jueves, 27 de marzo de 2025

Absoluta Idea

 


Recorriendo las infinitas gamas del pensamiento se llega a la idea absoluta. Deambulando profundas y sinuosas grietas, que traspasan el mundo de las ideas para asentarse en tierra de la materia, asaltando las inseguridades de un zigzagueo siempre presto a interrumpirse para pasar a una etapa de quietud y sosiego. Parálisis apenas perceptible; insensible ante las certezas, arraigada a un cambio que la empuja de nuevo hacia adelante o hacia atrás, pero que también puede trabarla y tirarla a un costado, donde yacerá, doliente, algunos minutos. Reiniciar destinos es entregarse a un nuevo zigzagueo, envolverse en las hojas de un rollo que nos traslada de un punto al otro, hacia conclusiones provisorias que tiene la alarmante urgencia de dejar de ser. Que se sostienen en la inestable insatisfacción del perecer, cosa que todo lo que existe merece, en palabras de Engels, resumiendo ese nodo central que hace a la Idea Absoluta carente de entidad y al mismo tiempo motor del todo. ¿Qué otra cosa podría empujar el mundo sino aquel camino hacia lo absoluto, que tiene el límite de no poder ofrecer certezas? Parados/as al borde del abismo de lo absoluto, contemplamos el vacío: el nada más allá del todo. Ese tenía que ser el límite del pensamiento de Hegel. Negándose a sí mismo para afirmarse. Obtuso frente a su sistema, su método tenía que perecer. Como todo lo demás.


jueves, 27 de febrero de 2025

Football hates

 


John Konxville hates football. He hates the rules and he hates the players. They are “very stupid people” in his own words. They “don’t think”, thinks John. He don’t know the reasons of her repulsion to the game. He didn’t know any football player. Never.

Probably, his father was the problem. In his firsts years, when he was a child, Rober Konxville was an overwhelming presence in his life. He was a fanatic of the sport, seeing every game, every day. Talking about the results of each meeting and the perfomance of each team member. He was, too, an enshrined player at school, when he was young.

John keeps a lasting distance to his father. Since fiftenn years ago. Problems between them were very hard. His father was a violent man against his mother. That memory is still with him. He see a football game and can remeber that old fight. The memory is strong, resilient. It asaults her thoughts, lured by daze, by bewildertment. The game is her father hitting his mother. His don’t hate the competition.

miércoles, 19 de febrero de 2025

A little cuento in eight steps



Solapada en su silencio, silenciosa en su pavor, Camila caminó aquellos ocho pasos. Sus pies finos trazaron esa distancia mínima entre dos puntos. Levantó el teléfono y miró la pantalla. Perdidos en ese cristal frágil, sus ojos buscaban una señal de paz. Añoraban, ella, sus ojos y su cuerpo, un mensaje de calma, que los arrastrara lejos de la angustia que había invadido esa mañana.

El mensaje no estaba ahí. El teléfono solo ofrecía más publicidad, ese sistemático engaño que habita nuestras vida de manera invasiva, desde el alba a casi el alba. Alarmas. Nuevamente alarmas. Como si leyeran ya no sus historias, sino su cerebro. Como si supieran del constante estado de agitación que recorría la vida de Camila desde hace horas. La marca le sonó conocida: recordó un amigo que la vendía. Recordó una publicidad televisiva. Un chorro de humo saliendo de un tubo cilíndrico, invadiendo una habitación previamente invadida por un ladrón. Una invasión repelida por otra.

Dejó el teléfono. Caminó otros ocho pasos. Sus pies la llevaron al amplio ventanal del departamento. Abajo, doce pisos hacia el centro de la tierra, aceleraban motos, autos y colectivos. En verde, el semáforo sobre la avenida Corrientes abría el camino a esa jauría humana que corría en dirección al río.

Recordó el río. El suyo, el que estaba a cinco cuadras de su puerta. Un recuerdo descolorido de su insípida Alta Gracia. Un recuerdo casi apagado, que volvía por simple asociación mental con esa inmensidad que lleva el nombre de Río de la Plata. El suyo, décadas atrás, era poco más que un arroyo. Ahora, sabía por fotos y charlas con sus hermanas, era poco menos que un hilo de agua discontinuado, que seguía cruzando la ciudad en destino al verdadero río.

Volvió la cabeza hacia la mesa. Camila seguía esperando. Un mensaje, una llamada. Algo. Los recuerdos serranos vagos solo distraían esa ansiedad. Solo la diluían en un torrente caótico de pensamientos que actuaban a modo de sedante. Calmar el nerviosismo a base de ahogarlo.

Un leve movimiento en el teléfono la distrajo de su ensimismamiento. Estiró el brazo mientras aún daba el primero de los ocho pasos. Miró el cristal añorando el mensaje. Respiró fuerte. Una exhalación de alivio que bordeaba el llanto.


miércoles, 15 de enero de 2025

Words and clouds

 


Las palabras transitan -amontonadas, acurrucadas- su propia cadencia: se quiebran, se equilibran, se rompen, se trozan, se anidan y se juntan. Su esencia es el caos: el interminable desfile de significados y significantes, ansiosamente saturados de nada.

