Foto: Anfibia
Eduardo Castilla
“Entonces el peronismo para mediar toma la palabra revolución
y ésa es una de sus alas semánticas; y al mismo tiempo que la toma la quiere
como conjurar, contener, explicar que no es tan así a sus otros interlocutores
que son empresarios, personajes de la Bolsa. El discurso de la Bolsa es un
discurso que muchos intentamos ponerlo en el lugar de un discurso de ocasión
para contener lo que una revolución legítima provoca en el sector reaccionario,
llamado así por la reacción a la revolución. No tengo la tendencia a pensarlo,
aunque siempre me originó ciertas dudas, como una expresión de lo que era la
verdad del peronismo. Para mí la verdad del peronismo era como un vacío de los
que hoy habla la historia política, como núcleo de indeterminación o de
indecibilidad” (Horacio González, Historia y pasión)
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Por estos días Horacio González (HG) ensaya una suerte de
balance del período kirchnerista. Pero, al igual que lo afirma en la cita que
antecede, parece poco dispuesto a querer pensarlo a fondo.
Lejos de un intento de dilucidar algunas claves que permitan
explicar la derrota electoral del pasado 22 de noviembre y el declive político que
por estas horas exhibe el kirchnerismo más concentrado, HG se propone ser el
vocero de una repetición talmúdica. Repetición del relato o de aspectos
centrales del mismo.
El ex director de la Biblioteca Nacional y uno de los
referentes de la ya extinta Carta Abierta, sostiene los tópicos comunes que
fueron construidos desde el vértice del poder estatal, en aras de la “gobernabilidad”.
Muy lejos de
Clausewitz, muy cerca de Laclau
HG ha publicado hasta el momento 5 de las 10 entregas
prometidas para realizar un balance del kirchnerismo. Se trata de una suerte de
ensayo en cuotas, presentado bajo el título Derrota
y esperanza: un folletín argentino por entregas y se puede
leer en la página La Tecl@ Eñe.
En la primera de las entregas HG se centra en
la llamada “batalla cultural”. No se trata de una elección arbitraria o
infundada, sino que el conjunto de su esquema –por lo menos hasta la última
presentación- está orientado a pensar los límites del “proyecto” desde la
batalla contra Clarín y desde los discursos puestos en circulación.
Dice allí que “lo que se definió como “batalla
cultural” tenía varias piezas centrales (…) una de las cuales era una
formidable pieza legislativa, finalmente aprobada pero a la vez neutralizada
luego por distintos medios (esencialmente jurídicos), que se llamó ley de
servicios de comunicación audiovisual, nombre técnico de un conjunto de
disposiciones tendientes a desmonopolizar el control de audiencias (…) Esta ley
apuntaba especialmente al grupo Clarín (…) Esta batalla cultural, implicaba
necesariamente la posesión de “fierros propios”, en un modelo de lucha que no
era de cuño tradicional, extraña a los “manuales clausewitzianos” (…) dentro de
lo necesario del tratamiento de la monopolización mediática, se pasó por alto,
lo que de alguna manera era inevitable, la configuración de Clarín como un ente histórico o poseedor de
una evidente historicidad. No se tuvieron en cuenta, con la repentina
fustigación del “Clarín miente”, las
diferentes fases que atravesó la ideología y la metodología del grupo (…) Clarín es el testigo privilegiado de numerosos
fracasos políticos de la Argentina, no solo el del desarrollismo frondizista,
sino el de las diversas izquierdas y peronismos de izquierda”.
La popularmente llamada Ley de medios no dio
pasos sustanciales en aquello que se asignaba como su tarea central. La desmonopolización
se transfiguró en pelea de dos monopolios mediáticos. Clarín como co-director
de la ofensiva contra el gobierno por un lado y, frente a ellos, un
conglomerado de medios sostenidos desde el poder estatal. Una tropa que, por
estos días, se diluye con la consecuencia de una oleada de despidos contra los
trabajadores.
Pero la configuración histórica
de Clarín –es decir su rol central en el dominio capitalista nacional- no se
pasó por alto “de manera inevitable”. Por el contrario, como es ampliamente
conocido, en el final de su mandato Néstor Kirchner prorrogó todas las
licencias del grupo. Así, el mismo kirchnerismo que lanzó una ley para “desmonopolizar”,
creó y alentó monopolios mediáticos a diestra y siniestra por años.
