jueves, 5 de septiembre de 2024

El Tortoni

Vera Lisboa (V.L.) pidió disculpas. Había chocado sin querer contra aquella mujer. Sus ojos castaños se habían extraviado; miraban absortos las paredes de aquel viejo café. El Tortoni, con su historia, sus risas y sus llantos, recibía los rulos más hermosos; aquellas ondulaciones de adornaban una carita sorprendida.

Aquella tarde era de paseo. De conocer y conocerse. De caminar, mirarse y sonreírse. En aquel café histórico, rodeada de cuadros y fotos, V.L. afirmó, en cierto momento, sentirse como una adolescente. Edgar Copenhague (E.C.) la miró, atento, un tanto sorprendido. Aquella criatura maravillosamente viva y llena de energía parecía acurrucarse contra su propia silla, anunciando una timidez imperceptible la noche anterior.

E.C. sintió una nueva clase de fascinación por V.L. Otra, novedosa, distinta a la que había transitado en las horas previas. Distinta a aquellas otras, intensamente regadas de alcohol, ocurridas tres decenas de días antes.

V.L. habló de ella. Contó más cosas.

E.C. olvidó muchas. Su memoria es calamitosa; causa de reproches ajenos y errores propios.

No logra, sin embargo, olvidar aquella imagen de adolescente tímida contra una silla, un tanto incómoda, en un bar centenario.






martes, 3 de septiembre de 2024

Husserl y Kant

 


Apremiado por el compromiso asumido, Edgar Copenhague (E.C.) destapó la botella. No confiaba mucho en aquel vino. Recordaba haberlo probado. No cuando ni con quien. Pero era el precio posible de pagar en aquella racha de empobrecimiento repentino a la que lo condenaba la política oficial y una mala suerte que parecía divertirse con él.

Enfrentó al teclado. Por algún extraño motivo no le pareció tan áspero como había ocurrido a lo largo del día. Sabía que Vera Lisboa (V.L.) esperaba unas líneas. Un texto. Ese era, a fin de cuentas, el compromiso previamente pactado: “drunk text me”.

Quiso enhebrar dos ideas. Sintió que el recuerdo de los rulos de V.L. era un buen punto de partida. Un origen (inception) plantado en su cabeza meses atrás, que lo hacía pensar y escribir en circular. Asoció sus dedos a esos rulos y los rulos a unos ojos castaños que habían iluminado su living una noche de jueves. Recordó, además, Husserl y Kant, filósofos que le despertaron un interés ajeno al puro conocimiento filosófico. El era fan de Hegel. Lo seguía desde Cemento. O desde Tubinga.

Se descubrió mirando fijo el sofá donde aquellos dos apellidos habían sido pronunciados. Volvió los ojos al monitor. Leyó un soneto sobre pintura al óleo que los dedos de V.L. acaban de depositar en su pantalla.

Escribió: “Los acontecimientos de la historia se rigen por una extraña amalgama de azar y necesidad. Los acontecimientos de la historia personal sufren, en mayor medida, esa tensión. El azar suele sacudir cuerpos y cabezas al tiempo que se presenta como férrea necesidad. ¿Esos rulos entre mis dedos eran azar o necesidad?”.

La pregunta quedó flotando en el teclado.

miércoles, 28 de agosto de 2024

Sadness

 


¿Cómo procesar esta tristeza? Escribiendo una vez más. Dándole a un teclado rebelde que se resiste al vínculo que uno quisiera tener. Que se niega a poner las teclas en el lugar en donde caen los dedos. Dedos que, por algún extraño motivo, ejercen una labor completamente arbitraria, ajena a la voluntad del escribiente.

Ese escribiente no es Batherbly. No puede serlo. Ese es otro recuerdo. Aquel personaje es la negación de la compulsión. Es un acto pasivo de resistencia ante un mundo que impone, incluso cuando lo hace con la mayor de las paciencias.

