Por Eduardo Castilla
En un post anterior decíamos que el punto débil de la visión de Tcach residía en su análisis
del período estudiado más en términos de pujas políticas que de lucha de
clases, lo que implicaba subvaluar el peso de las contradicciones sociales,
quitando profundidad al estudio del período. Esto además implicaba, desde el
punto de vista político, la defensa de la democracia burguesa de manera cuasi
utópica.
Evaluar los años que preceden al Cordobazo, enorme estallido de masas con
centralidad de la clase trabajadora, sin tomar un método de análisis que parta
de la lucha entre clases sociales con intereses antagónicos, implica limitar la
visión a los fenómenos de superficie sin apreciar las fuerzas motoras que llevan
a los actores de la realidad a protagonizar lo que Tcach considera “desbordes”
o “excesos”. Precisamente si, como afirma Karl Marx,
toda lucha de clases “es una lucha
política”, las contradicciones en el régimen y entre las distintas
fracciones de la clase dominante (como vimos en la primera parte de este post)
no podían menos que expresar los profundos antagonismos de clase.
Si bien, a lo largo del libro, Tcach hace una descripción de aspectos de
la reconfiguración de clases provincial, con las inversiones de capital
imperialista en el final del gobierno de Perón y los primeros años del régimen Libertador
(que aportan a la modernización de la provincia) en el libro la dinámica de las
distintas clases sociales queda devaluada por el énfasis puesto en las disputas
políticas.
En este período se pueden identificar diversas dinámicas entre las clases
sociales que son el subproducto de los intentos de modificar el patrón de
acumulación capitalista heredado del período peronista. Por un lado se asiste
al desarrollo social y la maduración subjetiva de un proletariado que “se educa”
bajo el régimen de la Libertadora. Por otro, al giro de las clases medias desde
una ubicación abiertamente gorila hacia posiciones progresistas e incluso
radicalizadas en sectores del movimiento estudiantil. En Córdoba este giro
encuentra una expresión nítida. Las clases medias pasarán del rol activo jugado
en el golpe del ’55 a ser protagonistas del inicio del ascenso revolucionario
que conmueve al país hasta el Golpe genocida de marzo del ‘76.
La “Fusiladora”
y el movimiento obrero
El proletariado “madura” para la lucha de clases bajo un brutal régimen
político que intenta derrotarlo como movimiento
obrero. Esto implicaba cambiar la relación de fuerzas entre las clases para
imponer mayores condiciones de explotación y extracción de plusvalor. Marchando
hacia ese objetivo, la burguesía debía lograr una doble victoria sobre las
masas laboriosas. Por un lado, aumentar la productividad del trabajo al mismo tiempo
que la debilitaba en el plano estructural.
No está de más recordar que, bajo el peronismo, la clase obrera había
tenido un desarrollo extensivo, mientras se estancaba la productividad del
trabajo. Como señalara Milcíades Peña “En
1959 la inversión en equipos durables fue apenas 5% mayor que 20 años antes
(...) registra un aumento anual insignificante de 2% que contrasta con un
incremento de casi 100% en el número de obreros ocupados por la industria
(488.000 en 1937 y 956.000 en 1949)” (Revista Fichas nº1, abril 1964).
Junto a esto, en el terreno político, como ya señalamos, la proscripción del
peronismo buscaba liquidar los avances de la clase obrera como actor de la vida
política nacional. La combinación de estos objetivos implicaba una “radicalización
reaccionaria” contra las condiciones de vida de la clase trabajadora que sólo
podía agudizar la lucha de clases.
Precisamente los intereses de la fracción económica más poderosa del país
(el capital extranjero en alianza con la oligarquía local) eran los que estaban
detrás de esta ofensiva anti obrera. En Córdoba se expresaba, de manera
exacerbada, la situación que Juan Carlos Portantiero definió
como de “empate hegemónico” donde
la clase dominante en lo económico (que se consolida en el período que describe
Tcach) no era hegemónica en el sentido político. El intelectual de Pasado y
Presente escribía “especificando una
definición política de la etapa actual, agregamos ahora que las líneas
generales del proceso desde 1955 se encuadran dentro de lo que llamaríamos fase
de no correspondencia entre nueva dominación económica y nueva hegemonía
política” (resaltado en el original). Este “empate” llevará a la salida
del Onganiato como régimen “superior” del período de la Libertadora. Proyecto de
tipo bonapartista que también fracasará ante el ascenso de masas abierto con el
Cordobazo.