Si la consigna “Clarín miente” se convirtió
en una de las claves de la edificación del relato en los años posteriores, fue
porque permitió simplificar los antagonismos casi hasta el absurdo. Por años,
la “Corpo” fue solo Clarín. Su demonización iba paralela a políticas que permitían
ganancias siderales al conjunto del gran capital, incluido el “agro-power”,
aquel enemigo “mortal” de 2008.
“Clarín miente” fue la clave de una batalla discursiva donde
el enemigo no era nunca alcanzado por los golpes. El relato se sostenía mientras
se abandonaba toda confrontación real.
Relato y la realidad
En la segunda de las entregas HG aborda “la
compleja noción de “relato” al
decir de los presentadores de la revista. Dice el ex Carta Abierta que “relato
era aquí sinónimo de impostura, de falsedad, de fingimiento, de “invención de
tradiciones”, en suma, una superchería de Estado para contarle a los crédulos
una historia apócrifa sobre los gobernantes, sus orígenes y propósitos”.
Pocos renglones después agrega que “su empeño anti-corporativo, que
desde luego se dirigía privilegiadamente contra el grupo Clarín, aunque
ciertamente mucho menos contra otras corporaciones “no mediáticas” (pero a las
que de una manera u otra Clarín articulaba: Monsanto, Barrick Gold, Chevron,
etc.) no lograba interesar a las izquierdas ni a una parte sustancial de la
vida popular, que en el “gran monopolio mediático”, no veía sino la posibilidad
de saber cómo se resolvían los misterios de amor y los prodigios de la ilusión
en una telenovela que recreaba “las mil y una noches””.
Precisamente el relato se cimentó sobre la base de presentar una
vocación de lucha contra las “Corporaciones” que no era tal. La pelea con Clarín se redujo a una “guerra de
medidas cautelares”, que fueron esencialmente favorables al “gran diario
argentino”.
Pero en relación a otras “corpos”, la política del gobierno fue
abiertamente favorable. Fue la misma CFK quien impulsó la radicación de plantas
de Monsanto y permitió el florecimiento de sus negocios, de la mano de una
creciente sojización que solo era combatida en las palabras. Lo mismo aconteció
con las grandes mineras, que siguieron gozando de beneficios siderales gracias
a un Código Minero heredado del menemismo y nunca puesto en cuestión. De
Chevron se puede recordar que fue la beneficiaria de la reprivatización del minoritario
porcentaje de YPF que había sido nacionalizado. Otra beneficiada fue la
española Repsol, primero catalogada como “saqueadora” y luego premiada con una indemnización
de miles de millones de dólares.
La raíz de que la izquierda no “se interesase” por estas peleas debe
buscarse precisamente en la ausencia de toda epicidad. La “batalla cultural”
seguía desarrollándose sobre todo en la superestructura y los discursos, sin
tocar nunca la estructura social –excepto y muy parcialmente- con la
nacionalización de las AFJP. La guerra se libraba según los conceptos de Ernesto
Laclau y Chantal Mouffé.
Por otra parte, la crítica a la “vida popular” no deja de sorprender viniendo
de un intelectual que revindica el peronismo. Precisamente el desinterés de las
masas populares en esas “batallas” contra las corporaciones radicó en la nula influencia
de las mismas en la vida cotidiana de aquellas. Si el primer peronismo podía
construir su propio “relato” a partir de las profundas transformaciones en la
vida de la clase trabajadora –logradas con luchas pero a costa de la integración
política al movimiento fundado por Juan Perón- el kirchnerismo careció de credenciales
sólidas en ese terreno.
La enorme continuidad del trabajo precario en un tercio de la clase
trabajadora, la ausencia de derechos sindicales en amplias capas, los más que insuficientes
recursos destinados a jubilaciones y AUH si se compara con los pagos de la
deuda externa o a los Fondos buitres; todos determinantes de los límites que el
kirchnerismo tenía entre capas profundas de las masas.
Sobre esos límites jugó el macrismo para imponerse. Concentró su fuego en
el “estilo” prometiendo sostener las medidas que contaban con aceptación social.
Precisamente el desplazamiento por medios electorales habla de la debilidad del
vínculo político entre kirchnerismo y amplios sectores de las masas. HG no se
propone realizar ese análisis. El resultado es terminar condenando una
telenovela.
Injurias, corrupción y denuncias
Los límites que se autoimpone HG para analizar el ciclo político que
terminó hace pocos meses lo llevan por laberínticos caminos. El motor de la
caída política del anterior gobierno debe buscarse en las calumnias que se
repitieron sin cesar.
