jueves, 24 de julio de 2025

Escribir es una forma de habitar la distancia con nuestros sueños

 


Escribir es una forma de habitar la distancia con nuestros sueños. Ansioso redactor, Edgar Copenhague repasa palabras sobre la hoja. Escribe, borra y vuelve a escribir, repitiendo el milenario rito de delinear líneas y garabatos sobre una superficie. Las ideas se le aparecen en toneladas, apilándose unas sobre otras, caóticamente dispersas, necesitadas por plasmarse en algún soporte, de encontrar alguna cuota de materialidad; deseosas de aferrarse, aunque sea un fragmento ínfimo de tiempo, a algo más que el torrente desordenado que las traslada.

El tiempo se deshace entre sus dedos. Es un hilo que se angosta progresivamente, camino a la desaparición. Es un espectro fantasmal que intenta enlazar el pasado y el presente, sin pensar siquiera en el futuro. Un movimiento vertiginoso entre la nada y el todo, donde el todo es, al mismo tiempo, una parte infinita de la nada. ¿Cómo no encontrar el todo en la nada, si esa nada es la más absoluta de las totalidades? ¿Qué es el mundo si no es nada en movimiento, que representa sino efímeras cuotas de algo: de verdad, de familia, de cielo, de sinusitis, de silencios. Partículas de algo que está más allá y no se ve. De algo que podría ser Dios si Dios existiera. Pero Dios solo puede ser su propia negación.

Digo que el tiempo se escurre entre los dedos, que abandona esta habitación, en intensa e infinita fuga, con destino incierto, en búsqueda de mares helados y salares eternos. Tiempo vagabundo, tiempo en movimiento, tiempo y espacio imbricados. Tiempo de infinita espacialidad.

miércoles, 23 de julio de 2025

Abriendo los ojos

 


Agobiado por la dramática y densa temporalidad del futuro, Marcos Reviglio despertó el 7 de julio de 1987. Había muerto el 3 de agosto de 2234. Se miró las manos encallecidas. Tenían el mismo mustio color que el día que fue desintegrado, dos siglos y pico hacia adelante. Repasó mentalmente sus recuerdos. Intentó entender las razones del viaje, de aquel retorno imposible -y tal vez innecesario- hacia un tiempo que no era ni podía ser el suyo.

Recordó las últimas palabras de su antecesor en el cargo: “No existe el tiempo perfecto. Solo existe el tiempo”. Se incorporó en un lecho que le pareció demasiado duro, demasiado terso, demasiado rústico. Sintió el cuerpo como posiblemente no lo había sentido en aquello que, tiempo adelante, él y otros llamaron “vida”. Su cuerpo era, ahora, su carne. Eran sus huesos y sus músculos sometidos a un mundo donde el clima era una presencia real, no una simple virtualidad, lista a ser delineada por un simple pensamiento. Un simple pensamiento que, en fracción de segundos, definía un entorno pretérito, ajeno, prestado y robado al mismo tiempo.

Ahora, en ese tiempo -pasado y presente a la vez- sentía la presión de sus pies sobre el suelo; intuía (creía sentir) el latido de su corazón; escuchaba su propia respiración, con ese aire prestado que ingresaba y salía rítmicamente, en un ritual que parecía aprendido en cuestión de segundos. Ahí, en esas formas ritualizadas de la corporeidad, estaban miles de años de carga genética, anidados en cada porción de su musculatura; en cada tramo de su piel.

Decidió caminar. Dirigirse, sin sentido, en cualquier dirección. Alejarse de ese cuarto gris en el que había una cama, un colchón manchado y una silla. Abrió la puerta, casi sin esfuerzo. El mecanismo, primitivo a sus ojos, implicaba mover manualmente una manivela hacia abajo. Se encontró frente a lo que intuyó un pasillo: cemento, madera y metal, elementos olvidados por su memoria original. Rescatados, en tanto imagen histórica, en las proyecciones mentales que se destinaban a la labor educativa.