El movimiento
obrero cordobés en la Resistencia
Tcach pone en evidencia la contraposición entre el peronismo de las
“capas blandas” (como lo bautizó Cooke) y la resistencia de la clase obrera
frente a la avanzada Libertadora. En el año 1956 reseña 14 atentados contra
distintas instituciones, llegando a su máximo nivel con el intento de asesinato
del interventor militar de la CGT. En julio de 1957, un paro nacional convocado
por la Comisión Nacional Intersindical es “acatado
masivamente por los trabajadores (…) en Córdoba no hubo diarios ni transportes.
En el sector industrial el ausentismo alcanzó el 100%” (Pág. 78). Ese 12 de
julio, por primera vez, luego de una década, la FUC se solidarizará con una
acción del movimiento obrero. En Noviembre de ese año, se vota el Programa
de La Falda que “proponía el control
obrero de la producción, el control popular de los precios y la reforma agraria
sustentada en expropiaciones a los terratenientes y en el cooperativismo
agrario” (pág. 80)
Esta recomposición social y subjetiva del proletariado obliga a la
burguesía a ensayar variantes no sólo represivas sino también de contención. Al
respecto señala Tcach que la CGT Córdoba es la primera en ser “normalizada” por
la dictadura y esto responde a dos factores clave “el imperativo de armonizar las relaciones laborales en un contexto de
expansión del sector industrial” y a los efectos del Decreto Ley 14190 que
permitía que las segundas líneas sindicales asumieran, “sobre todo en el interior del país” (pág.77)
Estos intentos de “integración corporativa” que serán parte de una
política nacional hacia las burocracias sindicales (como bien lo reseña Daniel
James en Resistencia e Integración) chocarán
constantemente contra el límite que impone la proscripción política del
peronismo. La clase obrera seguirá identificando al movimiento fundado por el
líder exiliado con la defensa de sus conquistas, como se expresará en las
elecciones a intendente de 1962 y las legislativas de 1965 que “mostrarán la vitalidad del peronismo
cordobés” (pág. 197) donde los partidos legales que se presentan como “neoperonistas”
lograrán importantes votaciones, ganando la Capital provincial en el primer
caso y el 38% de los votos en el segundo, volviendo a la cámara legislativa
luego de 10 años de proscripción.
Esta dinámica de enfrentamiento agudo y represión sobre el movimiento
obrero, prepara las condiciones que darán un salto en mayo del ’69 con el
Cordobazo.
La UCR y las
clases medias
El autor da cuenta de los giros bruscos que protagonizó el radicalismo en
estos años. Lo hace de una manera clara y exhaustiva, mostrando crisis, cambios
de frente constantes y los relevos que se dan al interior de las dos fracciones
centrales de la UCR. Aquí hace explícito su rechazo a un análisis que parta
desde categorías marxistas. Señala que “los
radicales de Córdoba cuestionaron por oligárquico y antipopular el conjunto de
la políticas económicas implementadas desde 1955, por eso es tan difícil, y a
la postre simplificador, explicar el golpismo-más precisamente un tipo de
oposición de un sector partidario-en términos de clivajes de clase” (pág.
