Mi computadora es una mierda. O no lo sé. Tal vez solo sea el
procesador de texto. Eso hace que todo sea más difícil. Escribir
con insomnio, molesto y un poco triste a la vez. Escribir esperando
que el tiempo transcurra tan rápido como lo hace ese torrente
desordenado que a veces se llaman ideas.
Hoy nos enteramos de
una triste noticia. Una amiga se fue. No la veía desde hace más de
20 años. No sé como se llamaban sus hijos o hijas. No había
charlado en décadas. Y sin embargo, la tristeza llegó y me acompañó
bastantes cuadras por el barrio porteño de San Cristóbal. Un barrio
demasiado lejano al de Los Nogales, dónde ella vivió hace un cuarto
de siglo. La amistad puede ser una cosa demasiado extraña,
incomprensible y hasta cierto punto indescriptible. A esta altura de
la vida ya nada me unía a ella salvo los gratos recuerdos del
pasado. En el mundo de las redes sociales supongo que un poco
podíamos adivinar en qué andaba cada uno. Cada Me Gusta
intercambiado -sobre una trivialidad cualquiera- tenía un gusto
(valga la redundancia) a “te acordás”.
Y no pude menos que
acordarme. Del horrible patio que tenía la Escuela de Ciencias de la
Información allá por 1995. Nos recuerdo sentados en los durísimos
y raídos bancos de madera que cada tanto la gestión pintaba. Porque
los recursos eran escasos. Por eso “queríamos ser facultad”.
Ignoro como serán hoy esos bancos. Hace demasiado tiempo que no piso
lo que alguna vez, con escaso acierto, llamábamos “la Escuelita”.
Ignoro como será todo ahora que somos facultad.
Me recuerdo a mí
mismo viajando en el 22, a su casa en Los Nogales. Entre aquellos
años y hoy, debe haber habido demasiados 22. El de mediados de los
90 tenía un recorrido larguísimo. Daba infinita cantidad de vueltas
antes de depositarte cerca de destino. Ese recuerdo aparece demasiado
atado a la novedad y la desesperación del “campesino” recién
llegado a Córdoba capital. En Alta Gracia solo eran necesarios dos
colectivos: el que te llevaba al río y el que te llevaba al
cementerio. A veces eran el mismo.
Recuerdo su sonrisa:
era un abrazo. Era apenas un toque más grande que yo. Y sin embargo
parecía que lo sabía todo. Se ve que sabíamos demasiado poco en
aquel entonces. La parte buena de pasar los 40 es darse cuenta que
uno no sabe nada por más que intente disimularlo.
En todos estos años
nunca dejé de recordarla. Estaba ahí, imborrable. Como esos bancos
de madera.
Esta noche el
insomnio estuvo lleno de recuerdos.
(la foto es del año 2000. Ese es el patio horrible. Los bancos de madera estaban a los costados)