Los dos primeros hijos del matrimonio hicieron una vida normal, con
las dificultades que significa en un pueblo chico tener una hermana como
ella. La nena (Laura) había nacido sana y recién al tiempo empezaron a
notar signos extraños. Su sistema de alucinaciones fue objeto de un
complicado informe aparecido en una revista científica, pero mucho antes
su padre ya lo había descifrado. Yves Fonagy lo había llamado
«extravagancias de la referencia». En esos casos, muy poco frecuentes,
el paciente imagina que todo lo que sucede a su alrededor es una
proyección de su personalidad. Excluye de su experiencia a las personas
reales, porque se considera muchísimo más inteligente que los demás. El
mundo era una extensión de sí misma y su cuerpo se desplazaba y se
reproducía. La preocupaban continuamente las maquinarias, sobre todo las
bombitas eléctricas. Las veía como palabras, cada vez que se encendían
alguien empezaba a hablar. Consideraba entonces la oscuridad una forma
del pensamiento silencioso. Una tarde de verano (a los cinco años) se
fijó en un ventilador eléctrico que giraba sobre un armario. Consideró
que era un objeto vivo, de la especie de las hembras. La nena del aire,
con el alma enjaulada. Laura dijo que vivía «ahí», y levantó la mano
para mostrar el techo. Ahí, dijo, y movía la cabeza de izquierda a
derecha. La madre apagó el ventilador. En ese momento empezó a tener
dificultades con el lenguaje. Perdió la capacidad de usar correctamente
los pronombres personales y al tiempo casi dejó de usarlos y después
escondió en el recuerdo las palabras que conocía. Sólo emitía un pequeño
cloqueo y abría y cerraba los ojos. La madre separó a los chicos de la
hermana por temor al contagio, cosas de los pueblos. La locura no se
puede contagiar y la nena no era loca. Lo cierto es que mandaron a los
dos hermanos internos a un colegio de curas en Del Valle y la familia se
recluyó en el caserón de Bolívar. El padre enseñaba matemáticas en el
colegio nacional y era un músico frustrado. La madre era maestra y había
llegado a directora de escuela, pero decidió jubilarse para cuidar a su
hija. No querían internarla. La llevaban dos veces por mes a un
instituto en La Plata y seguían las indicaciones del doctor Arana, que
la sometía a una cura eléctrica. Le explicó que la nena vivía en un
vacío emocional extremo. Por eso el lenguaje de Laura poco a poco se iba
volviendo abstracto y despersonalizado. Al principio nombraba
correctamente la comida; decía «manteca», «azúcar», «agua», pero después
empezó a referirse a los alimentos en grupos desconectados de su
carácter nutritivo. El azúcar pasó a ser «arena blanca», la manteca,
«barro suave», el agua, «aire húmedo». Era claro que al trastrocar los
nombres y al abandonar los pronombres personales estaba creando un
lenguaje que convenía a su experiencia emocional. Lejos de no saber cómo
usar las palabras correctamente, se veía ahí una decisión espontánea de
crear un lenguaje funcional a su experiencia del mundo. El doctor Arana
no estuvo de acuerdo, pero el padre partió de esa comprobación y
decidió entrar en el mundo verbal de su hija. Ella era una máquina
lógica conectada a una interfase equivocada. La niña funcionaba según el
modelo del ventilador; un eje fijo de rotación era su esquema
sintáctico, al hablar movía la cabeza y hacía sentir el viento de sus
pensamientos inarticulados. La decisión de enseñarle a usar el lenguaje
suponía explicarle el modo de almacenar las palabras. Se le perdían como
moléculas en el aire cálido y su memoria era la brisa que agitaba las
cortinas blancas en la sala de una casa vacía. Había que lograr llevar
ese velero al aire quieto. El padre abandonó la clínica del doctor Arana
y comenzó a tratar a la niña con un profesor de canto. Necesitaba
incorporarle una secuencia temporal y pensó que la música era un modelo
abstracto del orden del mundo. Cantaba arias de Mozart en alemán, con
Madame Silenzky, una pianista polaca que dirigía el coro de la iglesia
luterana en Carhué. La nena, sentada en una banqueta, aullaba siguiendo
el ritmo y Madame Silenzky estaba aterrorizada, porque pensaba que la
chica era un monstruo. Tenía doce años y era gorda y bella como una
madonna, pero sus ojos parecían de vidrio y cloqueaba antes de cantar.
Era un híbrido, la nena, para Madame Silenzky, una muñeca de goma-pluma,
una máquina humana, sin sentimientos y sin esperanzas. Cantaba a los
gritos y desafinaba, pero empezó a ser capaz de seguir una línea
melódica. El padre estaba tratando de incorporarle una memoria temporal,
una forma vacía, hecha de secuencias rítmicas y de modulaciones. La
nena carecía de sintaxis (carecía de la noción misma de sintaxis). Vivía
en un universo húmedo, para ella el tiempo era una sábana recién lavada
a la que se retuerce en el centro. Se ha reservado un territorio
propio, decía su padre, del que quiere ahuyentar toda experiencia. Todo
lo nuevo, cualquier acontecimiento no vivido y aún por vivir se le
aparece como una amenaza y un sufrimiento y se le transforma en terror.
El presente petrificado, la monstruosa y viscosa detención, la nada
cronológica sólo puede ser alterada por la música. No es una
experiencia, es la forma pura de la vida, no tiene contenido, no la
puede asustar, decía su padre, y Madame Silenzky (aterrorizada) agitaba
su cabecita gris y relajaba sus manos sobre las teclas antes de empezar
con una cantata de Haydn. Cuando por fin logró que la nena entrara en
una secuencia temporal, la madre se enfermó y hubo que internarla. La
nena asociaba la desaparición de su madre (que murió a los dos meses)
con un lied de Schubert. Cantaba la música como quien llora a un muerto y
recuerda el pasado perdido. Entonces el padre se apoyó en la sintaxis
musical de su hija y comenzó a trabajar con el léxico. La nena carecía
de referencias, era como enseñarle una lengua extranjera a un muerto.
