Eduardo Castilla
Número 6, diciembre 2013.
Nuevos intentos de re-construcción de la “Teoría de los dos demonios”
En el transcurso de los últimos años emergió, de manera recurrente,
el debate sobre los ‘70. El kirchnerismo, en función de restaurar la
autoridad estatal post 2001, se apropió de lo que hemos definido como
“Tercer relato” sobre el genocidio1. Como contraparte, en el campo de la
derecha, emergió un polo que se propone el retorno hacia una concepción
similar a la “Teoría de los dos demonios”. Apunta a limitar el repudio
hacia las fuerzas represivas y condena la lucha revolucionaria de los
‘70, a la que identifica casi exclusivamente con las organizaciones
armadas. El “ala política” de esta tendencia se expresó por ejemplo en
De la Sota o De Narváez pidiendo el juicio a los asesinos de Rucci.
Durante el 2013 varias publicaciones intentaron inclinar la balanza del
debate en esa dirección. Aquí nos referiremos críticamente a algunas de
ellas.
Violencia y política en los ‘70
Desde las más elaboradas definiciones de Pilar Calveiro2 y Claudia
Hilb3, pasando por el eclecticismo que despliega Héctor Leis4 hasta el
nada teórico ¡Viva la Sangre! de Ceferino Reato5, estas
publicaciones intentan reescribir el pasado, abordándolo desde una
contraposición entre violencia y política, presentadas como polos
opuestos. Su argumentación apunta esencialmente a condenar la violencia
de las organizaciones guerrilleras, sea por su carácter antipolítico (Hilb) o desde un punto de vista moral (Leis), ubicándolas en un plano similar a
la ejercida por el estado. Reato afirma que: “Para unos, la violencia
era el mejor remedio para proteger la continuidad del estado (…) para
otros, se trataba de la partera de una sociedad sin clases”. Leis
escribe: “lo que se vivió en los años ‘70 fue una tragedia provocada no
por individuos sino por una cultura de violencia y muerte, compartida
entre las principales elites y las masas”. Calveiro, por su parte,
señala que: “Desde 1930, la historia política argentina estuvo marcada
por una creciente presencia de lo militar y por el uso de la violencia
para imponer desde el poder lo que no se podía consensuar desde la
política”.
Dentro de ese clima de época, las organizaciones guerrilleras habrían sustituido la
política por la violencia. Calveiro dirá que “la derrota de Montoneros
(…) no se debió a un exceso de lo político sino a su carencia. Lo
militar y lo organizativo asfixiaron la compresión y la práctica
políticas”. Hilb afirmará la tendencia de la guerrilla a usar la violencia racionalizada6 como “sustituto de la política”, transformando la esfera de la acción pública “deliberadamente en un campo de batalla”. Esta lógica de reducción de lo político a lo militar (Calveiro) habría estado presente en el conjunto del período y de los actores sociales, de modo que la política aparece como guerra y los adversarios como enemigos.
Desde el punto de vista filosófico, estos autores igualan política al juego parlamentario de la democracia burguesa (donde se expresarían lo colectivo, lo común y lo público), quitando todo sustrato social a la misma. La violencia ejercida desde abajo, por las masas y sus organizaciones, termina en el mismo plano que la ejercida desde arriba, por el aparato estatal para sostener el orden capitalista.
Un “nuevo” demonio colectivo
Parte esencial de este relato es ubicar a las organizaciones
guerrilleras dentro de los responsables de la creciente violencia. Leis
definirá que: “el terrorismo de los Montoneros, la Triple A y la
dictadura militar son igualmente graves, ya que contribuyeron
solidariamente a una ascensión de los extremos de la violencia”. Aunque
todos la rechazan, es imposible no emparentar estas definiciones con la
“Teoría de los dos demonios”. La diferencia con aquella radica en la
búsqueda de una responsabilidad colectiva en la violencia7. Leis8
afirma que “las responsabilidades criminales por una guerra interna son
siempre individuales y selectivas, pero la responsabilidad moral es
siempre colectiva”. Para estos autores no hubo demonios sino una sociedad que favoreció el ascenso de la violencia.
Pero lo esencial de sus postulados apunta en la misma dirección. En el terreno político estos textos se convierten en una justificación absoluta de
la democracia. El mayor “error” de las organizaciones guerrilleras fue
haberse rebelado militarmente en el marco de la “vigencia de una
democracia plena” (Reato). Por su parte, Leis postulará que “no hay
ninguna legitimidad en el terrorismo al servicio del asalto del poder en
un contexto democrático”. En el terreno del análisis social,
esta concepción borra de la escena a la clase obrera, al movimiento
estudiantil y a la acción de masas en general, reduciendo la complejidad
de acciones y procesos vivos, al enfrentamiento de aparatos entre
fuerzas estatales y guerrilla.
