miseria religiosa (que) es, al mismo tiempo, la expresión
de la miseria real y la protesta contra la miseria real” y “la
critica a la religión es, en germen, la crítica a este valle de
lágrimas, rodeada de una aureola de religiosidad”.
Pero, como señalamos al principio, la misma designación
implica consecuencias sobre la política nacional. Un efecto que seguramente
veremos será el fortalecimiento de la Iglesia como mediación política de peso
en la escena nacional. Un argentino en el Vaticano es un espaldarazo para una institución que tiene un alto desprestigio en sectores de masas,
producto de su rol en la Dictadura y de haberse opuesto a cambios democráticos,
como la Ley del Matrimonio Igualitario, recientemente.
De allí que todo paso que pueda ser dado que vaya en
el camino de debilitar su poder e influencia, tiene un carácter progresivo. La
experiencia de los años 70’ en Argentina mostró que, a pesar de las tendencias críticas que emergieron en su seno, la Iglesia no pudo ser reformada. Por
el contrario, terminó actuando como parte del armado golpista que garantizó el
aniquilamiento de una generación entera de luchadores y luchadoras
revolucionarias. Fue la que, ideológicamente, fundamentó la “justeza o no” del
accionar genocida contra los enemigos “de la Patria y de Dios”, llegando a
plantear que “Satanás es el padre de todos los subversivos” (Verbitsky,
pág. 35).
La lucha contra esta institución reaccionaria, cómplice de la masacre de una generación de luchadores obreros y populares, que hoy se opone a los derechos de las mujeres y las personas LGTTB, es una bandera más para marchar este 24 de marzo.
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