Vera Lisboa (V.L.) pidió disculpas. Había chocado sin querer contra aquella mujer. Sus ojos castaños se habían extraviado; miraban absortos las paredes de aquel viejo café. El Tortoni, con su historia, sus risas y sus llantos, recibía los rulos más hermosos; aquellas ondulaciones de adornaban una carita sorprendida.
Aquella tarde era de paseo. De conocer y conocerse. De caminar, mirarse y sonreírse. En aquel café histórico, rodeada de cuadros y fotos, V.L. afirmó, en cierto momento, sentirse como una adolescente. Edgar Copenhague (E.C.) la miró, atento, un tanto sorprendido. Aquella criatura maravillosamente viva y llena de energía parecía acurrucarse contra su propia silla, anunciando una timidez imperceptible la noche anterior.
E.C. sintió una nueva clase de fascinación por V.L. Otra, novedosa, distinta a la que había transitado en las horas previas. Distinta a aquellas otras, intensamente regadas de alcohol, ocurridas tres decenas de días antes.
V.L. habló de ella. Contó más cosas.
E.C. olvidó muchas. Su memoria es calamitosa; causa de reproches ajenos y errores propios.
No logra, sin embargo, olvidar aquella imagen de adolescente tímida contra una silla, un tanto incómoda, en un bar centenario.