Una violencia históricamente construida
Ninguno de estos autores –la excepción parcial es Calveiro– da cuenta
de las condiciones en las que se gestó ese “clima de época”. La
violencia aparece como un elemento dado, inherente al período, a las
acciones del estado y las organizaciones guerrilleras.
Una explicación de las causas de ese grado de violencia impone
reconocer que, desde 1955 en adelante, la clase dominante se propuso la
destrucción de la relación de fuerzas –social y política– conquistada
por el movimiento obrero durante los años del peronismo: desde la
liquidación de conquistas hasta el intento de quiebre del vínculo
político-ideológico que encontró su máxima expresión en el Decreto
41619. Durante los 15 años que van desde la llamada Revolución
Libertadora hasta el Cordobazo, la burguesía intentó revertir esa
relación de fuerzas, recurriendo a dictaduras abiertas -como la de Rojas
y Aramburu- y mediante gobiernos “democráticos” basados en la
proscripción del peronismo como los de Frondizi e Illia. En esa tarea
apeló además a la negociación con las direcciones burocráticas del
movimiento obrero y a métodos de guerra civil10. Pero fracasó en ese
objetivo estratégico y, por el contrario, aportó a generar un progresivo
aumento de la lucha de clases. Esto llevó a que en la clase trabajadora
y el pueblo pobre madurara un creciente odio contra las elites
dominantes y las instituciones. A partir del Cordobazo, tanto en el
terreno de la lucha de clases como en el de las acciones políticas –estrechamente
ligados entre sí– creció la violencia, en la medida en que las demandas
de las masas se profundizaban y la clase dominante evidenciaba sus
límites para hacer concesiones.
La masacre de Ezeiza mostró el inicio de la acción
contrarrevolucionaria –con Perón al frente– contra el ala izquierda de
su movimiento y sectores de vanguardia obrera y juvenil. Pero hacia las
amplias masas obreras primó una política de contención, expresada en el
Pacto Social que intentaba amortiguar las tensiones sociales. Mientras
se recurría a la violencia abierta por medio de las Tres A, avaladas por
Perón, se utilizaba la mayoría parlamentaria para fortalecer los
mecanismos de coerción sancionando, por ejemplo, la reforma del Código
Penal –que atacaba a la guerrilla e imponía mayores penas por medidas
como la toma de fábrica– y la reforma la Ley de Asociaciones Sindicales,
que otorgaba más poder a la burocracia sindical. Desde el Estado, en el
terreno de la lucha de clases, los métodos de violencia directa se
ejercían en combinación con los estrictamente políticos. La clase
dominante intentaba desarticular el ascenso revolucionario abierto desde
el Cordobazo.
¿Una historia sin sujetos sociales?
“De las numerosas formas de desobediencia que se practicaron en la
sociedad, la más radical y confrontativa fue la de los grupos armados”,
afirma Calveiro. Sin embargo, la mayoría de las investigaciones
históricas coinciden en afirmar que las organizaciones guerrilleras no
eran una amenaza real en el momento del Golpe. Sus organizaciones
se hallaban golpeadas y la dinámica posterior al 24 de marzo confirma,
en el terreno estrictamente militar, su debilidad, dada la rapidez con
la que fueron dislocadas (ERP) o pasaron a acciones individuales
(Montoneros).
El orden capitalista era desafiado por la acción de las masas en las
calles, con un protagonismo central del movimiento obrero. Precisamente
por eso, la represión se abatió abiertamente sobre éste, como se
evidencia en la militarización de 200 fábricas el mismo 24 de marzo del
‘76, los campos de concentración en el interior de grandes empresas y la
conformación de “listas negras” por parte de patronales y burocracia
sindical, hecho que tan solo menciona Reato al pasar. Pero así como
desaparece la clase obrera en este relato, ocurre lo mismo con la
burguesía. Ninguno de los autores mencionados –nuevamente la excepción
parcial es Calveiro– intenta establecer la relación entre el Golpe y el
plan económico posterior aplicado por la dictadura. Pero, como afirma
Martín Schorr: “Dos de los objetivos centrales de los militares que
usurparon el poder en marzo de 1976 y de sus bases sociales de
sustentación fueron redefinir el papel del Estado en la asignación de
recursos y restringir drásticamente el poder de negociación que poseían
los trabajadores (…) en términos estratégicos se apuntó a alterar de manera radical y con carácter irreversible la correlación de fuerzas derivada
de la presencia de una clase obrera industrial acentuadamente
organizada y movilizada en términos político-ideológicos”11.