Somos esa imposición y somos víctimas de la misma. Somos el extraño caso de un amor qué es y no puede ser. Que se materializa en palabras, en besos, en sonidos, en risas. Pero no puede ser más que un deseo. Un deseo ya ajado de tanto desearse. De tanto deambular circularmente sobre él mismo. Estancado, como aquel auto de un cuento de Samantha Schweblin, que encarna el estancamiento de una relación entre madre e hija. Nosotros estamos en el mismo barro. Por eso el amor se estancó y no puede salir. Porque el deseo sin la voluntad no es nada y la voluntad sin materia que la sustente no vive. O no se puede. O no se materializa.

Ese es el secreto de este fracaso: al deseo le falta la material voluntad. Carece de la entidad capaz de hacerlo posible.

La pregunta es casi retórica: ¿podemos torcer ese destino impotente? Podemos es una primera persona del plural de la que tengo que excluirme. En este caso, querer es poder y yo no quiero. Me adelanto a los hechos; camino al futuro sintiendo las crisis que desataré. Pienso y repienso para solo lograr anularme. Soy el resultado impotente de mi decisión consciente. El fracaso voluntario. La autocensura como programa de acción.

La tristeza no se va a ir. No se puede ir. Está arraigada al fondo del alma, dando por sentado que creemos en el alma. Que creo. Ese nosotros en plural no corresponde a nadie más. Hay, efectivamente, una cierta dosis de creencia en el alma cuando uno está enamorado. Hay una cuota de misticismo, donde todo resulta maravilloso y envolvente.

Esperemos que la tristeza se vaya pronto.

miércoles, 31 de julio de 2024

Vera Lisboa y Edgar Copenhague (E.C.) toman whisky



Edgar Copenhague (E.C.) caminó aquellas treinta cuadras con el viento de frente. Sentía, a cada paso, una leve herida en las mejillas. Entrecerraba los ojos por momentos, esperando amainara. Podría no haberlo hecho pero ansiaba caminar. Necesitaba estirarse; salir de esa posición casi fetal a la que lo condenaba la computadora.
Miró el celular. Una vez más. Como cada 10 minutos. La compulsión era más fuerte que su voluntad. Tenía más convicción, más decisión y más firmeza. Persistía en envolverlo en esas teclas digitales que lo convocaban a la más leve de las concentraciones; a la más efímera de las miradas. Esta vez fue distinto. Vera Lisboa (V.L.) había escrito. Al lado de la diminuta imagen de su rostro sonriente aparecían unas pocas palabras. Se insinuaba un mensaje; un llamado de atención.
V.L. le contaba su tarde. Gris, fría, poco amena. Le transmitía un enojo: con el mundo, con la estructura jerárquica del sistema escolar; con las distancias y los climas hostiles. Exigía, en compensación un abrazo.
E.C. recordó sus dedos entre los rulos de V.L.
Imaginó una escena: una fría tarde invernal a un par de kilómetros del mar; dos vasos de whisky; dos miradas que se cruzan; una infinita cantidad de palabras viajando en ambas direcciones, entre dos bocas que en ese momento pausaban los besos. Pensó en sus dedos recorriendo el cuero cabelludo de V.L. mientras la escuchaba desarrollar argumentos. Mientras la miraba mover las manos, gesticular y reír.
Dejó esa imagen al futuro, donde posiblemente correspondiera. Volvió al celular. Se sacó una foto. La borró. Se pareció demasiado serio a sí mismo. No era su perfil, pensó. Se preguntó si él tenía un perfil. Se confirmó que si tal cosa existía, la imagen que le devolvía el aparato no se correspondía con tal cosa. Se sacó una segunda foto. Sonreía. Le pareció más acorde a la demanda de V.L. La asoció a aquel abrazo reclamado a distancia, desde las inmediaciones del gélido mar marplatense. La envió. Sintió que en esa imagen iba el abrazo requerido.
Volvió a pensar en el whisky y en los rulos de V.L. Los imaginó, entre sus dedos, apenas una fracción de tiempo en el futuro.

domingo, 28 de julio de 2024

hegel y napoleón en Jena


 

Volvió a mirar por la ventana. Faltaban para que amaneciera. En la negrura de la noche se adivinaba un fulgor. Una luz tenue, leve, que venía de más allá de las montañas. Que se entrometía en la noche para anunciar un mañana absolutamente nuevo.