Se revuelven sobre el fondo de la lengua. Esa lengua que, a veces (solo a veces), sirve de pista de baile. Ofrenda un lugar destinado a una danza que, casi sin excepciones, termina en pequeñas gotas saladas que bajan por las mejillas y se pierden en el vacío, derrumbándose hacia un suelo que las espera sediento.

En esa lengua saturada cada palabra acredita su mercancía. Portadora de sentido. De deseos, de tristezas. Toda tristeza es un sentido. No todo sentido es una tristeza. Esa dualidad semántica confunde a más de uno. ¿Quién no ha sentido que la tristeza era el todo cuando debía ser la parte? ¿Qué parte de la tristeza nos remite a ese todo arrebatado de tensiones irresueltas, de sueños inacabados?

El sueño inacabado, por definición, conduce a la desesperanza. Arrima el fósforo a una mecha que se enciende y se prolonga, infinita, hacia un horizonte cualquiera. Una mecha sin final; sin bomba, sin cartucho, sin caboon.

Respiro. Miro el vaso. Pienso. Celebro el intento de escribir por escribir. De darle al teclado por el solo placer de darle al teclado. De extrañar ese tiempo en que el noble oficio de pegarle a las teclas no arrimaba ese leve dolor que tensa falanges e induce a parar.

Las palabras emergen en las pantalla. Nacen de ese torbellino caótico que anida en las cabezas que piensan sueños inacabados. Que los lloran y los celebran. Que caminan en ese mundo tortuoso de las pseudo-concreciones. Esas que, conformando pisos de verdad, nos dicen que todo lo que está escrito está aún escribiéndose y que las palabras se reducen, casi ontológicamente, a verbos.

Antojo

 


Tengo el recuerdo triste de una noche soleada. El infinito vacío poblado de recuerdos ansiosos. La angustia a flor de piel, esperando a ser salvada por algún sortilegio místico que, invocado a última hora, rescate temores, demonios y otras yerbas.

Tengo el silencio saturado de callarse, esperando a gritos el momento del rugido. La paciencia insípida, incapaz de reñir el día a día, de cruzar fronteras, de saltar obstáculos. Paciencia impaciente, atolondrada, ofuscada.

Tengo el sabor de tu pelo entre mis dedos, enredados como copos de placer; anclados, apenas, a centímetros de ese aliento que invade mi boca y mi rostro; que conmueve -prepotente- cada fibra; que altera, brusco, cada pedacito de (otra vez) piel, arrancando en un punto indefinido y expandiéndose, lejos, fuerte y completo.

Tengo antojo (de nosotros).

sábado, 11 de enero de 2025

Plaza de la Intendencia

 


Restregó sus ojos con el dorso de las manos. Volvió a mirar. Incrédulo, escéptico, un tanto triste. Ella caminaba por la vereda de enfrente. Ella caminaba. Su última imagen era la de la postración. La de una cama, toneladas de sábanas y la mirada entre furiosa y triste de su madre. Esa imagen se había consumido en el tiempo meses atrás. Era un fragmento de su memoria. Fragmento potente, dañino, hiriente, que volvía cada jornada.

Cruzó la calle para cruzarla. Saludó, mirando con asombro. Un tibio “hola” le respondió. Más que tibio era insípido, inodoro, desganado. Condensaba un deseo rígido de no estar ahí, de no haber caminado por esa vereda, andado esa calle, encontrado aquel rostro, al que ahora tenía que contemplar con la mejor cara de “acá no está pasando nada”.

Ella guardaba el mismo recuerdo. O uno similar, pero desde su propio ángulo: toneladas de sábanas envolviendo su cuerpo destrozado. Un brazo atado al metal; huesos que se soldaban en la grisura de un cuarto convertido en eterna morada.

Eran dos extraños. Dos pasados, distintos pero muy similares, que se contemplaban entre sí.

Las palabras irrumpieron abruptas:

-¿Hace cuánto estás caminando?

-Dos meses-respondió Nuria, secamente.

-¿No pensabas avisarme, decirme algo, llamarme?


La respuesta, instintiva e insultante fue alzarse de hombros. Nuria no ofrecía explicaciones. Quizás no las tenía. Aquellos meses habían conformado una tortura en el más completo de los sentidos. Atada a su cama estaba atada, también, a ese infortunio que le había tocado por familia. Ceñida a sus padres, siempre celosos de su salud y de todo aquello que pudiera motivar celos. De sus hermanos, regentes no designados de sus charlas, sus comidas y sus momentos de entretenimiento. La cama como una prisión, custodiada con lazos de sangre.

Él no lo entendió entonces. No lo entendería hasta muchos años más tarde. Cavilaría sobre aquel encuentro décadas más tarde, en la calurosa noche porteña, casi abrazado a una botella de vino. Pensaría en su indiferencia, en la distancia mínima que separándolos en ese instante, los alejaba para siempre. 

Recordó, en el tercer vaso de vino, aquella inclemente espera, aquel tiempo de ansiedad que se consumía esperando que Nuria se levantara de la cama y, un pie adelante, otro atrás, caminara a reconstruir los meses que precedieron a aquel salto regado de alcohol. Esa amargura copó su sangre y sus cuerdas vocales aquella tarde perdida en el tiempo mientras cruzaba a la Plaza de la Intendencia a intentar un diálogo tan imposible como incompleto.