Son apenas poco más de
las siete de la mañana. Es un día frío. Frío otoñal, pero que bien podría ser
un frío invernal. Es la cola de un banco. Son cientos de jubilados haciendo una
interminable cola que pasa por delante de nosotros y se pierde doblando la esquina.
Son cientos de ellos embanderados en bufandas y gorros. Tiritando, sufriendo.
Se ve en sus manos callosas. Que son las manos que curaron, que agarraron
tizas, que arreglaron. Esas manos que durante años hicieron e hicieron, hoy,
tiritan de frío en la cola que dobla en la esquina para perderse vaya a saber dónde.
A pocos metros hay calor.
Demasiado tal vez. Aunque muchos de los que están en la cola opinarían que es
suficiente, que es el calor necesario que falta en sus hogares, que falta en
los geriátricos, que falta en los hospitales adonde acuden cada tanto. Un poco
de calor de ese que seguramente no pudieron disfrutar cuando hacían la cola en
otros bancos, en otras épocas, con otros objetivos. A pocos metros están los
bares de la city. Los bares de la banca. Los bares donde los empresarios se
sientan a planificar su próximo negocio. Los bares donde festejan el último
subsidio y la última exención. Afuera, la ñata contra el vidrio como dice el
tango, está el jubilado.
Una tenue pared de
cristal divide dos mundos. Apenas perceptible, tan frágil que bastaría un
golpecito para destrozarla. Tan frágil que ese mismo golpecito ayudaría a unir
lo que la pared separa. Pero el cristal es un muro. Divide mundos, no personas.
Divide clases, no individuos.
Entre esos dos mundos
discurre parte de la vida de la ciudad. Por allí, por ese centro pasan, van,
vienen, corren, suban, bajan y se atropellan. En ese centro donde conviven dos
mundos, conviven muchos más. El mundo de la banca es el mundo que sigue detrás
del cristal. Los otros mundos están del lado de la cola que se pierde a la
vuelta de la esquina. Con sus cascos bajo el brazo, con el guardapolvo
arrugado, con manchas en las manos y tierra
en la cabeza, con la cara rígida del dolor de espalda, caminan esos mundos por
las calles de una ciudad que está cruzada por el cristal.
El frío aire otoñal, que
quema las manos, los dedos y hasta los huesos del jubilado también quema las
manos que se ocultan bajo el guardapolvo, las que se agrietan de tanto tirar
ladrillos al aire, las que se tiznan y las que aprietan botones tras botones
hasta que el sentido de apretar botones se pierde.
Esos dos mundos están
frente a frente. Por ahora la pared de cristal sigue ahí. Por ahora resiste las
miradas violentas de los que sienten quemarse sus manos. Por ahora soporta el
tenue sonido de los insultos y las blasfemias. Pero sólo por ahora.
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