157)
Pero precisamente, los vaivenes de la UCR expresan la inconsistencia
social de las clases medias, sobre las que se asentaba el radicalismo. Tcach intenta
“dejar a salvo” a las clases medias, indicando que no siguieron la política de
la oligarquía, lo cual se choca de bruces contra la historia por él narrada. La
UCR fue parte de la infantería del Golpe del 55’, conformando los comandos civiles
que actuaron en aquellas jornadas, atacando sindicatos y unidades básicas. Pero
además, entró a participar de los gobiernos golpistas. Citemos al mismo autor: “durante la presidencia de Aramburu-oriundo
de la meridional ciudad de Río Cuarto- la dirigencia política cordobesa ocupó
un lugar relevante: el radical unionista Mauricio Yadarola fue designado embajador
en los Estados Unidos; el radical sabattinista Antonio Medina Allende ejerció
la presidencia del banco Central” (Pág. 34) además de que “en la composición del gabinete provincial,
la UCR obtuvo dos ministerios claves, los de Gobierno y Hacienda” (pág. 35)
Como señalara Marx “el demócrata, como
representa a la pequeña burguesía, es decir, a una clase de transición, en la que los intereses de dos clases
se embotan el uno contra el otro, cree estar por encima del antagonismo de
clases en general (…) ellos representan es el interés del pueblo. Por eso, cuando se prepara una lucha, no
necesitan examinar los intereses y las oposiciones de las distintas clases. No
necesitan ponderar con demasiada escrupulosidad sus propios medios. No tienen
más que dar la señal, para que el pueblo,
con todos sus recursos inagotables, caiga sobre los opresores. Y si, al poner en práctica la cosa, sus intereses
resultan no interesar y su poder ser impotencia, la culpa la tienen los
sofistas perniciosos, que escinden al pueblo
indivisible en
varios campos enemigos” (Marx,
el 18 Brumario, resaltado en original)
Más allá del cuestionamiento discursivo al golpe militar y su programa, de
la defensa formal de las instituciones democráticas y el mecanismo del voto, del
intento parcial de integrar a la clase obrera al régimen, fue la garantía
política, entre las clases medias, del régimen Libertador. La lucha contra el “tirano”
le llevó a entregarse en brazos de la oligarquía y su régimen, aceptando la
proscripción de la clase trabajadora.
El posterior “giro radical” será el resultado de la creciente decepción
de las clases medias con el régimen Libertador, donde se combinarán las enormes
limitaciones a las reglas de la democracia burguesa con la misma ofensiva del
régimen contra el conjunto de las masas, no sólo de la clase trabajadora, ya
bajo el régimen de Onganía como señalamos aquí.
Clases sociales y representación
política
El libro de Tcach permite conocer grosso modo un período de tiempo
central en la historia reciente del país. En tanto etapa preliminar del ascenso
revolucionario de los años 70 es central para entender la dinámica subsecuente.
Pero
un análisis basado centralmente en el estudio de las disputas partidarias,
impide entender cómo y porqué el proceso devino lo que el autor llama la “creciente militarización de la política”. Ya habíamos citado a Tcach
cuando habla acerca de “la inconsecuencia de las clases dominantes
argentinas con el ideario democrático” (pág. 207)
Pero no se trata de “inconsecuencia”, sino
de “absoluta coherencia” desde el punto de vista de los intereses económicos de
la clase o fracción de clase dominante. Si bien
la lucha de clases no puede ser reducida, de manera mecánica, a la caída
tendencial de la tasa de ganancia, aquella no puede comprenderse plenamente sin
bucear en los fenómenos de los que da cuenta ésta última contradicción. Al decir de
León Trotsky “cuando las tareas, intereses
y procesos económicos adquieren un carácter consciente y generalizado (es
decir, "concentrado"), entran, en virtud de este mismo hecho, en la
esfera de la política, y constituyen su esencia”
La necesidad política de la alianza de
clases dominante en Argentina (que en Córdoba implicaba la fusión con la “aristocracia
de la toga”) estribaba en cambiar la relación de fuerzas con la clase obrera
para imponer condiciones más favorables a la acumulación capitalista. Si bien
esto es tomado en el final del libro de Tcach, queda desjerarquizado en
relación al conjunto de los planteos, quedando ubicado como un elemento más de
los que gravitan en la definición de la situación y su dinámica.
Contra toda linealidad, el marxismo no ve
una determinación absoluta de la esfera política por parte de las luchas en el
terreno económico. Por el contrario, como escribe Daniel Bensaïd, “El conjunto de las
determinaciones-no solamente económicas sino también políticas-se juntan, más
allá de la ‘apariencia superficial que vela la lucha de clases’. El
enfrentamiento de los partidos políticos manifiesta su realidad al mismo tiempo
que la disimula”. (pág. 176). La
política como terreno específico de la lucha de clases tiene su propio dinámica
“irreductible al antagonismo bipolar que
sin embargo las determina” (ídem). Pero esta dinámica no puede ser
autonomizada de manera absoluta.
Esta operación, desde el punto de vista teórico, como hemos intentado
señalar, limita los resultados y conclusiones de la investigación histórica.
Desde el punto de vista político-ideológico sólo puede facilitar la aceptación acrítica
de las normas de juego de la democracia burguesa, evitando prepararse para la perspectiva
de la emergencia de grandes conflictos entre las clases sociales como surgieron
en los años 70.
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