Leemos que “con el matrimonio Kirchner (…) crecieron hasta proporciones
gigantescas los ataques donde el pasado de la pareja presidencial era examinado
por peritos en detectar supuestas falsedades y mascaradas”. Antes habíamos
leído que esa “campaña de una dimensión (…) de la que no se tenía acabada
noción en el país. Sin duda, superaba a lo que se había visto en la época de
Perón –aunque en especial luego de caído este gobierno en el 55- y a la larga
persistencia del diario Crítica para deteriorar durante los finales de los años
20 al gobierno de Yrigoyen”.
En el mismo sentido, y ya en la tercera entrega de su
folletín, HG afirma que “no hay concepto más escurridizo e inaprensible que
el de corrupción (…) La inevitable carga moral que subyace en él, su poder
agraviante y desestabilizador (…) tienen una fuerza capaz de resquebrajar
cualquier andamiaje gubernativo”.
Campaña
de injurias y acusaciones de corrupción se convierten así en los elementos que
definen el clivaje social que llevó a la caída por vía electoral del
kirchnerismo.
Que la casta judicial haya operado y opere en pos de golpear al kirchnerismo,
no objeta que muchos de esos casos son reales. Tan reales como lo fueron bajo
el menemismo, la Alianza y lo serán bajo el macrismo. Esa corrupción es
inherente a la estructura de una casta política que gestiona el Estado burgués al
servicio de una mayor rentabilidad para el capital. La contraparte son salarios
millonarios que permiten un nivel de vida cercano al de los mismos
capitalistas.
A pesar de sostener que “lo que hay que hacer no es situarse en una
hipótesis de rechazo indignado de estas incómodas situaciones (…) todos los que
estuvimos en esa situación, debamos explicarnos y su vez reclamar explicaciones”,
Horacio González emprende una defensa de uno de las más cuestionadas figuras del kirchnerismo.
En su quinta
entrega, a pesar de que desde el título propone “reflexionar sobre la
figura de Cristina”, HG nos habla de “la inclemencia de las peores
adjetivaciones, totalmente contaminadas con el afán de enviar cabezas
propiciatorias al cadalso. Una de ellas: la rubia testa de uno de los
ex-ministros de economía de Cristina, guitarrista ocasional del grupo la Mancha
de Rolando, acusado ahora de todas las manchas posibles que puedan tener el
tal Rolando o cualquier otro hombre, llámese como se quiera, pero al que
fundamentalmente no se le perdona la estatización de los fondos de pensión,
entre los que se hallaban papeles accionarios de empresas cruciales, entre
ellas, Clarín”.
Así, Amado Boudou, nacido en la liberal UCeDé y poseedor de un lujoso
departamento en Puerto Madero -entre otros bienes no menores-, es elevado al
rango de una suerte de jacobino moderno, enemigo del poder económico. La “guillotina”
que hoy cae sobre él no es más que la venganza de los poseedores por su espíritu
“expropiador”.
Horacio González cierra así el
círculo de su propio relato, que empieza en absolutizar el poder de Clarín -aunque
dejando sin explicación el origen del mismo- para terminar defendiendo a Amado
Boudou.
Relato y metafísica
Hegel escribía al inicio de su Lógica que “el dogmatismo de la metafísica del entendimiento
consiste en mantener las determinaciones exclusivas del pensamiento en su
aislamiento”. Podríamos recurrir a Marx o a cualquiera que nos presente un enfoque dialéctico de las cosas
pero el nudo de la cuestión seguiría siendo el mismo.
La crítica esencial radica en que HG abstrae una serie de elementos
y los convierte –hasta el momento- en la explicación única de la derrota
electoral. Clarín, las calumnias contra los Kirchner, las denuncias de
corrupción son los arietes de una reflexión que no se propone llegar hasta las
causas últimas del declive kirchnerista.
La “verdad” del kirchnerismo –término al que resulta difícil adherir
de manera incondicional- debe buscarse en una conjunción de factores
económicos, políticos y sociales. Cuando aún el kirchnerismo entraba y salía
por las puertas de la Casa Rosada, escribimos
esta suerte de balance parcial que buscaba analizar más en profundidad el
período. En un sentido similar -ya finalizada la “década ganada”- se escribió
aquí, dando cuenta de los múltiples momentos de giro a la derecha del
kirchnerismo que, como ya es sabido, terminaron encumbrando a Scioli como
candidato único del “modelo”.
Aunque los elementos de un balance más acabado del periodo
kirchnerista todavía se sigan escribiendo, ya es bastante lo dicho para
entender las razones de su fracaso. Su épica se estrelló contra los límites de
su propia esencia de movimiento político burgués restauracionista. Esa “verdad”
es la que HG prefiere no pensar.