Georg no pudo evitar sonreír. La palabra "absoluto" le pareció en ese momento tan cristalina, tan limpia, tan transparente. Hacía días buscaba desesperado una idea. La encontró sin desearlo. Atónito ante un mundo que cambiaba mientras él lo miraba transformarse. Volvió a sus manuscritos. Escribió: “Solo persiguiendo el ser absoluto los fines particulares pueden realizarse”. Releyó. Volvió a hacerlo en voz alta. Alguna vez, no recordaba dónde, había leído que los buenos versos debían poder leerse en voz alta. Su memoria, cansada, no podía saber si lo había leído en esta vida o en otras vidas futuras. Cuando repasó la oración por tercera vez se sintió conforme.

Volvió a mirar por la ventana. Las luces del campamento militar empezaban a desteñirse junto a la luz del amanecer. Se descubrió impaciente. Ansioso. Deseando el paso veloz de las horas.

Georg habita un mundo de incertidumbres. Súbdito leal a la corona prusiana, siente en sus pulmones un aire revolucionario que nace al oeste. Que llega del Sena, presuroso y violento, arrasando todo a su paso. Georg mira el mundo con asombro, como si tuviese entre sus manos una herramienta que lo maravillara y no comprendiera. Como si mirara una notebook o un celular. Desesperado y desesperado. Desesperado de ansiedad, desesperado de extraviado. O viceversa.

Las horas se tornan inciertas. Reclaman un destino. Pronto lo tienen. O lo asumen. Desechas, destruidas, las tropas francesas abrazan la ciudad. Llevan en sus cuerpos las marcas de una batalla feroz, salvaje. Arrastran un sentimiento de triunfo atado a una amargura potente.

Al frente, con rostro adusto, va el Espíritu del mundo. Cabalga lento, parsimonioso, austero. Mira a cada ventana y cada puerta. Intenta leer los sentimientos de quienes asumen o deberían asumir como propia la derrota.

Encuentra, al azar, los ojos de Georg. Los contempla apenas un segundo. Luego vuelve la cabeza y mira al frente. Su caballo camina, lento, hacia adelante. 

Hegel guarda silencio: acaba de mirar a la historia de frente. La felicidad lo invade. La tristeza, también. Napoleón ya ignora su presencia. 

viernes, 19 de julio de 2024

ears and ears



Volvió al espejo a mirarse. Giró la cabeza. En un sentido. Y en el otro. Se fijó en una mancha apenas perceptible. ¿Mugre? ¿Grasa? ¿Su propia piel? Desestimó la última opción. Un leve movimiento lo ayudó a decidir.

Dos días antes le habían dicho “tus orejas son perfectas”. Nunca había pensado que la palabra “perfección” pudiera aplicar a esa parte del cuerpo. Le resultaba evidente pensar en la idea de una nariz perfecta; de un rostro perfecto. Ahora, bajo la insinuación de aquella intensa voz, empezaba a pensar que sus ideas sobre lo perfectible de las cosas carecía de sustancia. Se amparaban en sentidos comunes; en frases hechas. 

“Son simétricas y están a la misma altura”, le había dicho esa voz inteligente. Si algo sabía aquella cabeza ondulada era de simetrías. Sufría su falta. No siempre. Muchas veces sí.

Volvió a la imagen que devolvía el espejo. Creyó ver su oreja derecha más abierta. Se le ocurrió que “abierta” no era una palabra que describiera lo que parecía estar observando. Sin embargo, si su oreja izquierda parecía replegarse hacia su cabeza, la derecha se inclinaba hacia el afuera; buscaba separarse del cuerpo, alejarse. Una oreja luchando por su independencia. Justo a diez días del 9 de julio.

