miércoles, 15 de enero de 2025

Words and clouds

 


Las palabras transitan -amontonadas, acurrucadas- su propia cadencia: se quiebran, se equilibran, se rompen, se trozan, se anidan y se juntan. Su esencia es el caos: el interminable desfile de significados y significantes, ansiosamente saturados de nada.

Se revuelven sobre el fondo de la lengua. Esa lengua que, a veces (solo a veces), sirve de pista de baile. Ofrenda un lugar destinado a una danza que, casi sin excepciones, termina en pequeñas gotas saladas que bajan por las mejillas y se pierden en el vacío, derrumbándose hacia un suelo que las espera sediento.

En esa lengua saturada cada palabra acredita su mercancía. Portadora de sentido. De deseos, de tristezas. Toda tristeza es un sentido. No todo sentido es una tristeza. Esa dualidad semántica confunde a más de uno. ¿Quién no ha sentido que la tristeza era el todo cuando debía ser la parte? ¿Qué parte de la tristeza nos remite a ese todo arrebatado de tensiones irresueltas, de sueños inacabados?

El sueño inacabado, por definición, conduce a la desesperanza. Arrima el fósforo a una mecha que se enciende y se prolonga, infinita, hacia un horizonte cualquiera. Una mecha sin final; sin bomba, sin cartucho, sin caboon.

Respiro. Miro el vaso. Pienso. Celebro el intento de escribir por escribir. De darle al teclado por el solo placer de darle al teclado. De extrañar ese tiempo en que el noble oficio de pegarle a las teclas no arrimaba ese leve dolor que tensa falanges e induce a parar.

Las palabras emergen en las pantalla. Nacen de ese torbellino caótico que anida en las cabezas que piensan sueños inacabados. Que los lloran y los celebran. Que caminan en ese mundo tortuoso de las pseudo-concreciones. Esas que, conformando pisos de verdad, nos dicen que todo lo que está escrito está aún escribiéndose y que las palabras se reducen, casi ontológicamente, a verbos.

Antojo

 


Tengo el recuerdo triste de una noche soleada. El infinito vacío poblado de recuerdos ansiosos. La angustia a flor de piel, esperando a ser salvada por algún sortilegio místico que, invocado a última hora, rescate temores, demonios y otras yerbas.

Tengo el silencio saturado de callarse, esperando a gritos el momento del rugido. La paciencia insípida, incapaz de reñir el día a día, de cruzar fronteras, de saltar obstáculos. Paciencia impaciente, atolondrada, ofuscada.

Tengo el sabor de tu pelo entre mis dedos, enredados como copos de placer; anclados, apenas, a centímetros de ese aliento que invade mi boca y mi rostro; que conmueve -prepotente- cada fibra; que altera, brusco, cada pedacito de (otra vez) piel, arrancando en un punto indefinido y expandiéndose, lejos, fuerte y completo.

Tengo antojo (de nosotros).

sábado, 11 de enero de 2025

Plaza de la Intendencia

 


Restregó sus ojos con el dorso de las manos. Volvió a mirar. Incrédulo, escéptico, un tanto triste. Ella caminaba por la vereda de enfrente. Ella caminaba. Su última imagen era la de la postración. La de una cama, toneladas de sábanas y la mirada entre furiosa y triste de su madre. Esa imagen se había consumido en el tiempo meses atrás. Era un fragmento de su memoria. Fragmento potente, dañino, hiriente, que volvía cada jornada.

Cruzó la calle para cruzarla. Saludó, mirando con asombro. Un tibio “hola” le respondió. Más que tibio era insípido, inodoro, desganado. Condensaba un deseo rígido de no estar ahí, de no haber caminado por esa vereda, andado esa calle, encontrado aquel rostro, al que ahora tenía que contemplar con la mejor cara de “acá no está pasando nada”.

Ella guardaba el mismo recuerdo. O uno similar, pero desde su propio ángulo: toneladas de sábanas envolviendo su cuerpo destrozado. Un brazo atado al metal; huesos que se soldaban en la grisura de un cuarto convertido en eterna morada.

Eran dos extraños. Dos pasados, distintos pero muy similares, que se contemplaban entre sí.

Las palabras irrumpieron abruptas:

-¿Hace cuánto estás caminando?

-Dos meses-respondió Nuria, secamente.

-¿No pensabas avisarme, decirme algo, llamarme?


La respuesta, instintiva e insultante fue alzarse de hombros. Nuria no ofrecía explicaciones. Quizás no las tenía. Aquellos meses habían conformado una tortura en el más completo de los sentidos. Atada a su cama estaba atada, también, a ese infortunio que le había tocado por familia. Ceñida a sus padres, siempre celosos de su salud y de todo aquello que pudiera motivar celos. De sus hermanos, regentes no designados de sus charlas, sus comidas y sus momentos de entretenimiento. La cama como una prisión, custodiada con lazos de sangre.

Él no lo entendió entonces. No lo entendería hasta muchos años más tarde. Cavilaría sobre aquel encuentro décadas más tarde, en la calurosa noche porteña, casi abrazado a una botella de vino. Pensaría en su indiferencia, en la distancia mínima que separándolos en ese instante, los alejaba para siempre. 

Recordó, en el tercer vaso de vino, aquella inclemente espera, aquel tiempo de ansiedad que se consumía esperando que Nuria se levantara de la cama y, un pie adelante, otro atrás, caminara a reconstruir los meses que precedieron a aquel salto regado de alcohol. Esa amargura copó su sangre y sus cuerdas vocales aquella tarde perdida en el tiempo mientras cruzaba a la Plaza de la Intendencia a intentar un diálogo tan imposible como incompleto.