Paula Schaller y Eduardo Castilla
El estratégico debate sobre el
programa de los revolucionarios hacia las fuerzas de seguridad volvió a
reavivarse en los últimos tiempos al calor de la situación política, donde
massistas y kirchneristas compiten, en la provincia de Buenos Aires, por ver
quién representa mejor a ojos de las clases medias la agenda derechista
de la mano dura y el “combate contra la inseguridad” (baja de edad de la
imputabilidad incluida). En Córdoba, el escándalo
de la “narco-policía” se convirtió en otro disparador de estas discusiones.
La campaña por la "inseguridad" no
es sólo parte de la "agenda política" sino un problema estratégico de
primer orden, ya que intentan fortalecer el poder de fuego del aparato
represivo como disciplinador social para usarlo ante un escenario de mayor
lucha de clases. Si hoy es preventivo, mañana para la burguesía será
directamente cuestión de volcar de lleno el aparato represivo ante las luchas
obreras y los "desbordes sociales". Por eso es preciso no sólo
denunciar enérgicamente esta "preparación" sino levantar un programa
revolucionario ante la cuestión del aparato represivo, uno de los pilares
centrales en los que descansa el Estado burgués, que al decir de Engels es
justamente "un grupo de hombres armados al servicio del
capital".
La "inseguridad", el aparato
represivo y el Estado
Para mantener un punto de vista de clase, en primer
lugar hay que disputar el sentido de aquello que la burguesía llama
"inseguridad" y se erige en el fundamento de su política de
fortalecimiento del aparato represivo. Dado que la cuestión
"delictiva" es una cuestión social, que afecta no sólo a sectores
medios-altos sino también a la propia clase trabajadora (que muchas veces es
cooptada por la ideología burguesa sobre la mano dura, al sufrir en carne
propia sus efectos), merece una explicación social, anclada en las
contradicciones del sistema social y los intereses de clase.
Marx y Engels escribieron tangencialmente
sobre esta cuestión tratando al delito no como un producto de la libre voluntad
sino una manifestación aislada del individuo en pugna con las condiciones de
opresión y explotación que lo rodean. Así lo plantea Engels en La
situación de la clase obrera en Inglaterra: “Cuando las causas que
desmoralizan al obrero ejercen una acción más intensa, más concentrada que la
normal, el obrero se convierte en el delincuente, con la misma seguridad con
que el agua, a los 100 grados C, bajo presión normal, pasa del estado líquido
al estado gaseoso. Y el trato brutal y brutalizador que recibe de la burguesía
hace de él un objeto tan pasivo como el agua, sometido a las leyes naturales
con la misma imperiosa necesidad que ésta: al llegar a cierto punto, deja de
actuar en él toda libertad”.
Como se plantea aquí sobre
esta cuestión, la delincuencia es de alguna manera la expresión de la
"falsa consciencia individualista", una expresión por la negativa,
que emerge ante la ausencia de forjar una salida colectiva contra las
condiciones de existencia a las que se ve empujada la clase obrera, particularmente
sus estratos más empobrecidos.
Esta cuestión, bastante elemental, nos sitúa
en el primer ladrillo del edificio para un programa ante la cuestión de las
fuerzas represivas: la delincuencia, en tanto fenómeno social, sólo puede ser
erradicada bajo una nueva forma de organización de la sociedad, donde una clase
minoritaria no viva del robo del trabajo ajeno, sino que el conjunto de la
riqueza producida esté puesta al servicio de satisfacer las verdaderas
necesidades sociales.
Mientras tanto, con el argumento de
"combatir" el delito que su propio régimen social consagra y
extiende, la burguesía legitima ideológicamente la existencia, actuación y
fortalecimiento de las fuerzas de seguridad.
La izquierda y la cuestión de las fuerzas
represivas
La burguesía convierte su necesidad de
fortalecer el aparato del estado en campaña política permanente. Frente a ello,
la izquierda debería levantar un programa que tendiera a denunciar y
contrarrestar esa tendencia. Si bien existe una visión común alrededor de que
la solución al problema de la llamada “inseguridad” reside en cuestiones
sociales de fondo, las diferencias (no menores) emergen a la hora de plantear
una política hacia el aparato represivo del estado.
Sobre la cuestión de las fuerzas represivas y
la política de la izquierda hemos escrito con
anterioridad, señalando la contradicción política y estratégica que implica,
para la izquierda que se reivindica revolucionaria, sostener una política de
tipo reformista hacia las fuerzas represivas, en nombre de ganar a los
“sectores subalternos” de las mismas. Esto, como ya señalamos, no cuestiona
estratégicamente su carácter de órgano represivo al servicio del capital.