(Como enseñarle una lengua muerta a un extranjero.) Decidió empezar a
contarle relatos breves. La nena estaba inmóvil, cerca de la luz, en la
galería que daba al patio. El padre se sentaba en un sillón y le narraba
una historia igual que si estuviera cantando. Esperaba que las frases
entraran en la memoria de su hija como bloques de sentido. Por eso
eligió contarle siempre la misma historia y variar las versiones. De ese
modo, el argumento era un modelo único del mundo y las frases se
convertían en modulaciones de una experiencia posible. El relato era
sencillo. En su Chronicle of the Kings of England (siglo XII), William
de Malmesbury refiere la historia de un joven y potentado noble romano
que acaba de casarse. Tras los festejos de la celebración, el joven y
sus amigos salen a jugar a las bochas en el jardín. En el transcurso del
juego, el joven pone su anillo de casado, porque teme perderlo, en el
dedo apenas abierto de una estatua de bronce que está junto al cerco del
fondo. Al volver a buscarlo, se encuentra con que el dedo de la estatua
está cerrado y que no puede sacar el anillo. Sin decirle nada a nadie,
vuelve al anochecer con antorchas y criados y descubre que la estatua ha
desaparecido. Le esconde la verdad a la recién casada y, al meterse en
la cama esa noche, advierte que algo se interpone entre los dos, algo
denso y nebuloso que les impide abrazarse. Paralizado de terror, oye una
voz que susurra en su oído:
–Abrázame, hoy te uniste conmigo en matrimonio. Soy Venus y me has entregado el anillo del amor.
La nena, la primera vez, pareció haberse dormido. Estaban al fresco,
frente al jardín del fondo. No parecía haber cambios, a la noche se
arrastró hacia la pieza y se acurrucó en la oscuridad con su cloqueo de
siempre. Al día siguiente, a la misma hora, el padre la sentó en la
galería y le contó otra versión de la historia. La primera variante de
importancia había aparecido unos veinte años después, en una
recopilación alemana de mediados del siglo XII de fábulas y leyendas
conocidas con el nombre de Kaiserchronik. Según esta versión, la estatua
en cuyo dedo el joven coloca su anillo es una figura de la Virgen María
y no de Venus. Cuando trata de unirse con la recién casada, la Madre de
Dios se interpone castamente entre los cónyuges, suscitando la pasión
mística del joven. Tras abandonar a su mujer, el joven se hace monje y
entrega el resto de su vida al servicio de Nuestra Señora. En un cuadro
anónimo del siglo XII, se ve a la Virgen María con el anillo en el
anular izquierdo y una enigmática sonrisa en los labios.
Todos los días, al caer la tarde, el padre le contaba la misma
historia en sus múltiples versiones. La nena que cloqueaba era la
anti-Scheherezade que en la noche recibía, de su padre, el relato del
anillo contado una y mil veces. Al año la nena ya sonríe, porque sabe
cómo sigue la historia y a veces se mira la mano y mueve los dedos, como
si ella fuera la estatua. Una tarde, cuando el padre la sienta en el
sillón de la galería, la nena empieza a contar ella misma el relato.
Mira el jardín y, con un murmullo suave, da por primera vez su versión
de los hechos. «Mouvo miró la noche. Donde había estado su cara apareció
otra, la de Kenia. De nuevo la extraña risa. De pronto Mouvo estuvo en
un costado de la casa y Kenia en el jardín y los círculos sensorios del
anillo eran muy tristes», dijo. A partir de ahí, con el repertorio de
palabras que había aprendido y con la estructura circular de la
historia, fue construyendo un lenguaje, una serie ininterrumpida de
frases que le permitieron comunicarse con su padre. Durante los meses
siguientes fue ella la que contó la historia, todas las tardes, en la
galería que daba al patio del fondo. Llegó a ser capaz de repetir
palabra por palabra la versión de Henry James, quizá porque ese relato,
The Last of the Valerii, era el último de la serie. (La acción se ha
trasladado a la Roma del Risorgimento, en donde una joven y rica
heredera americana, en uno de esos típicos enlaces jamesianos, contrae
matrimonio con un noble italiano de distinguida alcurnia, pero venido a
menos. Una tarde unos obreros que realizan excavaciones en los jardines
de la Villa desentierran una estatua de Juno, el Signor Conte siente una
extraña fascinación ante esa obra maestra del mejor período de la
escultura griega. Traslada la estatua a un invernadero abandonado y la
oculta celosamente a la vista de todos. En los días siguientes
transfiere gran parte de la pasión que siente por su bella mujer a la
estatua de mármol y pasa cada vez más tiempo en el salón de vidrio. Al
final la contessa, para liberar a su marido del hechizo, arranca el
anillo que adorna el anular de la diosa y lo entierra en los fondos del
jardín. Entonces la felicidad vuelve a su vida.) Una llovizna suave caía
en el patio y el padre se hamacaba en el sillón. Esa tarde por primera
vez la nena se fue de la historia, como quien cruza una puerta salió del
círculo cerrado del relato y le pidió a su padre que comprara un anillo
(anello) de oro para ella. Estaba ahí, canturreando y cloqueando, una
máquina triste, musical. Tenía dieciséis años, era pálida y soñadora
como una estatua griega. Tenía la fijeza de los ángeles.
Recomendación. EC
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