Buscó una regla en el escritorio. La puso frente a su cara. Intentó calibrar alturas y distancias. Le resultaba imposible medir. Existía demasiada cabeza hacia adelante como para poner a las orejas a la misma altura. Podría hacerlo si pudiera comprimir su cara, hundirla, como si fuera un muñeco de goma. No parecía ni factible ni recomendable. Más bien, sonaba (las palabras “sonaban” en esa cabeza que pretendía comprimir) sumamente doloroso.

La operación tampoco podía hacerse por detrás. A las dificultades prácticas de medir sin ver se sumaba el mismo problema de cualquier intento frontal: había demasiada cabeza hasta llegar a las orejas, que estaban ahí, burlonas, en el medio. Lejos de toda medición. Implacables, se reían de cualquier intento geométrico de confirmar esa simetría que, entre otras cosas, garantizaba la perfección.

Dejó la regla.

Miró el espejo por última vez.

Sonrío.

Seguía pensando en esa dulce voz que le hablaba de sus orejas como si fueran una obra de arte. Volvió a sonreír y apagó la luz cuando salía del baño. 

miércoles, 22 de noviembre de 2023

El sentimiento pensado



Sentir el pensamiento equivale a mutilarlo; a recortarlo. No porque haya trabas. Por el contrario. Implica dejar el pensamiento librado a una circularidad permanente que agota, que se limita a sí misma. Y que limita, por lo tanto, al sujeto pensante. El sujeto sintiente acordona (censura) al sujeto pensante.

Pensar el sentimiento es darle margen de acción. Permitir al sentimiento encontrar sus raíces y sus razones. Sus causas últimas e intermedias. Su futuro, atado a un movimiento disolvente que entiende su propia dinámica y su propia razón de ser. Todo lo real merece la cualidad de racional. El sentimiento debe ganar su condición de racional. Es decir, su derecho a existir y/permanecer. Esa permanencia, sin embargo, transcurre entre distintas cualidades. Es un sentimiento en disolución, solo en el marco de que tiende a su conversión. A su anulación en el propio pensamiento.

Si el pensamiento sentido es un caos interminable que se recorre a sí mismo arriba abajo; el sentimiento pensado es el origen de un orden cognoscible y transformable. Es decir, un orden capaz de dotar de sentido al sentir. El pensamiento sentido solo puede ser el prólogo del sentimiento pensado. El sentimiento pensado se disuelve en un sentir distinto. Superior, podríamos decir, sin miedo a la pedantería.

jueves, 26 de octubre de 2023

Buenos Aires es demasiado ruidoso hasta para ponerse triste

 


Tengo el sueño recurrente de volver a verla. A abrazarla. A besarla. Aunque el último beso, ese febrero pandémico, haya tenido gusto a rechazo. Tengo el sueño de abrazarla. Por algún motivo, los abrazos eran un ritual, una especie de danza de a dos, donde cada cuerpo parecía fundirse sin fundirse con el otro. Donde los sentimientos pasaban desde una piel a la otra.

Ese sueño vuelve cada tanto. Ya pasó demasiado tiempo. Demasiado espacio físico y onírico en el medio como para seguir retornando y retornando. El duelo es perder el lugar que uno ocupa en el deseo del otro. De la otra en este caso. Y posiblemente en muchos. Ese dejar de ser deseado es un ostracismo. Una especie de exilio. Hay exilios peores, más dramáticos: aquel que consiste en dejar de existir; en volverse un (mal) recuerdo que sigue viviendo a escasas decenas de cuadras. Un fantasma que vive, respira, cada tanto llora, cada tanto suspira.

Dejar de existir mutuamente es la etapa superior de ese exilio. Fácil de hacer, fácil de realizar. Un clic y a la lona. Y el silencio. Y la tristeza de la nostalgia. De un lado o de los dos. A esta altura no tiene importancia. La nostalgia es un hilo de agua que se deshace camino al mar. Y el mar es la vida inmensa, que todo lo contiene. Un océano de vida inabarcable.