Un planteo clásico dentro de la izquierda es
la llamada “sindicalización de la policía”. Esto lo ha planteado
recientemente el candidato del PO en Salta, afirmando que “no puede haber un
sindicato de todos los policías, sino de los subalternos, de aquellos que no
tienen condiciones de mando (…) No puede ser parte de la misma organización
sindical el Comisario y la tropa (…) la sindicalización “contribuiría a un
ambiente de deliberación porque hay órdenes que los policías no deberían
cumplirlas nunca”.
Este planteo parte de una analogía formal con
las formas organizativas del movimiento de masas (por ejemplo los sindicatos)
dejando de lado las especificidades de las fuerzas represivas en tanto
institución burguesa. La diferenciación entre cúpulas policiales y sectores
subalternos deja de lado el aspecto esencial de la posesión del monopolio de la
fuerza pública. La función crea (y recrea) un órgano que adquiere
intereses propios. Se conforma una fuerza con sus propias normas (legales e
ilegales) y su propia lógica. Se trata de un aparato de decenas y cientos de
miles de personas con sus propios intereses y que cuenta además, para
respaldarlos, con la posesión de las armas y con el conjunto de la legalidad
burguesa.
Ese carácter recorre a toda la
institución, no sólo a sus cúpulas. De ahí que la definición de Lenin (tomando a Engels) ponga el
acento en que se trata de “destacamentos especiales” que no “coinciden
con la población espontáneamente armada” dada la existencia de antagonismos
irreconciliables entre las clases. La fisonomía de “destacamentos especiales”
ubica a la policía y al conjunto de las fuerzas represivas como un cuerpo
extraño y opuesto a las masas en su
conjunto, aunque se reclute socialmente en el seno de las mismas.
Los casos de gatillo fácil o las torturas son
un ejemplo palpable. No son las cúpulas policiales las que ordenan asesinar
jóvenes ni someterlos a todo tipo de vejaciones. No hay una “normativa” que lo
indique, pero es una práctica extendida, donde los integrantes de la fuerza, en
todos sus niveles, actúan brutalmente contra la juventud, el pueblo trabajador
y las mujeres. Que la tortura esté institucionalizada al interior de las
comisarías es otra expresión de estas prácticas brutales.
La participación y complicidad en robos, negociados
en desarmaderos, trato con proxenetas y narcos (e incluso contrabando abierto
como quedó al descubierto en Córdoba) pueden estar dirigidas “desde arriba” o
ser la expresión de los intereses particulares de determinado sector o de
policías sueltos. La pléyade de casos en los que aparecen “uniformados”
imputados confirma que, como reza el cántico, “no es un policía, es toda la
institución”.
La sindicalización propuesta por PO (y otras
corrientes de izquierda) parte de un precepto falso acerca de la diferenciación
entre cúpula y subalternos. Muy por el contrario, las distintas policías
provinciales (y las fuerzas federales como Gendarmería o Prefectura)
constituyen aparatos conformados y estructurados que desarrollan sus propios
intereses.
El fracaso de las reformas policiales de las
últimas décadas lo pone de manifiesto. Cada purga demostró ser un fracaso muy
rápidamente, cuando los negociados volvieron a emerger. Los políticos
“progresistas” de la clase dominante tuvieron que pactar con este aparato porque
el mismo es necesario para la defensa de los intereses de la clase capitalista
en su conjunto.
Que la burguesía se oponga a la
sindicalización no la convierte, en sí, en una medida revolucionaria. Si bien
la autonomía de los subalternos podría alentar “rupturas” en la cadena de
mando, y permitir cierta “anarquía” al interior de la fuerza, eso puede tener
múltiples contenidos sociales y políticos. Contra esa lógica, hace casi un año,
cuando gran parte de la izquierda festejaba la rebelión de gendarmes y
prefectos, escribimos que “la
“ruptura de la cadena de mando” no es, en sí misma y considerada aisladamente,
un fenómeno progresivo, sino que dependiendo del estado general de la relación
entre las clases, el nivel de actividad del movimiento obrero, etc., puede dar
lugar al fortalecimiento de todo tipo de variantes reaccionarias al interior
incluso de las mismas fuerzas de seguridad (…) el primer aspecto de una ruptura
progresiva tendría que ser el cuestionamiento de los sublevados a su propia
función social, cuestión muy distinta a la que presenciamos hoy”.
