jueves, 27 de febrero de 2025

Football hates

 


John Konxville hates football. He hates the rules and he hates the players. They are “very stupid people” in his own words. They “don’t think”, thinks John. He don’t know the reasons of her repulsion to the game. He didn’t know any football player. Never.

Probably, his father was the problem. In his firsts years, when he was a child, Rober Konxville was an overwhelming presence in his life. He was a fanatic of the sport, seeing every game, every day. Talking about the results of each meeting and the perfomance of each team member. He was, too, an enshrined player at school, when he was young.

John keeps a lasting distance to his father. Since fiftenn years ago. Problems between them were very hard. His father was a violent man against his mother. That memory is still with him. He see a football game and can remeber that old fight. The memory is strong, resilient. It asaults her thoughts, lured by daze, by bewildertment. The game is her father hitting his mother. His don’t hate the competition.

miércoles, 19 de febrero de 2025

A little cuento in eight steps



Solapada en su silencio, silenciosa en su pavor, Camila caminó aquellos ocho pasos. Sus pies finos trazaron esa distancia mínima entre dos puntos. Levantó el teléfono y miró la pantalla. Perdidos en ese cristal frágil, sus ojos buscaban una señal de paz. Añoraban, ella, sus ojos y su cuerpo, un mensaje de calma, que los arrastrara lejos de la angustia que había invadido esa mañana.

El mensaje no estaba ahí. El teléfono solo ofrecía más publicidad, ese sistemático engaño que habita nuestras vida de manera invasiva, desde el alba a casi el alba. Alarmas. Nuevamente alarmas. Como si leyeran ya no sus historias, sino su cerebro. Como si supieran del constante estado de agitación que recorría la vida de Camila desde hace horas. La marca le sonó conocida: recordó un amigo que la vendía. Recordó una publicidad televisiva. Un chorro de humo saliendo de un tubo cilíndrico, invadiendo una habitación previamente invadida por un ladrón. Una invasión repelida por otra.

Dejó el teléfono. Caminó otros ocho pasos. Sus pies la llevaron al amplio ventanal del departamento. Abajo, doce pisos hacia el centro de la tierra, aceleraban motos, autos y colectivos. En verde, el semáforo sobre la avenida Corrientes abría el camino a esa jauría humana que corría en dirección al río.

Recordó el río. El suyo, el que estaba a cinco cuadras de su puerta. Un recuerdo descolorido de su insípida Alta Gracia. Un recuerdo casi apagado, que volvía por simple asociación mental con esa inmensidad que lleva el nombre de Río de la Plata. El suyo, décadas atrás, era poco más que un arroyo. Ahora, sabía por fotos y charlas con sus hermanas, era poco menos que un hilo de agua discontinuado, que seguía cruzando la ciudad en destino al verdadero río.

Volvió la cabeza hacia la mesa. Camila seguía esperando. Un mensaje, una llamada. Algo. Los recuerdos serranos vagos solo distraían esa ansiedad. Solo la diluían en un torrente caótico de pensamientos que actuaban a modo de sedante. Calmar el nerviosismo a base de ahogarlo.

Un leve movimiento en el teléfono la distrajo de su ensimismamiento. Estiró el brazo mientras aún daba el primero de los ocho pasos. Miró el cristal añorando el mensaje. Respiró fuerte. Una exhalación de alivio que bordeaba el llanto.