martes, 16 de abril de 2019

La tristeza por Notre Dame, la cultura burguesa y el comunismo





Para quienes no tenemos la suerte de conocer Europa, el incendio de Notre Dame apareció como un motivo de tristeza más. Si alguna vez el azar o el destino nos deparan pisar el viejo continente, no podemos estar seguro de que la imponente mole estará ahí para maravillarnos con su inmensidad.


Una (gran) amiga cordobesa me contó que se le piantó un lagrimón. No era para menos. Un milenio de historia y cultura ardía desde las pantallas.


Las llamas que asaltaron la milenaria catedral parisina dispararon más de una discusión en estas tierras. La ignorancia idiomática nos impide saber si ocurrió en otras. Las redes sociales dieron testimonio. Leímos festejos asociados a una consigna: “la única iglesia que ilumina es la que arde”.


La clase obrera del siglo XIX e inicios del XX marchó, luchó y fue masacrada bajo la perspectiva de una emancipación que no se reducía a una simple mejora en la situación material.


Socialistas, anarquistas y sindicalistas revolucionarios montaron clubes obreros y bibliotecas; editaron libros y revistas. Educaron a la clase obrera, sembraron una conciencia que aspiraba a una emancipación más amplia que el aumento salarial.


La estrategia política de aquellas organizaciones se chocó con un mundo convulsionado. Antes de convertirse en un freno a la lucha revolucionaria, se tornó impotente. El siglo XX dejó al desnudo que el derecho a la cultura y al ocio no se podían conquistar por la vía evolutiva. Había que cruzar armas con la burguesía, hacer tronar cañones y batirla. La revolución violenta hizo su entrada en escena desde Oriente.


Quince años después, sufriendo las aspereza de un planeta sin visado, León Trotsky hablaba ante una concurrencia de estudiantes daneses.

Casi no vale la pena detenerse en los lamentos, según los cuales la Revolución de Octubre ha conducido a Rusia a la declinación cultural (…) el monopolio de una pequeña minoría sobre los bienes de la cultura ha quedado deshecho. Pero todo lo que era realmente cultural en la antigua cultura rusa permanece intacto. Los “hunos” bolcheviques no han pisoteado ni las conquistas del pensamiento ni las obras del arte. Por el contrario, han restaurado cuidadosamente los monumentos de la creación humana y los han puesto en orden ejemplar. La cultura de la monarquía, de la nobleza y de la burguesía se ha convertido, al presente, en la cultura de los museos históricos (…) la Revolución de Octubre ha creado la base de una nueva cultura destinada no a los elegidos, sino a todos”.


Quien se precie de luchar por una sociedad plenamente libre de opresión y explotación debería renunciar a la destrucción de la cultura pasada como una norma o programa. La emancipación no puede construirse sobre ruinas.


El odio hacia una institución reaccionaria como la iglesia resulta harto comprensible. El deseo por destruir aquello que se asocie a ella, también. En la Argentina de 2019 actúa como cabeza de la batalla que se libra contra el derecho al aborto legal.


Pero “la única iglesia que ilumina es la que arde” no puede ser nunca el norte del socialismo revolucionario. Los edificios no son, en sí mismos, las instituciones y los individuos que ejercen el poder desde ellas. En ellos se concentran toneladas de historia. Debajo del ladrillo, el cemento y las mistificaciones, es posible hallar el potente trabajo humano que las puso en pie. Un potente trabajo que demuestra la posibilidad de desafiar cualquier límite. La escalera de la emancipación tiene allí un primer escalón.


El desinterés (o el desprecio abierto) hacia la cultura no tiene nada de natural. Cuando el aroma de la 2° guerra mundial invadía cada rincón de Europa, en el lejano exilio mexicano, Trotsky citaba a Marx

La acumulación de la riqueza en un polo es, en consecuencia, al mismo tiempo de acumulación de miseria, sufrimiento en el trabajo, esclavitud, ignorancia, brutalidad, degradación mental en el polo opuesto, es decir, en el lado de la clase que produce su producto en la forma de capital”.

La ignorancia, la brutalidad y la degradación mental son otro producto legítimo del capital. Tanto como la contaminación ambiental, la extrema pobreza y los fachos.


Los años de neo-liberalismo profundizaron aquellos trazos. Para millones el mundo se volvió un lugar de supervivencia. La “fatiga que embrutece”-al decir del mismo Trotsky- se convirtió en norma.


Para la clase obrera, el derecho al ocio y a la cultura es un derecho inalienable. Un derecho que también pasa por apropiarse y aprender aquella cultura que ya existe, que nos ha sido legada por siglos y siglos de trabajo e ingenio humano. Aquella cultura que el llamado “mercado” no considera “apta” para explotados y explotadas. Porqué la historia, la arquitectura, la pintura, la escultura no está ahí, a mano. No vienen encadenados en ningún algoritmo ni figuran en las listas de Spotify.


El comunismo plantó bandera hace siglo y medio, peleando la conquista de tiempo libre, sustrayéndolo al dominio del capital. Un tiempo libre para ser destinado al ocio, al enriquecimiento cultural, a descubrir las millones de maravillas que habitan un mundo sembrado de prohibiciones para la clase trabajadora y el pueblo pobre. Prohibiciones que hay que dinamitar.

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