Como suele pasar en estos casos, la intención de escribir no se corresponde con el acto de escribir. Buenos Aires es demasiado ruidoso hasta para ponerse triste.

martes, 16 de mayo de 2023

Pegado al temor

 


Se miró los dedos por cuarta vez. Preocupado. Lo invadió una sensación habitual: miedo. Volvió a rasparse el pulgar de la mano derecha con la uña del pulgar de la izquierda. Nada. La sustancia viscosa seguía así. En ese momento no era precisamente viscosa. La viscosidad pertenecía a un pasado reciente. La dureza había invadido esa porción de su cuerpo.

Llevaba semanas pensando en su propia hipocondría. En su persistente temor al daño corporal. Se acarició la cara. Llevó la mano izquierda al ojo. Sintió una molestia. Tres noches antes, una piña había impactado en esa parte del rostro. El puño del lumpen borracho había dejado su marca. No había dolor. Había dejado de haberlo esa misma madrugada. Pero él no podía dejar de tocarse la cara y pensar en el miedo al daño físico.

Ese fantasma lo había perseguido por años. Quizá toda su vida. O toda su vida adulta. Hubo un tiempo sin temores. De una audacia física que limitaba con la estupidez. Tenía 15 años cuando trepó a una torre de luz en el parque infantil. Estaba tan borracho como sus amigos, que celebraron la temeraria escalada. Su memoria no cuenta el suficiente alcance. Envidia a quienes pueden recordar detalles de su juventud. Los admira. Les admira, para ser preciso. Él tiene flashes. Imágenes paganas, formas y siluetas. Alguna sensación corporal.

Recordó otra audacia. La palabra “audacia” le pareció un poco tonta de golpe. Se censuró a sí mismo. Se pensó demasiado básico, demasiado pobre de recursos, demasiado falto de vocablos o términos para describir aquello. Recuerda que hacía calor. Recuerda el balcón de un cuarto piso. Un edificio en la calle Olmos. Ambrosio, no Emilio. Su extrañada Córdoba. La Negra Claudia censurándolo. En un tono jujeño que arrastraba desde su norte natal y seguiría arrastrando por años. Juan Pablo mirándolo con una sonrisa infantil. La China asumiendo su mejor cara de orto y putéandolo por sentarse en la baranda del balcón. La noche cordobesa, cálida y regada en cerveza Palermo. Ironías de la geografía.

Volvió a mirarse los dedos. El pegamento seguía ahí. Duro. Persistente. Como su temor al daño físico.

Puro Pasado





Como arrastrando los pies por el barro. Con la mirada cansada. Y las lágrimas aún más cansadas. Como una vertiente eterna. Ya desgastada de tanto entregar el salado líquido.

Como un cansancio nacido del fracaso y la amargura. De esa amargura que parece cimentarse a cada hora del día.

Mario caminó aquellas cinco cuadras en silencio. Su silencio y el de la calle. Cruzando Suipacha, chocó de frente con la correntada de aire que atravesaba Diagonal Norte. Miró a los costados. De un lado, la figura imponente del Obelisco. Del otro, fantasmales palmeras que simbolizaban Plaza de Mayo. Recordó aquella tarde. Dos semanas antes. La bandera ondeando con el viento. Un viento que esa noche parecía seguir soplando. Recordó el rostro de Jimena. Sus ojos grises, al otro lado de la franja de tela, justo en el otro palo de la bandera. Su sonrisa triste, lejana. Demasiado lejana para alguien que estaba a escasos tres metros. Ahora estaría a miles de metros. A kilómetros o más.

Le asomó otra lágrima. Una más. Y van…

Sabía que esa imagen era puro pasado. Un recuerdo que tendía a confundirse con el viento. A desplegarse por el cielo de esa ciudad que no era la suya y nunca lo sería. Siguió caminando. Tocó el portero. Abrieron.

Siempre admiró la belleza oligárquica de esa escalera. Su lujo añejado de historia. Su brillo pulido, posiblemente, esa misma tarde. Subió por el ascensor. Dejó atrás el piso en el que podría haber bajado. Las poleas y el viejo motor lo llevaron hasta arriba. A un piso doce.

Giró la llave en la cerradura. Salió al aire porteño. Lo respiró. Sintió un poco de olor a mierda en la nariz y en los pulmones. Y corrió hacia el vacío.