Esa correlación de fuerzas era el límite de la clase capitalista para
imponer una mayor tasa de explotación. Ni la dictadura de 1966-73 ni el
peronismo en el poder habían logrado quebrarla. Lejos de ello, habían
contribuido a la dinámica revolucionaria de la clase trabajadora, como
quedó en evidencia durante las Jornadas de Junio y Julio del ‘75 donde
estuvo planteada la posibilidad real de que la clase obrera
avanzara hacia la ruptura con el peronismo en el poder. La necesidad de
desarticular ese poder social estuvo en la base del Genocidio.
A modo de cierre
El intento de re-construir un relato sobre los ’70 que iguale
violencia estatal con acción de la guerrilla, responde al imperativo de
restaurar la credibilidad de las fuerzas armadas, una necesidad
estratégica del conjunto de la clase dominante. La necesidad de
recuperar “poder de fuego” es una cuestión central en la agenda
capitalista. Desde esa perspectiva puede apreciarse con más nitidez el
giro kirchnerista hacia la derecha, por ejemplo, con la designación del
genocida Milani al frente del Ejército. También desde allí se comprende
la tendencia ideológica que acabamos de criticar.
Pero estamos muy lejos de alguna novedad teórica por parte de estos
autores. Con la excepción parcial de Calveiro, la crítica a la violencia
de los ‘70 se hace desde un nivel argumental deplorable. Leis llega al
absurdo de escribir que “tanto en las Fuerzas Armadas como en la
guerrilla hubo hombres buenos que dejaron de serlo en determinado
momento” estableciendo el debate en términos de maldad y bondad.
Por su parte Hilb, en uno de los artículos, no tiene reparos en
escribir “abordaré estas preguntas evitando, en la medida de lo posible,
la interpretación en términos históricos (…) no me referiré a las
condiciones sociales y políticas”. Estas afirmaciones evidencian la
operación ideológica que se proponen los autores. Pero el debate sobre
los ‘70 en la Argentina, como parte de un proceso de ascenso de masas
que recorrió el mundo, sigue siendo una tarea central desde el punto de
vista intelectual. Ese debate, desde nuestro punto de vista, implica
necesariamente analizar las vías y los medios que podrían haber
permitido el triunfo de la clase trabajadora y el pueblo pobre.
1. Para una revisión de los relatos sobre los 70’ ver Werner y Aguirre, Insurgencia Obrera en la Argentina, Ediciones IPS, Buenos Aires, 2009.
2. Política y/o violencia, Siglo XXI, Buenos Aires, 2013.
3. Usos del pasado, Siglo XXI, Buenos Aires, 2013.
4. Un testamento de los años 70, Katz, Buenos Aires, 2013.
5. Ver reseña en Ideas de Izquierda 5.
6. La autora hace esta definición desde la distinción arendtiana entre violencia reactiva y violencia institucionalizada. Hilb, op. cit., p. 21.
7. “El elemento que destaca como fundamental en esta construcción es
la ya aludida ‘victimización’ del conjunto social, que aparece como
ajeno al combate entre estos dos grupos ‘demoníacos’”. (Feierstein,
Daniel, El genocidio como práctica social, FCE, Buenos Aires, 2007, p.269).
8. La concepción de Leis se acerca claramente a la que sostuvieron las fuerzas armadas de “guerra contra la subversión”.
9. Decreto de la Revolución Libertadora que establecía la
imposibilidad de utilizar imágenes, símbolos, signos o expresiones
representativas del peronismo.
10. Tomamos aquí una definición de León Trotsky, que afirma: “la
guerra civil constituye una etapa determinada de la lucha de clases,
cuando ésta, rompiendo los marcos de la legalidad, viene a ubicarse en
el plano de un enfrentamiento público y en cierta medida físico, de las
fuerzas enfrentadas”. Algunos ejemplos de esta tendencia entre el ‘55 y
el ‘69 son la utilización de comandos civiles en el Golpe Libertador,
los fusilamientos de José León Suárez, el plan CONINTES y la represión
abierta bajo Onganía.
11. El poder económico industrial como promotor y beneficiario del
proyecto refundacional de la Argentina (p.276) en Verbitsky y
Bohoslavsky, Cuentas Pendientes, Siglo XXI, Buenos Aires, 2013. Destacado nuestro.
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