Solapada en su silencio, silenciosa en su pavor, Camila caminó
aquellos ocho pasos. Sus pies finos trazaron esa distancia mínima
entre dos puntos. Levantó el teléfono y miró la pantalla. Perdidos
en ese cristal frágil, sus ojos buscaban una señal de paz.
Añoraban, ella, sus ojos y su cuerpo, un mensaje de calma, que los
arrastrara lejos de la angustia que había invadido esa mañana.
El mensaje no estaba
ahí. El teléfono solo ofrecía más publicidad, ese sistemático
engaño que habita nuestras vida de manera invasiva, desde el alba a
casi el alba. Alarmas. Nuevamente alarmas. Como si leyeran ya no sus
historias, sino su cerebro. Como si supieran del constante estado de
agitación que recorría la vida de Camila desde hace horas. La marca
le sonó conocida: recordó un amigo que la vendía. Recordó una
publicidad televisiva. Un chorro de humo saliendo de un tubo
cilíndrico, invadiendo una habitación previamente invadida por un
ladrón. Una invasión repelida por otra.
Dejó el teléfono.
Caminó otros ocho pasos. Sus pies la llevaron al amplio ventanal del
departamento. Abajo, doce pisos hacia el centro de la tierra,
aceleraban motos, autos y colectivos. En verde, el semáforo sobre la
avenida Corrientes abría el camino a esa jauría humana que corría
en dirección al río.
Recordó el río. El
suyo, el que estaba a cinco cuadras de su puerta. Un recuerdo
descolorido de su insípida Alta Gracia. Un recuerdo casi apagado,
que volvía por simple asociación mental con esa inmensidad que
lleva el nombre de Río de la Plata. El suyo, décadas atrás, era
poco más que un arroyo. Ahora, sabía por fotos y charlas con sus
hermanas, era poco menos que un hilo de agua discontinuado, que
seguía cruzando la ciudad en destino al verdadero río.
Volvió la cabeza
hacia la mesa. Camila seguía esperando. Un mensaje, una llamada.
Algo. Los recuerdos serranos vagos solo distraían esa ansiedad. Solo
la diluían en un torrente caótico de pensamientos que actuaban a
modo de sedante. Calmar el nerviosismo a base de ahogarlo.
Un leve movimiento
en el teléfono la distrajo de su ensimismamiento. Estiró el brazo
mientras aún daba el primero de los ocho pasos. Miró el cristal
añorando el mensaje. Respiró fuerte. Una exhalación de alivio que
bordeaba el llanto.