Que la burguesía perdiera (parcialmente) el
control sobre su propio aparato represivo o parte del mismo, sería un hándicap
para la lucha de clases si el movimiento obrero se encontrase en una ofensiva
revolucionaria. Si no, puede convertirse en base del fortalecimiento de
tendencias corporativas. Hoy, cualquier medida que tendiera a permitir a los
subalternos “proteger sus intereses” implicaría para éstos garantizar sus
vínculos con el narcotráfico, las redes de trata y los negociados ilegales.
La “democratización” de las fuerzas
PO también ha planteado
recientemente la “Elección y revocatoria popular de comisarios”. Pero
esta cuestión programática no puede discutirse por fuera de las tendencias de
la lucha de clases, a riesgo de caer en una lógica “democratizante”. Trotsky
escribía, en mayo de 1922, contra la electividad de los jefes militares del
Ejército Rojo y afirmaba: “En el viejo ejército se habían formado comités de
soldados, y mandos electos, que de hecho estaban subordinados a los comités (…)
esta medida no tenía un carácter militar sino político revolucionario (…) el
propósito del ejercito no era combatir. Había realizado en su seno la
revolución social (…) estas medidas político organizacionales eran justas y
necesarias desde el punto de vista de la descomposición del viejo ejército”.
Si la elección democrática de los oficiales
cumplía un rol progresivo en la Rusia revolucionaria de 1917, esa “norma” no
mantenía su validez después de la toma del poder, cuando se trataba de poner de
pie una fuerza centralizada para luchar contra las invasiones imperialistas, no
de descomponer el viejo aparato
represivo. La elección democrática de los Comisarios en la actual situación
política, lejos de favorecer la descomposición de las fuerzas policiales,
podría aportar a la recuperación parcial de su imagen, con “nuevos” jefes
“idóneos” y más legitimados.
Una concepción formal del programa de
transición
Eduardo Salas, tercer candidato a Diputado
del FIT en Córdoba, también dirigente del PO, escribió hace pocos
días que “La seguridad debe establecerse sobre los siguientes principios: a)
el objetivo central es el cuidado y preservación de la vida y los bienes de la
población; b) la prohibición de extender la acción en defensa de la seguridad a
la represión, el control o el seguimiento de las acciones de reclamos o
protestas de los trabajadores y vecinos; c) el control directo de los vecinos
sobre los libros y las dependencias de los organismos responsables de la
seguridad ciudadana, así como la elección directa y la revocabilidad de sus
responsables”
Se trata de una serie de definiciones muy
cuestionables. En primer lugar, afirmar que el objetivo central es el
cuidado y preservación de los bienes de “la población” implica abandonar un
criterio marxista elemental. La "población" está compuesta de clases
sociales que tienen intereses antagónicos. No hay, por tanto, “bienes” que
pertenezcan al conjunto. Si aceptáramos ese criterio, los trabajadores que
toman una fábrica para defender su fuente de trabajo estarían atacando uno de
los “bienes” del capitalista que los despidió. En ese caso, el accionar de la
policía para desalojar la fábrica tomada tendría plena validez desde el
criterio que establece el PO. Es evidente que esa no es la posición del PO
pero, en su intento de establecer una “salida” inmediata al problema de la
policía, a los fines de dialogar con los “vecinos”, termina perdiendo la
brújula de clase en sus formulaciones políticas y programáticas.
Ahora bien, dejando de lado este aspecto
(nada menor) ¿qué se controlaría? ¿El correcto cumplimiento de las normas que
impone la misma legalidad capitalista? Esto nos remite al inicio. Si la
delincuencia es un problema social que sólo tiene solución en tanto se
trastoquen revolucionariamente las condiciones sociales que le dan origen, el
“control” ejercido no puede pasar de una simple constatación del accionar
policial.
Si la policía actuara “dentro de las normas”
(es decir no torturara a los jóvenes ni los vejara) si no tuviera negociados
espurios sino que fueran todos “policías honrados”, seguiría siendo una fuerza
especial de represión que tiene por objetivo imponer la opresión de una minoría
social sobre las masas explotadas.
El
control que propone PO, haciendo una analogía formal con la lógica del Programa
de Transición, parte de un intento (impotente) de controlar las consecuencias
necesarias de una determinada función social. Estos intentos de ofrecer
un programa para el “aquí y ahora” en torno a las fuerzas de seguridad
(condicionados evidentemente por la agenda electoral) terminan cayendo en una
suerte de “programa mínimo”, que no es otra cosa que un programa reformista.
Autodefensa y tendencias al armamento obrero
¿Tenemos los revolucionarios un programa de
transición para las fuerzas de seguridad? Nuestro programa, lejos de componerse
de "propuestas" para un “saneo” de las mismas, no puede más que
articularse alrededor del objetivo estratégico de disolverlas en el camino de
avanzar en el poder obrero.
