Recorriendo las infinitas gamas del pensamiento se llega a la idea absoluta. Deambulando profundas y sinuosas grietas, que traspasan el mundo de las ideas para asentarse en tierra de la materia, asaltando las inseguridades de un zigzagueo siempre presto a interrumpirse para pasar a una etapa de quietud y sosiego. Parálisis apenas perceptible; insensible ante las certezas, arraigada a un cambio que la empuja de nuevo hacia adelante o hacia atrás, pero que también puede trabarla y tirarla a un costado, donde yacerá, doliente, algunos minutos. Reiniciar destinos es entregarse a un nuevo zigzagueo, envolverse en las hojas de un rollo que nos traslada de un punto al otro, hacia conclusiones provisorias que tiene la alarmante urgencia de dejar de ser. Que se sostienen en la inestable insatisfacción del perecer, cosa que todo lo que existe merece, en palabras de Engels, resumiendo ese nodo central que hace a la Idea Absoluta carente de entidad y al mismo tiempo motor del todo. ¿Qué otra cosa podría empujar el mundo sino aquel camino hacia lo absoluto, que tiene el límite de no poder ofrecer certezas? Parados/as al borde del abismo de lo absoluto, contemplamos el vacío: el nada más allá del todo. Ese tenía que ser el límite del pensamiento de Hegel. Negándose a sí mismo para afirmarse. Obtuso frente a su sistema, su método tenía que perecer. Como todo lo demás.