Caminó por ese pasillo. Sintió nuevas sensaciones: se encontró usando sus piernas, un aditamento corporal que no había utilizado en años. Que, posiblemente, no hubiera utilizado la mayor parte de su “vida”.

Halló una escalera. Eligió descender. El final de la escalera le presentó otra puerta. Repitió lo aprendido instantes antes. Una ancha calle se abrió ante sus ojos. Recordó, en ese instante, que tenía ojos. O que, en todo caso, acaba de adquirirlos. En su tiempo, esa temporalidad futura, la idea de una imagen parecía vetusta, precámbrica. Internalizando sensaciones, saberes y placeres, el mundo se contemplaba a sí mismo sin mirarse. Se observaba sin verse.

Abrió los ojos todo lo que pudo. Quería tragar ese mundo perimido.


jueves, 10 de julio de 2025

Eufrasio

 


Eufrasio Loza tiene la mala costumbre de mirar el mundo con ojos de vidrio. De contemplarlo a través de densas capas de cristal que añaden complejidad a la ya compleja configuración de los hechos y las cosas. Eufrasio siente que el mundo le miente. Que le administra pequeñas dosis de falsedad cuyo único objetivo es alejarlo de un destino. Separándolo de una correcta apreciación visual de los hechos, el mundo separa a Eufrasio de un punto de llegada al que estaba teleológicamente invitado. O al que se siente teleologícamente invitado.

Aquella mañana camina mirando el piso. Buscando un sendero, un rumbo, una dirección. Intuye flechas que marquen tal orientación. Atisba señales: en los árboles, en los cordones de vereda; en los carteles de las señales. Apela a su intuición. O a lo que cree es su intuición. Se dirige hacia el sur de la ciudad. Va caminando casi por el cordón. Pisa apenas la vereda. Siente certeza transitando sobre esa línea gris de cemento portland. Sortea roturas, fallas y agujeros. Traga saliva al momento de cruzar la calle. Necesita, requiere, pisar el siguiente cordón.

De golpe descubre allí la señal que había intentado detectar en vano en otros objetos. Los cordones están ahí para guiarlo. Para hacerlo moverse por toda la ciudad. Lo asalta una duda: ¿cómo dejar de seguir esa pista? ¿conformará un error pisar la calle? ¿Habrá que elegir seguir caminando por el cordón para evitar que este se corte y lo empuje a un abismo de incertidumbre? Eufrasio se encierra en sus cavilaciones. Mira su reloj pulsera. Ese viejo Casio de plástico y goma que compró dos décadas atrás. La luz del día se va yendo. Avanza. Camina. Y vuelve al mismo lugar. El cordón acaba de depositarlo en el punto de partida. Se vuelve una señal inconducente. Un camino de ida hacia la nada misma. Empieza a dudar de su descubrimiento. Se hace de noche. Vuelve a mirar su reloj. Apenas entiende la hora por la falta de luz.

Eufrasio mira el mundo con ojos de vidrio. Pero no puede ver nada. Ni las señales. Ni el cordón de la vereda. Ni el sur de la ciudad.

Palabras que, simplemente, salen




Se encerró en su cuarto a reverberar sonidos. Los masculló, sintiendo cada sílaba en los dientes, apenas adelante de la lengua. Atornilló cada idea a una palabra. Cada palabra a un recuerdo. Cada recuerdo a una etapa de la vida. Sentía, en el latido de la sien -en cada latido- que algo volvía desde el pasado para recordarle que no era nadie a la vez que era él. No supo nunca qué era. Sintió muchas veces que los conceptos no definían sino equívocos. Que solo venían al mundo a calibrar aquello imposible de ser medido. Añoró los besos maternos y los silencios serranos. Eligió un recuerdo entre otros y lo caminó en todas las direcciones. En sus pies frotaba el pasto seco de un parque infantil. Vio la tierra, también seca, que arañaba los juegos descascarados y descoloridos. Herrumbrados, necesariamente, en esa intemperie bucólica.

Cada camino recorrido es un manojo infinito de negaciones. Un rastro imborrable de ausencias, silencios y palabras erróneas. Un destino que fue no siendo.