¡Pobre Juan!
Aquel día lo agarraron con la guardia baja y no pudo darse cuenta de que lo que
él creyó ser un guiño de la suerte era en cambio un maldito llamado de la
fatalidad. Esas cosas pasan en cuanto uno descuida, y así como me oyen uno se
descuida tan pero tan a menudo. Juancito dejó que se le viera encima la alegría
--sentimiento por demás perturbador -- cuando por un conducto inconfesable le
llegó la nueva dirección de Mariana, ahora en París, y pudo creeer así que ella
no lo había olvidado. Entonces se sentó ante la mesa sin pensarlo dos veces y
escribió una carta. La carta. Esa misma que ahora le impide concentrarse en su
trabajo durante el día y no lo deja dormir cuando llega la noche (¿qué habrá
puesto en esa carta, qué habrá quedado adherido a esa hoja de papel que le
envió a Mariana?).
Juan sabe que
no va a haber problema con el texto, que el texto es irreprochable, inocuo.
Pero ¿y lo otro? Sabe también que a las cartas las auscultan, las huelen, las
palpan, las leen entre líneas y en sus menores signos de puntuación, hasta en
las manchitas involuntarias. Sabe que las cartas pasan de mano en mano por las
vastas oficinas de censura, que son sometidas a todo tipo de pruebas y pocas
son por fin las que pasan los exámenes y pueden continuar camino. Es por lo
general cuestión de meses, de años si la cosa se complica, largo tiempo durante
el cual está en suspenso la libertad y hasta quizá la vida no sólo del
remitente sino también del destinatario. Y eso es lo que lo tiene sumido a
nuestro Juan en la más profunda de las desolaciones: la idea de que a Mariana,
en París, llegue a sucederle algo por culpa de él. Nada menos que a Mariana que
debe de sentirse tan segura, tan tranquila allí donde siempre soñó vivir. Pero
él sabe que los Comandos Secretos de Censura actuan en todas partes del mundo y
gozan de un importante descuento en el transporte aéreo; por lo tanto nada les
impide llegarse hasta el oscuro barrio de País, secuestrar a Mariana y volver a
casita convencidos de a su noble misión en esta tierra.
Entonces hay
que ganarles de mano, entonces hay que hacer lo que hacen todos: tratar ese
sabotear el mecanismo, de ponerle en los engranajes unos granos de arena, es
decir ir a las fuentes del problema para tratar ele contenerlo.
Fue con ese
sano propósito con que Juan, como tantos, se postuló para censor. No por
vocación como unos pocos ni por carencia de trabajo como otros, no. Se postuló
simplemente para tratar de interceptar su propia carta, idea para nada novedosa
pero consoladora. Y lo incorporaron de inmediato porque cada día hacen falta
más censores y no es cuestión de andarse con melindres pidiendo antecedentes.
En los altos
mandos de la Censura no poían ignorar el motivo secreto que tendría más de uno
para querer ingresar a la repartición, pero tampoco estaban en condiciones de
ponerse demasiado estrictos y total ¿para qué? Sabían lo difícil que les iba a
resultar a esos pobres incautos detectar la carta que buscaban y, en el
supuesto caso de logrlo, ¿qué importancia podían tener una o dos cartas que
pasan la barrera frente a todas las otras que el nuevo censor frenaría en pleno
vuelo? Fue así como no sin ciertas esperanzas nuestro Juan pudo ingresar en el
Departamento de Censura del Ministerio de Comunicaciones.
El edificio,
visto desde fuera, tenía un aire festivo a causa de los vidrios ahumados que
reflejaban el cielo, aire en total discordancia con el ambiente austero que
imperaba dentro. Y poco a poco Juan fue habituándose al clima de concentración
que el nuevo trabajo requería, y el saber que estaba haciendo todo lo posible
por su carta--es decir por Mariana--le evitaba ansiedades. Ni siquiera se
preocupó cuando, el primer mes, lo destinaron a la sección K, donde con
infinitas precauciones se abren los sobres para comprobar que no encierran
explosivo alguno.
Cierto es que
a un compañero, al tercer día, una Carta le voló la mano derecha y le desfiguró
la cara, pero el jefe de sección alegó que había sido mera imprudencia por
parte del damnificado y Juan y los demás empleados pudieron seguir trabajando
como antes aunque bastante mis inquietos. Otro compañero intentó a la hora de
salida organizar una huelga para pedir aumento de sueldo por trabajo insalubre
pero Juan no se adhirió y después de pensar un rato fue a denunciarlo ante la
autoridad para intentar así ganarse un ascenso.
Una vez no
crea hábito, se dijo al salir del despacho del jefe, y cuando lo pasaron a la
sección J donde se despliegan las cartas con infinitas precauciones para
comprobar si encierran polvillos venenosos, sintió que había escalado un
peldaño y que por lo tanto podía volver a su sana costumbre de no inmiscuirse
en asuntos ajenos.
De la J,
gracias a sus méritos, escaló rápidamente posiciones hasta la sección E donde
ya el trabajo se hacía más interesante pues se iniciaba la lectura y el
análisis del contenido de las cartas. En dicha sección hasta podía abrigar
esperanzas de echarle mano a su propia misiva dirigida a Mariana que, a juzgar
por el tiempo transcurrido, debería de andar más o menos a esta altura después
de una larguísima procesión por otras dependencias.
Poco a poco
empezaron a llegar días cuando su trabajo se fue tornando de tal modo
absorbente que por momentos se le borraba la noble misión que lo había llevado
hasta las oficinas. Días de pasarle tinta roja a largos párrafos, de echr sin
piedad muchas cartas al canasto de las condenados. Días de horror ante las
formas sutiles y sibilinas que encontraba la gente para transmitirse mensajes
subversivos, días de una intuición tan aguzada que tras un simple "el
tiempo se han vuelto inestable" o "los precios siguen por las
nubes" detectaba la mano algo vacilante de aquel cuya intención secreta
era derrocar al Gobierno.
Tanto celo de
su parte le valío un rápido ascenso. No sabemos si lo hizo muy feliz. En la
sección B la cantidad de cartas que le llegaba a diario era mínima--muy
contadas franqueaban las anteriores barreras-- pero en compensación había que
leerlas tantas veces, pasarlas bajo la lupa, buscar micropuntos con el
microscopio electrónico y afinar tanto el olfato que al volver a su casa por
las noches se sentía agotado. Sólo atinaba a recalentarse una sopita, comer
alguna fruta y ya se echaba a dormir con la satisfacción del deber cumplido. La
que se inquietaba, eso sí, era su santa madre que trataba sin éxito de
reencauzarlo por el buen camino. Le decía, aunque no fuera necesariamente
cierto: Te llamó Lola, dice que está con las chicas en el bar, que te extrañan,
que te esperan. Pero juan no quería saber nada de excesos: todas las
distracciones podían hacerle perder la acuidad de sus sentidos y él los
necesitaba alertas, agudos, atentos, afinados, para ser perfecto censor y detectar
el engaño. La suya era una verdadera labor patria. Abnegada y sublime.
Su canasto de
cartas condenadas pronto pasó a ser el más nutrido pero también el más sutil de
todo el Departamento de Censura. Estaba a punto ya de sentirse orgulloso de sí
mismo, estaba a punto de saber que por fin había encontrado su verdadera senda,
cuando llegó a sus manos su propia carta dirigida a Mariana. Como es natural,
la condenó sin asco. Como también es natural, no pudo impedir que lo fusilaran
al alba, una víctima más de su devoción por el trabajo.
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