Cuando cumplí los quince años,
cierto atardecer mi madre me dijo:
— Silvio, es necesario que
trabajes.
Yo que leía un libro junto a la
mesa, levanté los ojos mirándola con rencor. Pensé: trabajar, siempre trabajar.
Pero no contesté.
Ella estaba de pie frente a la
ventana. Azulada claridad crespuscular incidía en sus cabellos emblanquecidos,
en la frente amarilla, rayada de arrugas, y me miraba oblicuamente, entre disgustada
y compadecida, y yo evitaba encontrar sus ojos.
Insistió comprendiendo la
agresividad de mi silencio.
—Tenés que trabajar, ¿entendés?
Tú no quisiste estudiar. Yo no te puedo mantener. Es necesario que trabajes.
Al hablar apenas movía los
labios, delgados como dos tablitas. Escondía las manos en los pliegues del chal
negro que modelaba su pequeño busto de hombros caídos.
— Tenés que trabajar, Silvio.
— ¿Trabajar, trabajar de qué? Por
Dios... ¿Qué quiere que haga?... ¿que fabrique el empleo...? Bien sabe usted
que he buscado trabajo.
Hablaba estremecido de coraje;
rencor a sus palabras tercas, odio a la indiferencia del mundo, a la miseria
acosadora de todos los días, y al mismo tiempo una pena innominable: la certeza
de la propia inutilidad.
Más ella insistía como si fueran
ésas sus únicas palabras.
— ¿De qué?... a ver ¿de qué?
Maquinalmente se acercó a la
ventana, y con un movimiento nervioso arregló las arrugas de la cortina. Como
si le costara trabajo decirlo:
— En La Prensa siempre piden...
— Sí, piden lavacopas, peones...
¿quiere que vaya de lavacopas?
— No, pero tenes que trabajar. Lo
poco que ha quedado alcanza para que termine Lila de estudiar. Nada más. ¿Qué
querés que haga?
Bajo la orla de la saya enseñó un
botín descalabrado y dijo:
— Mira qué botines. Lila para no
gastar en libros tiene que ir todos los días a la biblioteca. ¿Qué querés que
haga, hijo?
Ahora su voz era de tribulación.
Un surco oscuro le hendía la frente desde el ceño hasta la raíz de los
cabellos, y casi le temblaban los labios.
— Está bien, mamá, voy a
trabajar.
Cuánta desolación. La claridad
azul remachaba en el alma la monotonía de toda nuestra vida, cavilaba hedionda,
taciturna.
Desde afuera oíase el canto
triste de una rueda de niños:
La torre en guardia.
La torre en guardia.
La quiero conquistar.
Suspiró en voz baja.
— Qué más quisiera que pudieras
estudiar.
— Eso no vale nada.
— El día que Lila se reciba...
La voz era mansa, con tedio de
pena.
Habíase sentado junto a la
máquina de coser, y en el perfil, bajo la fina línea de la ceja, el ojo era un
cuévano de sombra con una chispa blanca y triste. Su pobre espalda encorvada, y
la claridad azul en la lisura de los cabellos dejaba cierta claridad de
témpano.
— Cuando pienso... — murmuró.
— ¿Estás triste, mamá?
— No — contestó.
De pronto:
— ¿Quieres que lo hable al señor
Naidath? Puedes aprender a ser decorador. ¿No te gusta el oficio?
— Es igual.
— Sin embargo, ganan mucho
dinero.
Me sentí impulsado a levantarme,
a cogerla de los hombros y zamarrearla, gritándole en las orejas:
"¡No hable de dinero, mamá,
por favor...! ¡No hable... cállese...!"
Estábamos allí, inmóviles de
angustia. Afuera la ronda de chicos aún cantaba con melodía triste:
La torre en guardia.
La torre en guardia.
La quiero conquistar.
Pensé:
"Y así es la vida, y cuando
yo sea grande y tenga un hijo, le diré: 'Tenes que trabajar. Yo no te puedo
mantener.' "Así es la vida. Un ramalazo de frío me sacudía en la silla.
Ahora, mirándola, observando su
cuerpo tan mezquino, se me llenó el corazón de pena.
Creía verla fuera del tiempo y
del espacio, en un paisaje sequizo, la llanura parda y el cielo metálico de tan
azul. Yo era tan pequeño que ni caminar podía, y ella flagelada por las
sombras, angustiadísima, caminaba a la orilla de los caminos, llevándome en sus
brazos, calentándome las rodillas con el pecho, estrechando todo mi cuerpecito
contra su cuerpo mezquino, y pedía a las gentes para mí, y mientras me daba el
pecho, un calor de sollozo le secaba la boca, y de su boca hambrienta se
quitaba el pan para mi boca, y de sus noches el sueño para atender a mis
quejas, y con los ojos resplandecientes, con su cuerpo vestido de míseras ropas,
tan pequeña y tan triste, se abría como un velo para cobijar mi sueño.
¡Pobre mamá! Y hubiera querido
abrazarla, hacerle inclinar la emblanquecida cabeza en mi pecho, pedirle perdón
de mis palabras duras, y de pronto, en el prolongado silencio que guardábamos,
le dije con voz vibrante:
— Sí, voy a trabajar, mamá.
EC
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