¿Cómo se articula esa transición? O, en otros
términos, ¿estamos hablando de una transición de qué a qué? Más allá de las
formas históricas concretas que adquiera la lucha de clases, nos interesa
señalar una mecánica general en torno a esta cuestión: cuando sectores de
avanzada de la clase obrera y los sectores populares, en momentos álgidos de la
lucha de clases, comienzan a procesar una experiencia con las fuerzas de
seguridad a partir de sufrir sus permanentes embates, este primer estadio de
ruptura puede manifestarse en el desarrollo de distintos métodos de autodefensa
para enfrentar las avanzadas represivas, (que en momentos de aguda lucha de
clases, tienden a ser no sólo estatales sino paraestatales, como la Triple A).
Esa es la dinámica que plantea el Programa de Transición.
Por ejemplo, en el Cordobazo, el movimiento
obrero y la juventud pusieron en pie piquetes y barricadas que asestaron
importantes golpes morales a las fuerzas represivas, en primer lugar derrotando
a la policía en la ciudad. La autodefensa quiebra el principio del monopolio
estatal de la violencia y tiene un gran efecto moral en la lucha de
clases, tanto para los oprimidos como para los opresores.
Así lo señalaba Parvus, a principios del s.
XX, cuando planteaba que: “El significado de la barricada debe
visualizarse en dos direcciones. En primer lugar era un punto de reunión y un
medio organizativo (…) en segundo lugar, era una construcción de defensa:
protección del lado del pueblo y obstáculo del lado de los militares. El poder
de esta obstrucción sobre los militares no estaba solamente determinado por su
aspecto material sin principalmente por su efecto moral”.
Así, la autodefensa es el germen del
armamento ofensivo del proletariado: la creación de milicias obreras. Tal como
dice Trotsky: "Mientras el sistema capitalista está en alza, incluso
las clases oprimidas perciben como algo natural el monopolio estatal de las
fuerzas armadas. (...) Fue recién en la Rusia zarista que el joven
proletariado de los primeros años de este siglo comenzó a procurar armar sus
destacamentos de lucha. Esto reveló vívidamente la inestabilidad del antiguo
régimen. La monarquía zarista se encontró cada vez menos capaz de regular las
relaciones sociales por medio de sus agencias normales. Es decir, la policía y
el ejército, y se vio obligada a recurrir cada vez más a la ayuda de las bandas
voluntarias (las Centurias Negras con sus pogromos contra los judíos, los
armenios, los estudiantes, los obreros y otros).Como respuesta los obreros,
igual que varias nacionalidades, comenzaron a organizar sus propios
destacamentos de autodefensa. Estos hechos indicaban ya el comienzo de la revolución."
En la dinámica de la lucha de clases, la
disolución del aparato represivo burgués está en directa relación con la
existencia y extensión de un poder militar proletario capaz de producir esa
disolución por la fuerza y sustituir el viejo aparato de coerción burgués,
realizando las tareas de "policía" necesarias para el ordenamiento
social desde el punto de vista de los intereses de las mayorías populares.
Es esto precisamente lo que planteó Trotsky
en "Un programa de acción para Francia": "Todas las
policías, ejecutoras de la voluntad del capitalismo, del Estado burgués y de
sus pandillas de políticos corruptos deben ser disueltas. Ejecución de las
tareas policiales por las milicias obreras." Ahora bien,
Trotsky formuló este programa de acción, es decir, de agitación para la acción,
en la Francia de 1934, atravesada por la creciente militarización de la
sociedad producto de la preparación de la burguesía francesa para la guerra
imperialista y por permanentes choques entre las bandas fascistas y el
movimiento obrero combativo que avanzaba en su radicalización política. Precisamente
porque la situación es (aún) muy distinta, este tipo de consignas no pueden ser
utilizadas para la agitación hacia las masas, porque, en la dinámica viva del
proceso social, hoy no tendría carnadura sobre ningún sector del movimiento
obrero.
Que este programa no sea de conjunto agitable
hoy, fruto de las condiciones objetivas y subjetivas del proletariado, no
implica caer en un programa “entendible” que liquide la relación entre estos
aspectos y la estrategia revolucionaria. Por el contrario, para los
revolucionarios es una tarea de primer orden formar una vanguardia de jóvenes y
trabajadores que lo asuma como base para la preparación revolucionaria para
momentos álgidos de la lucha de clases. Es desde esa perspectiva que escribimos
esta crítica.
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